La Edad Media galáctica
El teatro puede ser objeto muchas veces de insólitas operaciones. El tópico nos mantiene en ellas, aunque de cuando en cuando nos haga salirnos y ver todo su absurdo. Macbeth es una brutal tragedia escocesa de la Edad Media tratada por el cuidado y elegante verbo de un inglés isabelino -William Shakespeare-, recreada en el siglo XIX a la itálica manera por versos de Piave y una música de Verdi italianizante y contemporánea -valses, mazurcas, sicilianas, hasta algún recuerdo de tarantela-.Se representa ahora en Madrid por cantantes actores internacionales, aderezada por barrocos estetas modemistas españoles influidos por el cine galáctico. Este choque puede ser el más sorprendente, porque no está avalado por la tradición que ampara todos los demás.
Macbeth, dirigido por José Carlos Plaza, con escenografia de Julio Galán y figurines de Pedro Moreno, alcanza momentos de gran belleza plástica, sobre todo cuando responde o se ajusta a la acción. Como el monólogo de lady Macbeth, vestida de blanco, sobre una alfombra de sangre que la envuelve y de la que no se libra, que la sigue en su recorrido sonámbulo. Otras veces desborda esa acción y la ahoga: la presencia continua de las brujas, convertidas a veces en espectadoras de la acción, hace perder el efecto dramático y deliberado de sus apariciones cuando la situación lo requiere; y devoran otro efecto, el de las apariciones del espectro de Banquo, que se pierde entre el brujerío.
El castillo de Macheth parece como el patio de una cárcel modelo, metálica y alambrada, por el que circulan las brujas como si fueran las alienadas del asilo de Charenton. Y las apariciones invocadas se convierten en un gigantesco bolígrafo que quizá signifique un puñal. Sorprende cuando se busca la coherencia dramática que todo se desarrolle aLaire libre, entre montones de nieve -sal- y carámbanos de hielo -metacrilato-, cuando, al menos para el banquete, se podría buscar el abrigo de un salóncon, buen fuego. Y que los guerreros estén vestidos para tripular una nave espacial.
Se puede insistir en que todo en el desarrollo de esta ópera es una acumulación de estratos de cultura y que probablemente ésta es una cuestión actual de Occidente; incluso la acumulación y la contradicción forman parte del reino de lo confuso en que habitamos. Lo que importa es la belleza y el sobresalto de las contradicciones de esa belleza.
La hay en la espantosa tragedia original, en el verbo dorado y cálido de Shakespeare y en la rotundidad versificadora de Piave; la hay en la partitura de Verdi y, desde luego, la hay en la estética de José Carlos Plaza y de sus colaboradores, y en su capacidad de audacia: la línea y el color de los trajes, la austeridad del escenario, las agrupaciones de coro y figurantes -los divos son inmanejables-, el juego de compuertas del foro, la iluminación.
Molestó a gran parte del público -hubo griterío ante la aparición del director de escenaporque el de la ópera es conservador y porque, razonablemente, sentían una incomodidad en el protagonismo escenográfico que pudiera distraerles de lo que está firmemente establecido, que es la partitura y la manera de cantarla; otra parte del público la acepté, pensando quizá que la ópera no debe estancarse en lo que ha sido y puede incorporar algo de lo que está siendo.
La realidad es que nada impide que se mantenga la capacidad de escuchar simultáneamente con la capacidad de ver; pero se convieneque lo que se ve y lo que se escucha tengan alguna relación mayor, y se requiere que se, comprenda cuál es el orden jerárquico de la ópera y el sentido de servicio que tienen la dirección de escena, el vestuario y la escenografia dentro de su condición de artes.
También Conviene saber que la programación continua de obras convencionales y de repertorio, con ausencia de la producción contemporánea, dificulta más la necesaria labor de investigación, progreso y ensayo de su plástica.
Babelia
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