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El año Szasz

Fernando Savater

Acabado felizmente el año Orwell, que sólo ha cumplido en discreta medida las catástrofes prometidas, se hace urgente encontrar un nuevo santo patrono para los 12 meses que se nos vienen encima. Oficialmente se habla de un Año Mundial de la Juventud, patronazgo aún más ominoso que el de Big Brother... sobre todo para los jóvenes, si es que tal cosa existe. Por mi parte y con el único y honrado propósito, como siempre, de colaborar a la confusión reinante, me apresuro a proponer el año Szasz. Pienso sinceramente que dejarnos durante todo un año inspirar por las ideas del doctor Thomas S. Szasz no puede resultar sino sumamente beneficioso para individuos e instituciones. El doctor Szasz es psiquiatra y psicoanalista, norteamericano de origen austriaco, ha escrito numerosos libros (El mito de la enfermedad mental, Ética del psicoanálisis, Los rituales de la droga) y preside la Asociación Norteamericana para la Abolición de la Hospitalización Involuntaria, además de ser codirector del Consejo Nacional para el Crimen y la Delincuencia. La editorial Tusquets publicó hace unos años una obra, La teología de la medicina, que puede servir de útil introducción a sus ideas fundamentales. A este fin quiere contribuir también la siguiente entrevista, totalmente imaginaria, siento decirlo, pero en la que Szasz habla por lo común con sus propias palabras, tomadas de sus escritos. Un proyecto tan provechoso y emotivo como el año Szasz bien vale una modesta superchería, ¿no? Los políticos en sus campañas electorales y en sus balances de gestión aplican este mismo principio, aunque no avisan por lo general que se trata de una superchería. Si yo les engaño, lo haré al menos tras haber pedido su deliberada complicidad.

Pregunta. Doctor Szasz, usted habla en muchas de sus obras contra el "Estado terapéutico". ¿A qué se refiere exactamente?

Respuesta. Mire usted, en todas las épocas los hombres han intentado librarse de las exigencias conflictivas de su libertad buscando una instancia superior que zanjase por ellos las opciones fundamentales. Hoy, el disolvente universal para la culpa es la ciencia. Por eso la medicina es una institución social tan importante. Durante milenios, los hombres y las mujeres rehuyeron la responsabilidad teologizando la moral. Hoy la rehúyen medicalizando la moral. El Estado teocrático pretendía salvar a los hombres por decreto, reprimiendo ejemplarmente en ellos todo lo que había quedado establecido como malo; el Estado terapéutico pretende curar a los hombres de ser lo que son, por las buenas o por las malas. Ambos modelos, desde luego, pretenden coaccionamos por nuestro bien.

P. ¿Quiere usted decir que los médicos y psiquiatras imponen una especie de dictadura terapéutica sobre la sociedad?

R. Hay que distinguir tajantemente entre intervenciones psicoterapéuticas voluntarias e involuntarias, entre elección que lleva a contratar y coacción que lleva a capitular, en resumen: entre hacer algo por una persona y hacer algo a una persona. La medicina no es una instancia de reforma moral, ni mucho menos de represión policial: nadie debería ser jamás medicado contra su voluntad y todo el mundo debería tener derecho a automedicarse del modo que prefiriera. Pero hoy esto no es posible.

P. ¿No cree usted que eso resultaría a menudo peligroso?

R. La libertad es peligrosa. Todos los dictadores y los déspotas burocráticos lo han repetido siempre.

P. ¿Acaso el Estado no debe velar por la salud de las personas?

R. El Estado no puede decretar lo que es la salud de una persona contra la opinión o la voluntad de esa persona. Por lomismo que la Iglesia no puede salvar a nadie a la fuerza.

P. Pero los médicos también tienen derecho a sus propios criterios éticos. El Consejo General de Médicos en este país se ha pronunciado recientemente contra la vasectomía porque no es una intervención ética.

R. Es un caso típico. Mire, cada médico tiene derecho -y deber- de orientar su práctica profesional de acuerdo con sus valores morales. Ninguno debiera ser obligado nunca a intervenir de un modo que repugne a su conciencia. Pero éste es un problema individual. Colectivamente, el Consejo de Médicos o cualquier otra asociación semejante tiene tanta autoridad para decir que la vasectomía es éticamente perversa como yo para mostrar mi desaprobación por la función ciorofilica de las platas.

P. Supongo que eso tendrá algún límite. La autodestrucción, por ejemplo. El fiscal señor Villarejo ha dicho que nadie tiene derecho a la audestrucción. Y el Ministerio del Interior está remiso a autorizar las asociaciones en pro de una muerte digna, que

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El año Szasz

en muchos casos sería una muerte voluntaria...R. Prohibir lo que no se puede impedir es a la vez degradar la autoridad y envilecer la obediencia. Prohibir el suicidio es un acto de locura y de desprecio por el ser humano. El que no acepta y no respeta a los que rechazan la vida no acepta ni respeta a la misma vida. No se debe hacer vivir a quien no lo desee, ni impedirle que haga cosas que puedan acabar con su vida, ni muchos menos castigarle del modo que sea por no desear vivir. Y esto, insisto, por respeto a la vida misma en lo que tiene de humana, no de puro proceso biológico.

P. Pero cómo el Estado va a consentir...

R. Sí, ése es el problema. Antes el suicidio fue pecado porque era ir contra la voluntad de Dios, que era quien nos había dado la vida. La vida no estaba considerada, a fin de cuentas, propiedad del suicida, sino de Dios, y quitarse la vida era como robar a Dios. Ahora actuarnos como si nuestras vidas fueran del Estado, no nuestras. El suicida defrauda una vida al Estado, dispone de una vida que no es suya, sino de la colectividad institucionalizada. La mayoría de las prédicas contra el suicidio y (supuestamente) a favor de la vida lo único que vienen a decir es que como la vida no es nuestra no tenemos derecho a disponer de ella.

P. Estas consideraciones quizá puedan servir de preámbulo a lo que yo quiero tratar hoy fundamentalmente con usted: el problema de la droga.

R. ¿El problema de la droga? Los nazis tenían un problema judío; nosotros tenemos un problema de la droga. Ahora bien, la expresión "problema judío" era en realidad un eufemismo por el que los nazis designaban la persecución de los judíos; el "problema de la droga" es igualmente un eufemismo que se emplea en nuestros días cuando se trata de perseguir a las gentes que se entregan a cierto tipo de drogas.P. Vamos, doctor, usted sabe muy bien que hay drogas que matan.

R. Por cierto. No cabe duda de que ciertas drogas son más peligrosas que otras. Es más fácil matarse con heroína que con aspirina. Pero también es más fácil matarse saltando de un rascacielos que de una casa de pocos pisos. En el caso de las drogas justificamos su prohibición según su poder de autolesión; no hacemos lo mismo en el caso de los edificios. ¿Por qué? Supongo que porque los riesgos de los rascacielos se consideran compensados con su utilidad pública, mientras que las drogas sólo proporcionan goces privados. Y recordemos que nuestra vida no es nuestra, sino del Estado... Obviamente, esto no significa que sea bueno tomar ciertas drogas. Puede, con toda seguridad, resultar muy dañino. Pero si una persona ha de ser libre, debe tener el derecho a envenenarse y matarse. Y, efectivamente, lo tiene ahora con el tabaco, pero no con la marihuana; lo tiene con el alcohol, pero no con la heroína.

P. Quizá se deba distinguir entre drogas duras y blandas...

R. ¿Y por qué no entre secas y húmedas? Mire, lo que convierte a una droga en dura -dura de conseguir, dura de encontrar pura, dura de disfrutar sin peligro penal o de ruina económíca- es la prohibición que pesa sobre ella. Prohiba usted mñana de nuevo el alcohol y los bebedores se arruinarán buscando ginebra y se quedarán ciegos o morirán intoxicados con metílico. Además de que el gangsterismo tendrá un nuevo campo de juegos.

P. Entonces cree usted que lo que realmente mata no es la droga, sino la prohibición que la veda...

R. Creo que la droga puede matar a quien quiera matarse y eso no puede ni debe ser perseguido como un problema público, porque es una cuestión privada. Pero hoy, por el hecho de estar prohibida, la droga mata a mucha gente que ciertamente no quiere matarse ni mucho menos. Si el Estado pretende realmente que la droga mate lo menos posible, lo que debería hacer es levantar la prohibición y controlar su calidad. Y su precio. Es la falta de un control mínimo sanitario lo que mata en la droga. ¿Cuánta gente moriría por sobredosis o adulteración de la heroína si ésta se vendiera en la farmacia, con debidas garantías y un prospecto claro explicando su dosificación? Piense la de gente que moriría de triquinosis si el jamón de Jabugo estuviera prohibido y se vendiera de tapadillo...

P. No irá usted a decirme que la heroína es corno el jamón de Jabugo...

R. No, señor. Yo prefiero el jamón, pero respeto a quien piensa de otra manera. Recuerde usted que la temible heroína fue en su día inventada para curar a los adictos a la morfina... Quizá dentro de poco oigamos que la droga más dura de todas es la metadona.

P. Pero ¡la esclavitud diabólica del adicto ... !

R. ¡Vaya, ya estamos con el mito de la adicción! ¿Se ha fijado usted que nuestros criterios actuales sobre la adicción son asombrosamente semejantes a algunos de nuestros antiguos prejuicios sobre el sexo? La adicción es irreversible tal como ayer se nos decía que la masturbación reblandece la médula espinal. El vicio del toxicómano -se dedique al tabaco o a la heroína puede, de hecho, revelarse muy fácil o muy dificil de vencer. Algunos luchan vanamente durante años; otros, cuyos intentos de descolgarse habían resultado infructuosos mucho tiempo, logran bruscamente desintoxicarse. ¿A qué se debe atribuir tal fenómeno? Me parece que no tanto a la naturaleza tóxica de tal o cual sustancia como a la personalidad del pretendido toxicómano. La cuestión sería más bien saber si el hecho de drogarse -con tabaco, alcohol o heroína- forma o no parte integrante del drama interior que representa el paciente-víctima, en el que obviamente tiene el papel de protagonista. Cuando tal es el caso (y entonces los intentos de desintoxicación no son más que episodios previstos en el guión), le es dificil o imposible cambiar de costumbres. Pero el que decide abandonar la escena y bajar el telón ve romperse los lazos que le tenían colgado y se cura con sorprendente facilidad.

P. ¡Pero es que el drogadicto no puede hacer una vida normal y productiva?

R. ¿Y si resulta que no quiere? ¿0 que tampoco podría en caso de no tornar drogas? Si el drogadicto se porta de un modo anómalo o inadaptado pensamos que es por la enfermedad de la droga. Si, lográsemos curarles serían ciudadanos productivos y útiles. Creer eso, en la mayoría de los casos, es como creer que si un fumador de cigarrillos analfabeto dejase de fumar se convertiría en Einstein.

P. ¡Pero, si todas las drogas se legalizasen, las consecuencias serían terribles para la sociedad!

R. Es como creer que permitir el divorcio o despenalizar el aborto destruirá el matrimonio o acabará con la procreación. Quizá la idea del comercio libre de narcóticos asuste a las personas, porque creen que todo el mundo se pasaría día y noche fumando opio o inyectándose heroína, en vez de trabajar y compartir sus responsabilidades como ciudadanos. Pero eso es un disparate que no merece ser tomado en serio. Los hábitos del trabajo y el ocio son pautas sociales profundamente arraigadas; dudo que un comercio libre de drogas convirtiese a las laboriosas hormiguitas en viciosas cigarras. Además, mucho del prestigio de la droga le viene hoy de su prohibición. Ahora sabemos que la divulgación de la brujería se debió más al trabajo de los cazabrujas que al esplendor de la brujería. ¿No será asimismo que la divulgación de la adicción en nuestros días se deba más al trabajo de los cazaadictos que al esplendor de los narcóticos?

P. En resumen, pues...

R. En resumen: en una sociedad abierta y libre, no es en absoluto asunto del Gobierno qué ideas lleva un hombre en su cabeza, y asimismo no debería ocuparse de qué drogas lleva en su cuerpo.

P. Después de tan deletéreas ideas, apenas me atrevo a pedirle unas palabras para los. jóvenes en este su año mundial.

R. ¡Pobres jóvenes, ya con un año para ellos solos! Pues nada, les recordaré por si hace falta el Onceno Mandamiento: ¡Qué no os cojan!

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