'El rey los cochinos'
El calendario madrileño de fiestas populares ha estado siempre profusamente ilustrado con números en rojo. Efemérides cristianas y paganas marcaban los hitos de un apretado programa de festejos animado ocasionalmente por celebraciones espontáneas, desfiles, cabalgatas, procesiones que se organizaban con motivo de la visita de algún visitante ilustre o en acción de gracias por algún suceso digno de recuerdo.La sabiduría popular había señalado al menos una fiesta por mes, un día feriado agarrado al vuelo entre la profusión de actos heroicos y vidas ejemplares documentadas por los cronistas. A mitad de la cuesta de enero, olvidada ya la festividad de los Reyes Magos, Madrid celebraba con enorme algazara la festividad de San Antonio Abad, San Antón, eremita de la Tebaida representado junto a un milagroso cerdo que le otorgó el patronato sobre el reino animal en dura competencia con el seráfico san Francisco de Asís.
El centro de la fiesta se hallaba instalado en un vetusto caserón de la calle Hortaleza que ha sido a través de los siglos lazareto para leprosos, cárcel y colegio religioso bajo el patrocinio de los Padres Escolapios. Ante este templo de la funcionalidad, ya definitivamente afirmado como colegio, se acercaban acémilas y caballerías de lujo, bichos domésticos y aves exóticas para recibir la bendición de manos de un sacerdote y los clásicos panecillos dulces del santo.
Cuando las bestias de carga y los vehículos de tracción animal perdieron su batalla frente a los automóviles, la procesión que se efectuaba desde la Red de San Luis a la plaza de Santa Bárbara -llegó a ser prohibida precisamente para no entorpecer el tráfico y, aunque la bendición de animales se siga produciendo anualmente, la procesión y posterior romería ha pasado a ser una caricatura de lo que era, como otras muchas ferias y fiestas de este saqueado calendario popular.
A tenor de los nuevos tiempos sería posible reivindicar la estirpe de esta festividad, cuyas modernas connotaciones ecológicas no habrán pasado desapercibidas, aunque sería más difícil, puestos a reivindicar, hacer resurgir el ceremonial con la fastuosidad de sus orígenes.
Cuenta Pedro de Répide que la fiesta de San Antón fue hasta 1722 la fiesta del rey de los cochinos. Esta celebración podría inscribirse en el cómputo de las medievales tradiciones del rey de los locos, fiestas en las que se subvertía por 24 horas el orden del mundo y ocupaban el trono marginados, vagabundos y profetas callejeros que incitaban a las masas al desenfreno, la orgía y la algazara.
La mojiganga madrileña del rey de los cochinos fue prohibida definitivamente en 1722 por su carácter atentatorio contra la monarquía y la religión. Ya anteriormente, en 1619, la fiesta había sido enviada a las afueras de la capital y se había prohibido a los celebrantes entrar en los templos.
Para la fiesta del rey de los cochinos el Ayuntamiento madrileño tenía la obligación de cebar varios cerdos y organizar en el día previsto una singular carrera. El verraco que llegaba primero a la escudilla era proclamado rey y su porquero, vestido de san Antón, paseado en andas con su bestia real, acompañado por una vociferante turba que acabaría la jornada entregada a los excesos venéreos y alcohólicos en cualquier soto cercano.
Ahora, cuando los mentores de la recién nacida comunidad autónoma se esfuerzan por dotar de contenido el vacío cultural de la ciudad, esta fiesta del rey de los cochinos debe ser reimplantada por resultar acorde con los tiempos, castiza saturnal, preparación conveniente junto con el carnaval para la larga cuaresma o para el cercano Apocalipsis. Porqueros municipales o comunitarios, funcionarios a sueldo de las instituciones madrileñas, deberían ser contratados desde ahora para cebar los autonómicos cerdos con cargo a los presupuestos del Estado como dignos colegas de los gansos del Capitolio romano, deidades protectoras del Imperio.
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