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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La garantía de nuestras libertades

LA FiSCALÍA General del Estado, en una nota informátiva, y el ministro del Interior, en una comparecencia televisiva, han negado tajantamente que sean ciertas las informaciones -véase EL PAIS de ayer- según las cuales José Barrionuevo habría dado directamente indicaciones o instrucciones al ministerio público para el apartamiento o sustitución del fiscal de la Audiencia Territorial de Bilbao que intervenía en el caso Brouard. Tan rotundo mentís no agota, sin embargo, las complejas cuestiones implicadas en las relaciones entre el poder ejecutivo y el ministerio fiscal. La nota oficial de Luis Burón Barba subraya que la Fiscalía General del Estado en ningún caso podría admitir instrucciones del Ministerio del Interior, pues este departamento carece de las necesarias atribuciones al respecto. Pero un lector poco versado en Derecho podría extraer de ese desmentido, irreprochable en su fundamentación teórica, la errónea conclusión de que el Gobierno carece de competencias sobre el ministerio público. Tampoco la declaración de que el Gobierno no ha intervenido en este asunto, en función de su respeto por la independencia judicial, deja de prestarse a equívocos. Aunque el título VII de la Constitución englobe bajo un único rótulo -Del Poder Judicial- a jueces y fiscales, y aunque unos y otros ingresaran hasta hace pocos años en la Escuela Judicial mediante las mismas oposiciones, los jueces son independientes e inamovibles, pero los fiscales son jerárquicamente dependientes y removibles.El Estatuto del Ministerio Fiscal establece que el Gobierno, a través de su presidente y del ministro de Justicia, puede "interesar del fiscal general del Estado que promueva ante los tribunales las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público". La acepción del Diccionario de la Real Academia más adecuada al caso es la que define al verbo interesar como equivalente a "hacer tomar parte o empeño, a uno en negocios o intereses ajenos como si fuesen propios". Dado que el ministerio fiscal ejerce sus funciones "conforme a los principios de unidad de acción y dependencia jerárquica", las indicaciones dadas por el Gobierno al fiscal gerieral del Estado se extienden, una vez admitidas, a los demás miembros del ministerio público. Porque el fiscal general del Estado es casi comparable al máximo responsable. de una cadena militar de mando: ostenta la jefatura superior del ministerio fiscal y su representación en todo el territorio nacional; le corresponde la dirección e inspección del ministerio fiscal; puede impartir a sus subordinados las órdenes e instruciones convenientes, tanto de carácter general como referidas a asuntos específicos, y puede designar a cualquiera de los miembros del ministerio público para que actúe en un asunto determinado.

Además, el fiscal general del Estado, que transmite órdenes a sus subordinados (situados en una estructura jerárquica y disciplinada) y que puede ser interesado por el Ejecutivo para promover determinadas actuaciones, es designado por el Gobierno. Cuando las Cortes Constituyentes descartaron la idea de que el fiscal general del Estado fuese elegido por una mayoría cualificada del Parlamento, tal y como sucede con los magistrados del Tribunal Constitucional, y decidieron su designación por el poder ejecutivo, nuestro ordenamiento jurídico desaprovechó una excelente oportunidad para anular los fundamentos sobre los que descansan parcialmente las suspicacias en torno a la dependencia del ministerio público respecto del Gobierno. Unos recelos que la oposición, por lo demás, desplegó hasta la estridencia con ocasión de la querella contra los administradores de Banca Catalana.

Si los caminos del Señor son inescrutables, casi tan difíciles de averiguar son los vericuetos que recorre la información dentro de los aparatos del Estado. De un lado, nadie ha desmentido -ni podría hacerlo sin faltar a la verdad- el profundo descontento del Mínisterío del Interior ante las diligencias promovidas por el fiscal Valerio para esclarecer las eventuales responsabilidades de algunos servicios estatales en el asesinato de Santiago Brouard. De otro lado, resulta evidente que esa desazón policial llegó a conocimiento del fiscal jefe de Bilbao y se halla relacionada con la dimisión del fiscal Valerio. Que el ministro del Interior no transmitiera de forma directa ese malestar al fiscal general del Estado remite únicamente al problema de saber cuáles fueron los eslabones intermedios recorridos por el mensaje, ya que no existen dudas razonables acerca de que el contacto finalmente se produjo. Dentro de la lógica institucional, el Ministerio de Justicia y la Presidencia del Gobierno son los únicos interlocutores habilitados por ley para la comunicación oficial con la jefatura del ministerio público. La incógnita -de importancia menor- sobre el itinerario exacto recorrido por la información sólo podría quedar resuelta si el Gobierno y el fiscal general del Estado resolvieran completar sus desmentidos parciales con una exhaustiva explicación de lo sucedido. Es posible que el descontento policial ante la actuación del fiscal Valerio se expresara hábilmente con alarmadas preguntas o con escandalizada sorpresa, en vez de revestir la torpe forma de la presión directa o de la exigencia intempestiva. Pero tampoco parece revestir demasiado interés la tarea de averiguar si la manera en que las instituciones del Estado se intercambian los mensajes y se ponen de acuerdo entre ellas es cortés o desabrida, amable o intimidatoria.

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En el supuesto de que las versiones oficiales dadas en torno al incidente fuesen exactas, habría que concluir que el fiscal Valerio cometió serios fallos profesionales y que su desenvuelta yuxtaposición de todas las conjeturas imagínables y de todas las posibilidades concebibles en torno al asesinato de Brouard -desde los ajustes de cuentas dentro de ETA hasta las actuaciones de servicios estatales, pasando por los crímenes de los GAL- apenas ayuda al esclarecimiento de los hechos. Pero en tanto que una información veraz y completa no ocupe el lugar de los desmentidos oficiales y de las contradictorias declaraciones del fiscal Valerio, resulta imposible descartar otras interpretaciones menos frívolas y bastante más ominosas.

En otra perspectiva, la sustitución del fiscal Valerio podría resultar un dato casi anecdótico. Al fin y al cabo, la instrucción del sumario es competencia fundamental del juez, cuya independencia e inamovilidad le ponen a cubierto de recibir órdenes o de soportar presiones. En cualquier caso, el ministro del Interior debe aceptar que sus subordinados están tan obligados como el resto de los ciudadanos a responder a las preguntas que el instructor de un sumario les formule. Y la práctica de las diligencias promovidas por el fiscal Valerio es ya imparable. Al mismo tiempo, también sería menester que el ministro del Interior de un Gobierno socialista desplegara el mismo celo y utilizara los poderosos resortes con que cuenta para aclarar, sin ir más lejos, los hechos denunciados ayer por el abogado Carlos Aguirre de Cárcer sobre los presuntos malos tratos y el presunto abuso de autoridad de una patrulla de la Policía Nacional. Sólo de esta manera se demostraría que José Barrionuevo es capaz de garantizar un régimen de libertades desde el difícil cargo que ocupa en este primer Gobierno del presidente González.

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