Algo sobre 'Jazmín', alma errante de Punta del Este
Me gusta mucho hablar de mis perros, es decir, de mis perras: Centella, Yemi y Niebla, españolas; Tusca, Katy, Guagua y Muki, argentinas. Desde hace mucho tiempo, todas ellas han pasado a ser, en las constelaciones azules de los perros, estrellas de elegía. Sobre las siete, ya escribí algo, pero de manera dispersa, debiéndoles en su día dedicar los tiernos y amorosos capítulos que merecen en mi Arboleda perdida. Perros, hasta ahora, sólo he tenido dos: uno, el Chico, un volpino italiano que traje conmigo a mi regreso a Madrid (1977), y que no he vuelto a saber de él, pues, siempre algo aventurero, se le escapó a un veterinario amigo que lo había llevado con él a su casa de las afueras y todavía no ha regresado. Pero hoy sólo quiero hablar del otro, anterior a Chico, que únicamente me acompañó, infantil, disparado y frenético, durante una corta temporada veraniega en aquellos maravillosos pinares y playas uruguayos de Punta del Este. Pueden reposar tranquilas en sus desconocidas tumbas españolas Centella, Yemi y Niebla. Tampoco se me alboroten, bajo su tierra de Buenos Aires, Tusca, Katy, Guagua y Muki. No se me preocupe Chico, si es que existe, perdido sabe Dios dónde. Voy a hablar de Jazmín, voy a recordarlo como si aún estuviera, porque podía ser mío como de otro dueño, porque podía tocarlo y no tocarlo, verlo y no verlo, pero siempre quererle y esperarle como a un muchacho que se le sabe encantador, loco de gracia, irresistible de personalidad, belleza y simpatía. Era, es, lo sigue siendo -ya la mínima flor por la que atiende lo pregona- el hálito errante de los bosques, la brisa del mar o el viento de las playas, el soplo veloz de los caminos, el rayo victorioso de los médanos. Quien le puso ese nombre -Jazmín- nunca sabrá, cuando lo hizo, que lo que bautizaba era su alma, vagabunda como un perfume, y no su cuerpo de perrazo lobo, pues lo era, lo es, y bien grande y bien dorado y fuerte, este jazmín canino, el primero en toda la flora capaz de dar ladridos a la luna, correr la sombra en cruz de las gaviotas o lamer el contorno de la espuma al romperse en la arena. Lo conocí, lo vi por vez primera persiguiendo por las calles de Punta del Este a chiquillos, ciclistas y automóviles. Jadeaba, primoroso de línea, la cola en arco, en punta las orejas, la lengua de clavel entre la sierra de los dientes; iba de un lado para otro, atento siempre a algo que seguir o que saltar, en brincos y manazas de espontáneo cariño, de rebosadora alegría. "¡Eh, Jazmín!', le gritaban los chicos. Y allá flechaba disparado, derribándolos a empellones de lomo o cabezota, lameteándoles la cara y volviendo, incansable, al ataque, sin conceder respiro a los apenas levantados incitadores. Una tarde, ya entre dos luces, apareció de pronto en el comedor de mi casa. Conociendo su simpatía y naturalidad, no me sorprendió nada. Se quedó a comer esa noche y también a dormir. A la puerta del, cuarto, en el descansillo fresco de la escalera, amaneció Jazmín, empujando su fino hocico y sus ojos castaños, como orlados de humo, la hoja de la puerta en cuanto sospechó que yo estaba despierto. Eran las seis. Me vestí. No se quiso marchar. Bajé a la playa solitaria. Me bañé en el mar manso de Cantegril. Me perdí por los bosques de pinos y eucaliptos. Me fatigué por las pálidas dunas del mediodía. Descansé bajo las sombras paradas de la siesta, volví por las arenas corales de la tarde. Y esto lo hice durante muchos días, pero en todo momento acompañado por su ir y venir infatigable, su relámpago amigo, su delirante juventud fascinadora. Cuando luego me trasladé de aquella casa, que me había dejado un amigo, a la mía recién acabada del bosque, allí continuó él, inseparable, velándome en la noche, como era su costumbre, ya cerca de la cama o a la puerta del cuarto, sobre el frío de las baldosas. Todo marchaba bien entre Jazmín y yo. En el día, no se apartaba de mi lado. Escribía conmigo. Me acompañaba a acarrear pinoche, a sacar yucas de la arena, a colocar el pasto y las piedras de los canteros, a perfilar el jardín. Nuestra amistad era perfecta. Tanto, que pensaba: puesto que me ha elegido por dueño, no debo abandonarlo. Me lo llevaré a Buenos Aires. Como perro hermoso que es, será bien recibido por la Tusca. Los sacaré de paseo a Palermo. La Tusca, tan enana, y Jazmín, tan gigante... Una pareja nunca vista. A este nivel había llegado mi sentir, cuando Jazmín, una tarde que estaba en el pinar, recostado a mis pies, se arrancó de improviso a perseguir jamás sabré qué cosa, algún ala quizá de su propia locura, con tan loca carrera, que en menos del correrse de una estrella desapareció de mi vista. Lo esperé sin moverme largo rato, seguro de que, como siempre, reaparecería, brillante de espuma plateada la boca, exhausto de músculos, aunque dispuesto al punto a una nueva arrancada. Pero vino la noche y Jazmín no volvió. Cansado de esperarlo al día siguiente, bajé a la ciudad por la playa. Pregunté a los amigos, a los niños de las esquinas. Nadie lo había visto. Cuando ya me volvía para el bosque, un repartidor de pan me dijo: "Lo habrá amarrado su dueño. No saben qué hacer con él. Se escapa siempre. Es un perro muy loco". Y me añadió: "También pueden habérselo llevado a Montevideo". Por la playa, otra vez subí camino de mi casa, pensando en un Jazmín cargado de cadenas, una especie de joven Prometeo, lamentando su libertad perdida y -de esto estaba seguro- acordándose de su nuevo dueño, su nuevo amigo español. Pasaron otros días en los que a fuerza de sentirlo llegué casi a alegrarme de que no apareciera. Al fin y al cabo, Jazmín tenía un amo, un tirano sin duda, pero que tarde o temprano me lo quitaría con toda clase de derechos. Calmado así con esta y otras consideraciones, volví a acostumbrarme a escribir solo, a andar por los pinares y meterme en las olas sin el perro. A este nivel tranquilo había llegado mi nostalgia, cuando una noche, desatada de lluvia, de truenos y relámpagos, en la que el mar hacía el efecto de haber entrado en guerra contra el bosque, sentí arañar con vehemencia la puerta de mi cuarto. Me levanté en seguida, pues aquel gran ruido me había llevado el sueño, y me encontré en los hombros las manos de Jazmín, y dándome en la cara su poética cabeza de lobo de los' cuentos, chorreada de agua, parpadeado todo él del verde abierto de los rayos. Había entrado por el marco aún sin cristal de una ventana de la galería. Llegaba escapado, fugitivo. Acababa de arrancarse las cadenas, aprovechando la confusión y el miedo que trae la tempestad. De esto no cabía duda, y menos de que Jazmín detestaba a su amo y meelegía, me reelegía, tomando por testigos las sombras más batidas, su único dueño. Al día siguiente, como era de esperar en perro tan sensible, no me dejó un instante. Bajó de nuevo a la playa, corrió a las gaviotas, pero volviendo rápidamente a mí. Mientras me bañaba, no abandonó mi ropa, custodiándola sentado sobre ella, observándome atento, sin moverse; luego, ya en casa, pensándose pequeño, un verdadero perro chico, volteó varias sillas al intentar sentarse como las personas; jugó sin descanso y con la misma inocencia que siempre; persiguió a los gatos hasta tenerlos horas y horas en las ramas más altas de los pinos, y cuando llegó la noche... cuando llegó la noche, descubrí que Jazmín añadía a su personalidad una nueva gracia. Verdad que hacía mucho calor. La tormenta reciente había levantado de la tierra un aliento de horno. Yo apenas si dormía, sofocado, dando vueltas y golpes a la almohada. De pronto, me acordé de Jazmín. Estaría allí, velándome dormido, a los pies de la cama o en el fresco de las baldosas. Pero no, en el cuarto no estaba y, síntoma peor, tampoco fuera de él. Lleno de angustia y presentimientos, por la ventana sin cristal me asomé al bosque. Era una noche de un azul rutilante, como si un fuego azul la estuviera abrasando. Una cegadora luna, un violento ojo de extensa cal ,hirviente, borrando las estrellas, tendía un espejo solitario en la frente ondulada de los médanos y un plateado incendio en la alta superficie de los árboles. Enteramente deslumbrado, miré más en la luz. Sin moverme, fue perfilándoseme todo en la callada oscuridad flameadora. Y descubrí a Jazmín... que no estaba dormido. Sí. A contraluz, erguidas, aquéllas eran sus orejas, aquél su cuello poderoso. Allí, tumbado en el fresco hoyo de arena que él mismo se había abierto, se le veía absorto, quiero pensar que en éxtasis, pues hasta la palma de la cola conservaba inmóvil. Por la actitud levantada de su cabeza, comprendí que miraba a la luna. Yo la miré también un largo rato, sin decir nada, fijo en el mismo sitio. Y con la visión de Jazmín asombrado ante aquella remota rueda blanca encendida, caminando hacia los bosques y ciudades del otro lado del mar, volví a mi cuarto, intentando dormirme. Cuando de día, ya tarde, abrí la puerta, encontré a Jazmín en las baldosas, respirando profundo, con los ojos cerrados. Durante aquellas noches sofocantes de luna hizo lo mismo. Y yo, siempre que el sueño me dejaba, me levantaba, sigiloso, para verlo. Su comportamiento en esta nueva etapa fue ejemplar: cada vez más muchacho enloquecido, pero más fiel, más alborotadamente inseparable. Ahora sí que lo llevaría a Buenos Aires, a mi jardinillo de la calle Las Heras. Jazmín ya era mío y lo iba a seguir siendo mientras no se muriese. Se acabó el padecer encadenado, el galopar de un lado para otro divirtiendo a los chiquillos, jugándose la vida tras los coches o haciendo peligrar la de los valerosos ciclistas. Como yo por su libre elección era su verdadero dueño, haciéndole, para su bien, que me obedeciera, un día, una mañana que salí al mar, de pesca, dije en mi casa: "Encerrad a Jazmín para que no vea el camino que tomo, pues no lo puedo llevar conmigo en la barca". Me fui. Y volví. Pero ya todo había sucedido en menos de un relámpago. Al cabo de una horade encierro, en la que Jazmín no dio señales de inquietud alguna, le abrieron, y en ese mismo instante corrió veloz hacia los médanos, por donde lo vieron convertirse en una ráfaga de arena. Y esta vez no volvió. Y ni en el Este ni en ninguna parte pudieron decirme nada del perro. Pasados dos meses, en los que me había jurado no pensar más en él, alguien me dijo: "Hemos visto a Jazmín. Andaba como loco por la Barra de San Rafael". Pocos días después, otra persona: "Parece que Jazmín está viviendo en la casucha de una vieja que le da de comer". Y algún.amigo de más confianza: "Te juro que Jazmín andaba esta mañana por la playa, jugando con los niños y persiguiendo las gaviotas...". Otras personas lo vieron por las calles de Maldonado, flaco y estrábico, pero corriendo los automóviles. ¿Sería verdad? ¿Será verdad? No sé, ni ya casi me importa, porque Jazmín hoy para mí ya es algo más que un perro: es el aliento de los bosques, la brisa del mar, el viento de las playas, el soplo veloz de los caminos, el rayo victorioso de los médanos, el alma errante de Punta del Este.Copyright Rafael Alberti.
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