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Kissinger

Ya en un artículo de hace unos meses expuse mi opinión de que los bombardeos norteamericanos de Haiphong y de Hanoi, que interfirieron la conferencia de París entre Kissinger y Le Duc To, destinada a tratar de poner fin a la guerra de Vietnam, tuvieron por función no ya la de alcanzar un acuerdo que ambos diplomáticos sabían in péctore inevitablemente conseguido, sino la de hacer aparecer, ante los ojos de los norteamericanos, el tratado que acto seguido sobrevino no como un compromiso logrado con los vietnamitas, sino como una victoria diplomática alcanzada sobre los vietnamitas por presión de la fuerza de las armas, pues sólo con esta imagen de tratado del ego nacional americano podía sentir aquella paz como una "paz honrosa" ("paz honorable", se maltradujo entonces), según el degenerado concepto del honor que lo reduce a pura soberbia de la fuerza, y conservar "el respeto hacia sí mismo", por usar la sintomática expresión anglosajona. Por su parte, a mediados del año que acaba de pasar, el gran periodista norteamericano James Reston escribía en el New York Times: "Los europeos consideran la diplomacia como un ejercicio de compromiso, para buscar salida a las cosas; el señor Reagan cree que es una lucha donde hay ganadores y perdedores. Los europeos creen que el objetivo es el compromiso y que nadie debe ganar, mientras que el objetivo de Reagan es ganar". Pero si Reagan la ha llevado tal vez a sus extremos, tal concepción de la diplomacia ni parece que sea, conforme a lo indicado, invención suya, ni ya tampoco exclusiva de los norteamericanos. Correspondiéndose con un ego colectivo que reproduce regresivamente la soberbia del ego individual de los espadachines italianos y españoles del siglo XVI o, ¿por qué no?, de los pistoleros del Far West, los nuevos modos de la diplomacia llegan en ocasiones a análoga obstrucción de toda posibilidad de componenda negociada, hasta el extremo de que el simple acceder a sentarse a la mesa de negociaciones puede cobrar valores de claudicación: no bien hubo sucedido al depuesto Ríos Mont el actual presidente de Guatemala, Mejía Alvarez, a la pregunta de un periodista sobre si pensaba parlamentar con la guerrilla contestó sin vacilar que no, y añadió de manera taxativa: "Quien negocia pierde".Así, el actual criterio de medida para evaluar la calidad de un diplomático se ha desplazado hacia el desideratum del "negociador duro y correoso", mientras que la figura del diplomático hábil y astuto -tan alabada antaño, por ejemplo, en el modelo del suave y paciente conde de Cavour- ha quedado obsoleta y devaluada. Era sin duda una figura de diplomático construida sobre la del buen tratante comercial, cuya habilidad se cifra sobre todo en dejar convencida a la otra parte de que ha hecho un gran negocio. Si el mérito del antiguo diplomático residía, pues, justamente en conseguir acuerdos realmente ventajosos sin que ostentasen la apariencia de tales, huelga decir que tal capacidad desdice y contraviene por completo la moderna exigencia de "apuntarse tantos" ostensibles para la galería, homologables bajo figura de victoria y capitalizables en moneda de autocomplacencia para el ego colectivo de los pueblos. La perspectiva de contiendas armadas cada vez más inaceptables ha desplazado el ejercicio de los antagonismos y la autoafirmación del ego nacional al campo de juego de la diplomacia, de suerte que ésta se anquilosa y se consume en una especie de ficción que sustituye las cazurras, sensatas y realísticas oficiosidades del comercio por los aparenciales y ostentosos alardes de la guerra.

Kissinger mismo, en un artículo publicado en este periódico el 18 de noviembre de 1984, fundamentaba expresamente esa necesidad de ganar de la nueva diplomacia, frente al mero lograr acuerdos de la antigua. Cito literalmente: "La experiencia ha de mostrado que no se puede mantener la diplomacia norteamericana cuando el péndulo de la política se inclina demasiado en un sentido. Una política que persiga el acuerdo, sin más, tropezará con el sentimiento nacional de autoafirmación. Una vía de confrontación despierta temores elementales de una guerra nuclear y pierde el apoyo del país y de sus aliados". Como puede observar se, el esquema subyacente no es otro que el de la zafia y expeditiva dualidad pedagógica francesa de le báton et la carotte; a la infinita sofisticación tecnológica del equipo armamentista y las lucubraciones geoestratégicas se emparejan unos términos de praxis político-diplomática elementales hasta la brutalidad. Pero no es a eso a lo que voy, sino a la observación de cómo ese término me dio pendular que Kissinger prescribe como el óptimo para la política y la diplomacia internacional del recién reelegido presidente está determinado y condicionado por consideracio nes concernientes no ya al objetivo campo mundial de aplicación de esa política, sino a factores subjetivos interiores, o sea, en una palabra, a las emociones del electorado. Se desaconseja agitarles demasiado el palo a los soviéticos, porque, por los temores a una guerra nuclear que esa actitud excesivamente dura podría suscitar -temores que Kissinger no se recata en tildar despectivamente de "elementales"-, el presidente y el partido en el poder podrían perder el favor del pueblo norteamericano. Pero lo otro es lo que me parece lo más grave: se desaconseja darles demasiada zanahoria a los soviéticos, porque ante tales blanduras hacia el enemigo, con renuncia a la diplomacia del "apuntarse tantos" y el ganar, el ego colectivo americano se sentiría menoscabado y humillado en su orgullo nacional, en su "respeto hacia sí mismo", con detrimento para el actual consenso nacional en torno al GOP, que Kissinger saluda como la "oportunidad de oro" abierta ante el país por la reelección de Reagan. De modo, pues, que al motivar la prescripción de mantener cierta dureza para con los soviéticos en la necesidad de satisfacer "el sentimiento nacional de autoafirmación" del pueblo americano, el propio Kissinger viene a dar la mayor probabilidad a mi interpretación de los bombardeos de Haiphong y de Hanoi como secretamente motivados por el deseo de poder pre

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Kissinger

Viene de la página 11 sentar a la soberbia del ego nacional americano la única imagen o apariencia de paz que es capaz de sentir como "una paz honrosa".

Bien es verdad que apenas logró el efecto deseado. Al menos no engañó al negro que, según los periódicos de aquellos días, al preguntarle un reportero por la calle si estaba contento con aquella paz, sólo a regañadientes respondió que sí, para añadir acto seguido: "Pero a mí no me gusta perder, a mí me gusta ganar", exactamente igual que si de la derrota de su boxeador o su equipo de béisbol se tratara. Así, tan elemental como eso: "Me gusta ganar", en el sentido más abstractivo y más genérico, como una pura necesidad absoluta, despojada de todo contenido objetivo, de todo otro sentido que no sea el de la autista y subjetiva afirmación del yo. Por definición, al ego -lo mismo si es individual o colectivo, es decir, reflexivo o proyectivo- "le gusta ganar"; es constitutivamente antagónico, de suerte que ganar es su propio cumplimiento. Pero análogos rasgos de abstracción y absolutez pueden hallarse en una antigua declaración de Kissinger, a raíz de uno de los encuentros árabe-israelíes: "No podemos permitir que armamento americano sea derrotado por armamento soviético en una batalla importante".

En otro punto del artículo citado Kissinger dice: "Una idea apocalíptica de la paz corre, el riesgo de convertir la diplomacia en una forma de psiquiatría y el diálogo nacional en una especie de competición masoquista que busca todos los defectos dentro de nosotros". Parece, pues, que sólo considera psicopatológica la actitud infamada aquí de masoquista y designada en otros lugares como "autoflagelación". Primero, que no es seguro, en modo alguno, que la llamada autoflagelación comporte siempre impulsos masoquistas, pudiendo muy bien ser, por el contrario, clarividente y objetiva manifestación de una conciencia éticamente libre y despejada; y segundo, que aun donde tenga efectivamente rasgos masoquistas no vendría aser más que el reverso de la necesidad igualmente patológica de la autoafirmación. De tal suerte que el paso de la autoflagelación a la autoafirmación no sería en absoluto, como pretende Kissinger, el paso de la enfermedad a la salud, sino la simple inversión de un mismo síndrome psicopatológico desde el estado de insatisfacción al de satisfacción. La índole psicopatológica del narcisismo colectivo, del ego nacional, o simplemente del nacionalismo, se puede perfectamente rastrear en la característica atrofia del discernimiento y de la libertad moral que comporta la superposición de las ideas de derrota con pecado y de victoria con virtud al parecer, algunos veteranos de la guerra de Vietnam han expresado muy recientemente sus deseos de incorporarse a las guerrillas antisandinisitas, motivándolos literalmente en su "mala conciencia" por la derrota de Vietnam. En el nacionalismo no es que haya un ego enfermo, sino que ese ego mismo, su creencia, la convicción por la que se autoatribuye una entidad y se autoarroga vigencia de sujeto, constituye la propia enfermedad.

De esta manera resulta que es el propio Kissinger el que, a tenor de la motivación diplomática alegada en la primera cita ("una política que persiga el acuerdo, sin más, tropezará con el sentimiento nacional de autoafirmación"), reduce la diplomacia a estricta psiquiatría para el enfermo interior americano, pero, además, ni tan siquiera como una terapia curativa, sino como una terapia de entretenimiento, para evitar que el paciente se escape a otro sofá. El equilibrio propuesto en la alternancia pendular del palo y la zanahoria para con. los soviéticos no sería más que la dosificación más adecuada para que el enfermo norteamericano pueda gozar de las psicopáticas satisfacciones autoafirmativas del ego nacional, pero sin caer tampoco en los "elementales" terrores de un posible achicharramiento termonuclear.

La servidumbre de tener que dar satisfacción a este ingrediente psicopatológico, a esta bestia tan ilusoria como incontrolable del ego nacional, destroza cualquier posible racionalidad política y es particularmente deletérea para las democracias, donde, al proveerse los cargos del Estado por medio del sufragio, difícilmente se sustraerán los candidatos a la tentación de atraerse el voto de la ciudadanía echándole la regresiva y pestilente carnaza de narcisismo colectivo y el orgullo nacional. Tal es ahora la enorme e irresponsable responsabilidad del presidente Reagan. Es como un juego perversamente sarcástico el que las expectativas y los riesgos de la cada día más amenazadora política mundial tengan que supeditarse a las necesidades psicopatológicas del ego nacional americano; es una especie de burla truculenta el que la diplomacia internacional tenga que anquilosarse en reticencias que ponen en peligro a todas las naciones y que apoyar sus gestos de arrogancia en fantásticos arsenales en los que se entierran riquezas que suponen sacrificios de miseria, hambre y muerte para innumerables gentes a las que podrían socorrer, todo ello sólo para que el pueblo americano pueda pasar de la autoflagelación a la autoafirmación.

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