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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La Universidad y el movimiento estudiantil

EL PROCESO constituyente de las universidades españolas, enfrentadas con la tarea de elaborar sus propios estatutos, no ha justificado las pesimistas expectativas formuladas hace unos meses en torno a su conclusión. Aunque el claustro de la universidad Autónoma de Madrid haya sido disuelto, 19 universidades han aprobado ya sus estatutos y otras ocho pueden hacerlo en plazo relativamente breve. Sin embargo, la participación ha sido desigual según los distritos universitarios, los grupos de electores y las fases de desarrollo de los trabajos estatutarios. Las dudas existentes respecto a los contenidos de algunos estatutos ya aprobados (prolongación del mandato de claustros y rectores, titularidad de hospitales clínicos, estabilidad de profesores no numerarios, acceso de alumnos al cargo de vicerrector, recortes de competencias de los consejos sociales, etcétera) sólo podrán ser despejadas mediante un adecuado control de su legalidad. En cualquier caso, la democratización de las estructuras universitarias y la elevación de los techos de autonomía, que la ley de Reforma Universitaria (LRU) ha hecho posibles, crean únicamente las condiciones para que nuestra anquilosada enseñanza superior inicie el camino de su recuperación. Los grandes desafíos con los que se enfrenta ahora nuestra enseñanza superior se relacionan fundamentalmente con la elevación de la calidad de la enseñanza (que exige buen profesorado, instalaciones adecuadas y una relación personalizada entre docentes y alumnos), el desarrollo de la investigación (indisociable de la política de universidades) y la conexión del mundo académico con las demandas de la sociedad. Es evidente que estos objetivos requieren un incremento sustancial de las inversiones presupuestarias en enseñanza superior. Las 160.000 pesetas anuales dedicadas a cubrir cada una de las 750.000 plazas universitarias existentes en España se hallan muy por debajo -tanto en términos absolutos como relativos- de las asignaciones de las naciones desarrolladas. Incluso desde perspectivas puramente productivistas, tan caras al actual Gobierno, la teoría económica del capital humano permite defender la prioridad de las inversiones aplicadas a la cualificación laboral de una sociedad. Sólo un adecuado sistema de retribuciones permitiría la permanencia en la Universidad de los profesores más capacitados y la creación de los alicientes económicos precisos para el desempeño de los cargos académicos. La inverosímil indigencia de las bibliotecas universitarias, inadecuación de los laboratorios y el hacinamiento de las aulas ponen de relieve la insuficiencia y la irracional distribución territorial de unas instalaciones que hacen irremediable en demasiadas facultades y cursos la masificación de la enseñanza y el distanciamiento entre los profesores y los alumnos.

Pero si la reforma de la enseñanza universitaria exige un aumento sustancial de las inversiones públicas, cuya inmediata puesta en marcha se halla gravemente dificultada por las alarmantes cifras del déficit presupuestario, la adecuación de los planes de estudio y de las titulaciones a las expectativas de la sociedad no es menos decisiva. Los planes de estudio de la mayoría de las carreras, tributarios de un pasado muy alejado de nuestra realidad presente y de las exigencias del futuro, necesitan ser urgentemente flexibilizados, a fin de permitir que los mínimos fijados por el Estado y por cada universidad dejen, sin embargo, un cierto margen de libertad para que cada estudiante pueda construir su propio currículo. La diversificación de la actividad productiva y la creciente especialización tecnológica aconsejan también desarrollar la imaginación para promover nuevas titulaciones. Paradójicamente, las universidades politécnicas han sido hasta ahora los centros menos sensibles, como consecuencia de las presiones corporativistas de los colegios profesionales, al aumento de las especializaciones tituladas. Si bien la estrecha subordinación de la formación universitaria al mercado de trabajo resultaría empobrecedora, la coordinación de la enseñanza superior con las necesidades de esa misma sociedad que la sufraga es igualmente imprescindible. Mientras los licenciados en Ciencias de la Información y en Psicología presentan los mayores porcentajes de paro, los nuevos ingenieros son menos castigados por el desempleo. En la actualidad, casi el 80% de los universitarios está matriculado en carreras de ciclo largo. Sin embargo, la dignificación y cualificación de los estudios de primer ciclo, que ofrecieran a los diplomados un título socialmente apreciado, permitiría reservar los cursos de segundo y tercer ciclo a quienes demostraran capacidad y voluntad de esfuerzo.

Las reivindicaciones y los objetivos del movimiento estudiantil, relanzado en buena medida gracias a las medidas democratizadoras de la LRU, cobran nuevo sentido sobre ese trasfondo de recursos escasos, masificación de la enseñanza, planes de estudio anticuados, titulaciones rígidas, absentismo docente, desconexión con el mercado de trabajo, instalaciones insuficientes y distanciamiento entre profesores y alumnos. Las resistencias de los alumnos a la elevación de las tasas académicas (muy por debajo del coste de la plaza escolar) encuentran justificaciones o pretextos en la escasa inversión pública (destinada a edificios, instalaciones, laboratorios, bibliotecas, despachos y remuneraciones) y en las deficiencias de la política de becas. Por lo demás, las violentas alteraciones del orden público provocadas en ocasiones por las protestas universitarias se explican unas veces por la disparatada política de orden público de los responsables de la seguridad ciudadana (tal y como sucedió, al menos parcialmente, en Galicia, País Vasco, Madrid, Sevilla y Valladolid) y otras por la agitación de grupos radicales. Pero sería pueril ignorar tanto las razones objetivas que nutren esa contestación como las arraigadas tradiciones del movimiento universitario. Nadie puede olvidar que buena parte de los políticos hoy en el poder -entre otros, la plana mayor del Ministerio de Educación- ganaron sus primeros entorchados como dirigentes estudiantiles en la década de los sesenta y en el primer lustro de los setenta.

Las escasas oportunidades que brindan el burocratismo y el sectarismo de los partidos -casi ausentes, por lo demás, de la enseñanza superior- a la promoción de cuadros juveniles pueden contribuir asimismo a que la conflictividad universitaria de los años ochenta desempeñe funciones de criba selectiva de futuros dirigentes políticos muy parecidas al papel jugado hace 10 o 20 años por las luchas estudiantiles. Que esa inevitable conflictividad transcurra por los cauces pacíficos de la democracia representativa, tal y como nuestro ordenamiento constitucional permite (a diferencia de lo que sucedía bajo el régimen franquista), o adopte los bruscos modales del asambleísmo radical, cuya retórica participativa esconde en ocasiones la simple manipulación de una mayoría desorganizada por una minoría autodesignada como vanguardia, depende en buena medida de la capacidad del Gobierno socialista para recordar sus propios orígenes, hacer suyas las teorías del capital humano mediante una política adecuada de inversiones en la enseñanza superior y promover el diálogo y la negociación con los representantes libremente elegidos por los alumnos.

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