Cuento infantil para días de invierno
En el cuartel-residencia norteamericano de Bad Toelz, situado en un paradisiaco paisaje nevado de Baviera, vivía un grupo de muchachos de una unidad especial de boinas verdes, así llamados por el color de sus gorras de lana, ideales para el frío. Estos chicos, de edades extremadamente juveniles, salían todos los días de excursión rutinaria por la nieve, con su mochila al hombro.Aquella mañana, como siempre, marchaban alegres y dicharacheros cantando canciones de la guerra de Secesión, camino de un blanco picacho no muy lejano. Apenas habían andado un par de kilómetros cuando, de repente, un bigardo espigado, bien conocido por sus continuas distracciones, llevóse las manos a la cabeza y gritó: "¡Andá, la mochila!" Efectivamente, había olvidado la mochila en la residencia, por lo que fue duramente amonestado por el jefe del pelotón. Volvió corriendo al invernal caserón a remediar su olvido.
Pero se diría que aquella mañana el despiste se había adueñado del misterioso y barbilampiño grupo, porque, al cabo de pocos minutos, otro muchacho, más bisoño aún, se llevó también las manos a la cabeza mientras decía desolado: ¡Andá, el donut!
Aquello colmó la paciencia del jefe, que empezó a despotricar contra los boinas de lana verde que el alto mando le había enviado en la última hornada. Los reunió a todos bajo un nevado abeto, lanzándoles una filípíca por sus constantes distracciones y por la falta de responsabilidad que demostraban ante la importante misión para la que estaban siendo preparados. El grupo aceptó la invectiva con las orejas gachas, lo que enterneció al conspicuo jefe, un curtido militar procedente de Ohio, con brillante hoja de servicio en Vietnam. Su voz adquirió un tono blando y paternal para explicarles el exquisito cuidado que habían de tener con el donut, que era un instrumento de alto coste protegido por el más riguroso de los secretos.
Aunque los chicos no lo sabían, y Occidente tampoco, llamábase donut a un extraño aparato de forma apepinada más brillante que una patena y de unos cinco kilos de peso. La curiosidad estaba prohibida en el campamento. Por eso nadie se había atrevido a preguntar qué era en realidad aquello que cada mañana metían en la mochila. Sólo los jefes sabían que el familiar ingenio era ni más ni menos que una minibomba nuclear de uso individual.
El caso es que mochila, bomba y muchacho formaban una unidad inseparable. La mochila sin la bomba carecía de interés, la bomba sin el muchacho no tenía sentido y el muchacho sin la mochila era como un jardín sin flores. Sólo el muchacho con mochila atómica adquiría plena significación, se integraba en una unidad de destino. Pero también el conjunto quedaba cojo si no hubiera sido por la voluntad de decisión que el mando había sabido imbuir en cada individuo.
Visto desde fuera, no podemos considerarlos kamikazes, ni siquiera conductores de camiones suicidas a la libanesa. El alto mando estratégico norteamericano había dotado a la juvenil unidad de unas cualidades muy peculiares: se trataba de comandos con fines puramente defensivos, adiestrados en la inocencia y a los que se proporcionaba una elevada formación cultural. Para el grupo, todo aquello no era más que un juego, lleno de intriga y misterio. En la residencia de Bad
Toelz únicamente se dedicaban a estudiar idiomas y a salir por las mañanas en largas caminatas, pisando la nieve impoluta de las bellas montañas, con la mochila al hombro. Como en los campamentos del Frente de Juventudes. Como en los campamentos de boy-scouts. Sin malicia, para convertirse en hombres de provecho. Recibían clases de teoría patriótica, les hablaban de prepararse para misiones defensivas, al atardecer les enseñaban cantos de la guerra de Secesión, también les informaban de hipotéticas amenazas que ponían los pelos de punta. El secreto era una de las claves de una formación sazonada y viril.
Pero aún no estaban preparados para conocer las líneas maestras de su misión, que básicamente consistía en lo siguiente: en caso de conflicto armado en Europa, los boinas verdes de Bad Toelz, con su mochila al hombro, se infiltrarían en el país enemigo, pongamos por caso la República Democrática Alemana, en donde, cual colegiales despistados, se dispersarían por bosques y ciudades, preguntando en el perfecto alemán que habían aprendido en la residencia el nombre de calles, parajes o cualquier otra necesidad. Nadie, les prestaría la más mínima atención en tan trágicos momentos bélicos. Así pues, tranquilamente, ellos irían hasta los puntos elegidos en algún exhaustivo mapa en Washington. Y como aquel que deja distraídamente una manzana en la mesa de un bar o arroja una colilla apagada en un parque público, los chicos de las mochilas depositarían al desgaire sus donuts junto al muro de una fábrica en Dresde, en una panadería de Rostok, en unos grandes almacenes de Leipzig o en la garita de un cuartel de Brandenburgo. Luego arrojarían sus mochilas inanes en las papeleras y, prevaliéndose de su dominio del idioma, cruzarían el país sin problema alguno, hasta volver a su residencia de Bad Toelz, en la bonita Baviera. Una vez allí, descansados, ante una botella de coca-cola, verían por televisión cómo la República Democrática Alemana saltaba por los aires en pedazos, de manera limpia y simultánea. Todo gracias a unos cuantos donuts. En el fondo, esos muchachos de la unidad especial secreta de Bad Toelz son como caperucitas rojas retozonas y algo despistadillas que, en lugar de cesta con merienda, portan mochila atómica. Y bien -piensan en Washington-, hay que defenderse del lobo, ¿no?
Quizá lo más brillante de la creación de esta unidad es que sus miembros no corren peligro alguno, precisamente porque son inocentes. Se trata de unos comandos con aire inofensivo que se dedican simplemente a depositar su encargo en el lugar que se les indica, sin más. Siempre les queda la disculpa de decir: "Yo ignoraba lo que había en mi mochila, sólo nos dijeron que era un donut". Gracias a este candor, los boys podrán volver a sus hogares norteamericanos con la conciencia tranquila. En Washington piensan que mejor es eso que no que se vuelvan locos, como el de la bomba sobre Hiroshima.
El caso es que aquella última hornada que había llegado a la residencia de Bad Toelz era demasiado imberbe. Por eso el jefe se enfadaba tanto: cuando no se le olvidaba a uno el donut, se le olvidaba a otro la mochila.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.