El genio y el héroe
La casi simultánea aparición de dos excelentes libros -L'home de gen¡, de Antoni Marí, y El héroe y el único, de Rafael Argullol- vuelve a despertar en mí, e imagino que en cada uno de los lectores de estas dos obras, el ya casi arquetípico tema de la concordancia -o de la fusión- entre pensamiento y poesía. En mi opinión, ambos autores persiguen el mismo fin, aunque por caminos muy diferentes. Uno escoge el pensamiento fundamentalmente -Diderot, Kant, Schelling- para desvelar sus dudas y ejemplarizar sus tesis. El otro elige tres de los poetas más esenciales del romanticismo -Hölderlin, Keats, Leopardi- para plantearnos uno de los temas más sugestivos de los tiempos moderos: el de la concepción trágica del hombre y, por extensión, del arte.Sin embargo, son, a la vez, muchas las concomitancias entre ambos trabajos, y sobre ellas me he permitido hacer algunos comentarios. El hombre de genio se muestra, en mi opinión, mucho más entroncado en una tradición. Su obra parece ser el resultado quintaesenciado de un conocimiento de muchos siglos, de una sabiduría metódica y sistematizada. Lo que sucede es que tanto el idealismo trascendental como el objetivo se desarrollan y maduran plenamente -se funden- con el furor prometeico del poeta-héroe, con el romanticismo europeo. Esas dos maneras de ser y de crear -tan dispares y, al mismo tiempo, tan subterráneamente unidas- brotan de un mismo instinto, de un claro manantial: el de la libertad; libertad que en los seis ejemplos citados es sinónimo de creación artística en el más amplio sentido del término, en el más alto grado de consciencia. Todos ellos son autores de obras nuevas.
Genio y héroe luchan también por la misma unidad primitiva, insertada en un universo sublime e infinito. Genio y héroe son paradigmas y, en el fondo -a pesar de la desconfianza hacia el subjetivismo del uno y de la ciega y total entrega a éste del otro-, no cesarán en sus esfuerzos hasta reencontrarse en la edad de oro, libres ya de la esclavitud conceptual y gozosos del conocimiento anhelado. Al desgarrón que suponen las vidas de los tres poetas esenciales citados no cabe aplicarle otro calificativo que el de trágico, aunque todos ellos -y aquí radican los riesgos de toda definición hayan perseguido mundos apaciguados, llenos de templanza y de armonía. El infinito leopardiano, la encendida pasión por los ideales de belleza y de verdad de Keats, el sueño con el que Hölderlin se rebela contra toda esclavitud de la razón fueron fines nobles y remedios para convivir en armonía con esa ansiada unidad primigenia a que nos hemos referido.
Pero como el esfuerzo ingente de Sísifo, el hombre romántico y su entusiasmo tienen un límite, un límite que no se puede traspasar. De ahí el carácter prometeico de su lucha con una palabra que más desea revelar que definir. Entusiasmo, inspiración, furor son expresiones a aplicar por igual a poetas y a pensadores; pero estos términos tienen en los primeros un sentido desmesurado, trágico, que no poseen los segundos. El ideal kantiano, fruto también del entusiasmo, es en apariencia el mismo de los tres poetas citados, mas lo que en los pensadores es teoría, pura y simple experiencia mental, en los poetas es una prueba vital asumida.
La enfermedad, la locura, la muerte, ponen límites a la pasión desbordada. "A quien sufre con lo extremo le conviene lo extremo", nos dirá Hölderlin por boca de Hyperion; toda una idea de doble filo, fatalista y llena de esperanza a un tiempo. El genio imagina razonadamente lo que el
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héroe nos muestra por la vía de los sentimientos. El sentido idealista del pensamiento y el de la poesía son básicamente los mismos, pero ya hemos insistido en que los medios utilizados son diversos. En el pensamiento, la armonía está en consonancia con la razón. En la poesía, la palabra está -o pretende estar- armonizada con la música de los sentimientos o con una especie de reflexión musicada.
Esta similitud de fines y esta disparidad de medios tienen, a mi entender, una representación muy clara -simbólicamente hablando- en la imagen del auriga platónico; imagen que muy probablemente tiene su origen -como tantas otras trasvasadas de Oriente por la corriente órfica- en aquella otra del conductor de un carruaje que podemos leer en las Upanishad más antiguas. En el texto hindú la representación es mucho más simple y menos vidriosa que en el por otra parte, bellísimo Fedro, de Platón: el cuerpo humano es el carruaje; el yo, el hombre que lo conduce; el pensamiento son las riendas, y los sentimientos, los caballos. Imaginemos entonces que genio y héroe se han lanzado a la misma carrera. Mientras el primero refrena sus sentimientos, el segundo afloja las riendas y permite que la carrera sea cada vez más rápida, más intensa, más peligrosa.
En definitiva, es la dosis de equilibrio anímico -representada por el mayor o menor uso de las riendas del carruaje- la que hace variar los resultados, el comportamiento de estos dos tipos de hombres que, siguiendo rutas diversas, iluminaron con sus obras su tiempo y el nuestro. Las manos contenidas y tensas sobre las riendas le aseguran al auriga-pensador (el genio) la llegada a la meta, pero no la plena satisfacción que supone el triunfo. Las manos más relajadas y, los caballos más libres de los sentimientos le aseguran mucho mejor el triunfo al auriga-poeta (el héroe), pero hay, qué duda cabe, en esta última actitud que no sabe del miedo un mayor grado de riesgo, de abismo.
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