¿Más democracia para la justicia?
La advertencia que ocasionalmente se había hecho valer ben medios parlamentarios del PSOE relativa a una posible futura atribución a las Cortes de la designación electiva de todos los vocales del Consejo General del Poder- Judicial (CGPJ) había tenido hasta la fecha una doble virtualidad. Por un lado, hacer ver a los sectores más corporativamente beligerantes de la clase judicial que aún podían llover mayores males. Por otro, conferir al generalmente pobre debate suscitado en torno al proyecto de ley orgánica una dimensión política de mayor alcance y un horizonte más amplio que el de las miserias contables del cuarto turno y de determinados intereses sindicales de los jueces. Respetables como tales, pero no tanto en su forzada transmutación en cuestiones de principio.De otra parte, toda una serie de circunstancias habían inducido a pensar que la opción, aun ampliamente deseada en los medios de la potente mayoría gobernante, no pasaría del amago. (Por más que en temas de poder judicial la reconsideración y el factor sorpresa sean ahora un cierto signo de los tiempos.)
Las últimas noticias, no obstante, indican que el cambio en el sistema electoral se ha decidido y ello hace urgente una reflexión pública que hasta hace poco hubiera podido parecer innecesaria.
Entrando en el asunto, son dos en lo esencial los nudos problemáticos: el de la constitucionalidad de la reforma y el relativo a su grado de legitimidad democrática. En cuanto al primer aspecto, aun siendo cierto que cualquier proposición normativa (también constitucional) está siempre abierta a una pluralidad de eventuales atribuciones de significado, no presenta demasiadas dificultades.
El texto y el contexto del artículo 122 de la Constitucióri. parecen suficientemente expresivos. El texto porque circunscribe netamente la intervención de las Cámaras cuando deslinda el bloque de los consejeros (4 y 4) de designación parlamentaria del de los de extracción no sólo pasiva sino también activamente judicial, puesto que debe darse entre -dentro de, en lo interior según el diccionario de la Real Academia y según también autorizado portavoz socialista en el debate constituyente- jueces y magistrados.
El contexto porque apoya sin lugar a dudas esa operación hermenéutica, tanto si se atiende a los términos de aquel debate: como a opiniones -coetáneas y posteriores- de quienes tuvieron en él notable responsabilidad; o, en fin, al referente teórico-doctrinal que orientó en este punto la tarea constituyente: el Consejo Superior de la Magistratura italiana.
Y no se diga que el propio artículo 122.3 contiene una remisión incondicionada y abierta a la ley orgánica, puesto queya el mismo precepto, en su epígrafe 2, limita esa delegación normativa en cuanto al CGPJ a las materias de "su estatuto y el régimen de incompatibilidades de sus miembros y sus funciones".
Los partidos y el Parlamento
La cuestión -más que dudosa- de la pretendida mayor legitimidad democrática de la alternativa remite al concepto previo de Estado democrático en la forma que aparece recibido en el propio texto fundamental.
Debe reconocerse que la enmienda Bandrés, como la actual del PSOE, tienen la indiscutible inicial fuerza persuasiva de algunas elementales afirmaciones de principio. Como la que asimila parlamento a democracia, que puede llevar, tal es el caso, a otra del género de "cuanto más parlamento, también más democracia", que por cierto haría suya sin reservas cualquier jacobino de 89. No sé si tantos constitucionalistas de 1985.
Cuestionar la radical inherencia histórica y actual de la institución parlamentaria al Estado de derecho y su básico papel dentro del mismo sería ciertamente un despropósito. Pero probablemente de no menor entidad que el que representaría querer ignorar el agua que desde finales del siglo XVIII hasta la fecha ha pasado bajo los puentes del órgano de expresión de la soberanía popular. Y no digamos la contaminación que para ésta deriva de la estructuración vertical y el modus operandi de los modernos partidos de masas; de la devaluación, fungibilidad y fiabilidad relativa de los programas electorales rnotivadores del voto.
La Constitución española acogió un modelo de organización del poder que atribuye a las Cortes una función preeminente, pero que nada tiene que ver con el mito ilustrade, de la omnipotencia del legislador- y de la unidad e indivisibilidad de la soberanía. Más bien se orienta hacia una articulación policéntrica del poder ("pluralismo institucional" lo ha llamado Pizzorusso) que trata de dar realidad a un juego efectivo de "pesos y contrapesos" para llegar a la unidad de la acción del Estado por la vía de una flexible contraposición/coordinación de los distintos centros de decisión política que pueblan su estructura. A este diseño responde la tensión que el texto fundamental ha, querido instaurar en las relaciones Gobieno central-Gobiernos autonómicos, Cortes-Tribunal Constitucional, legislativo-ejecutivo, entre cada uno de éstos y el CGPJ y también cada titular de la jurisdicción como activador del contreal de legitimidad constitucional, controlado a su vez en tanto que administrador de justicia y amparo y entre todos y la opinión pública y las distintas articulaciones sociales.
Fluorescencias 'populares'
Este complejo de órganos y la tupida red de relaciones interorgánicas que del mismo deriva dan vida a una forma de democracia participati,va que, plasmada con autenticidad, tendría que valorarse como una versión notablemente enriquecida de la vieja democracia repre,sentativa. Enriquecida también con la renuncia a encerrar la exterioriz ación de la soberanía popular en el mecanismo del sufragio, aceptando el notable papel que como manifestación de aquélla juega hoy el ejercicio de toda una serie de derechos fundamentales y en particular el de expresarse en libertad (SENESE).
Es cierto que desde un punto de vista político la reforma se presenta aureolada de las fluorescencias de la soberanía popular, entendida de la manera que se ha dicho, y por eso parece como "lo más democrático" frente a una carrera judicial fundamentalmente conservadora hoy.
Sin embargo, mucho más democrático para la justicia en la fidelidad a la Constitución sería ínscribir y potenciar en sus aparatos resortes generadores de actitudes democráticas en los jueces, desde dentro, estimulando al mismo tiempo su apertura a la sociedad civil. Es decir, mecanismos productores de confrontación y debate democrático, de enriquecimiento político-cultural.
Es la vía de la dinámica asociativa. Una vía indirecta ciertamente, en marcha ya, que exige algún tiempo. Pero es que la transformación y el crecimiento de la democracia nunca se dan de un día para otro, y si se los quiere duraderos, hace falta algún trabajo de campo y un mínimo esfuerzo, como por otra parte nos dicen tan a menudo persuasivamente en otros temas.
Por eso tiene toda su valor aquí la afirmación de Max Weber de que "la parlamentariz ación y la democratización no están en modo alguno en relación de reciprocidad necesaria...".
Porque desactivar el movimiento asociativo-judicial y favorecer la conversión de las asociaciones en instrumentos sin vida política autónoma (que no es decir separada), en agencias colaterales y funcionales a los partidos, dispositivos sólo aptos para nutrir periódicamente un escaparate del que las correspondientes ejecutivas extraerán los futuros vocales de entre un colectivo de aspirantes pasivizado y expectante, equivale a depotenciar un importante fermento de transformación interna de la justicia.
Naturalmente, y en fin, ¿qué demócrata no creerá en la soberanía popular? Pero, por eso, a estas alturas no puede dejar de reconocerse que la misma no siempre ni por necesidad coincide mecánicamente y en todo con los contingentes intereses de las también contingentes mayorías parlamentarias. Con las que los jueces -que la Constitución quiere sujetos sólo a la ley, pero desde su previa condición de ciudadanos- y el mismo
poderjudicial debieron estar, cuando menos en línea de principio, en una cierta tensión dialéctica.
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