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Un seminario de antaño

Era en Burgos y a finales de los sesenta. A las siete de la mañana, cuando el zumbido del timbre invadía los dormitorios, la punzada de la morriña se sentía en un lugar inconcreto del plexo solar. Tenían 10 años.Había toda una semiótica del timbre. Dos timbrazos breves y uno largo podían ser misa. Uno corto entre dos largos, confesión. Tres largos, clase, o médico, o recreo, o meditación, o visita, o rosario, o comedor, o paseo.

Los miércoles y domingos por la tarde, los 500 seminaristas menores de Burgos salían en fila india hacia los campos de fútbol de La Sesa, La Milanera o de El Ferial.

Durante el resto de la semana, la puerta permanecía cerrada a piedra y pomo.

Los Monkys resultaron al final ser veintitantos. Se comentó que por la noche, cuando el resto dormía, saltaban el muro trasero de los patios y se emborrachaban en la cantina de la estación de trenes.

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También se dijo que si perseguían a las chicas del aledaño colegio de Las Adoratrices, que si se habían marcado los antebrazos, que si hicieron un pacto de silencio.

Fueron todos expulsados. Tenían entonces 12 o 13 años.

La expulsión era un riesgo permanente. No faltaba un chivato que soplara las más leves faltas, lo que provocaba un estado de alarma permanente entre aquellos incorregibles pecadores.

Una mirada extraña del superior podía significar que estaban al llegar los padres a recogerle a uno. ¡Lo que se temía la cólera de los progenitores!

Había incluso bromas crueles. "Se ha ido abril", susurraba uno el día de san José Artesano. "¿Qué Abril, el de segundo?". "El mes de abril, hombre".

S. era el más joven del curso. Nunca se supo qué ocurrió, pero le enviaron a casa para que descansara. "Tiene escrúpulos, últimamente se confesaba dos veces al día", dijo alguien. "Anda mal de la cabeza, loquea", añadió otro.

A los 20 días, S., con la cabeza completamente sana, escribió una carta despidiéndose de todos. Pero con C. hubo posteriormente un caso más grave.

Muchos años después, en 1982, 36 de los casi 200 que pertenecimos a aquel curso de aquel seminario nos reunimos en una comida.

Había 12 estudiantes -casi todos en carreras de Letras-, cuatro maestros, dos empleados de banca, dos agricultores, dos obreros industriales, un viajante de comercio, un telegrafista, un psicólogo, un policía nacional, un sargento del Ejército, un empresario, un médico -S., precisamente- y un periodista, que esto escribe. Había también seis curas, recién ordenados.

El encuentro se alargó todo el día. A la medianoche, el alcohol desató la lengua de los 12 que quedábamos.

El sentimiento de culpa que nos asaltó cuando abandonamos el seminario o los graves problemas de adaptación fueron algunas de las confesiones.

S. no aclaró las circunstancias de su salida, pero sospecho que le gustará saber que aquel modelo de seminario comienza a ser infrecuente.

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