Tarde de ases
Hace años -muchos-, los españoles menos retrógrados comparaban, desfavorablemente, la retórica, especialmente la de tipo político, que se había venido produciendo en el país antes, con y después de Emilio Castelar, con la oratoria que iba prevaleciendo (o eso suponían) en los países europeos industrial y técnicamente más avanzados, y hasta en América (la del Norte, porque en lo que toca a la del Sur, incluyendo el sur del río Grande, se sospechaba que los discursos políticos allí disparados eran todavía más ventosos y retorcidos que los gozados o sufridos por los ciudadanos de la "madre patria"). En España y en la América hispana, deploraban esas almas ansiosas de progreso, se habla un poco o un mucho por hablar; los oradores se lanzan a menudo a fabricar grandes parrafadas que cabe preguntar cuándo van a terminar, e incluso barruntar o temer que podrían no terminar nunca. En el curso de ellas ruedan las palabras altisonantes, casi siempre vacuas, y sobreabundan las referencias a asuntos de muy alto vuelo, tan alto, tan alto que no parece haber modo de verles bien las caras: la historia universal, el alma de los pueblos (o de "la raza"), el espíritu (de lo que sea), la vida, la muerte, la patria en general y otras materias de no menor rumbo y alcance. En cambio, se pensaba, los países "más avanzados" tienden a cortarle el cuello a la retórica en general y a la retórica política en particular: los políticos apenas oran, y cuando lo hacen es para poner sobre el tapete asuntos muy concretos y de real sustancia: el producto nacional bruto, la inflación, el desempleo, el número de escuelas, el estado de las carreteras o de la investigación científica, etcétera.Los españoles de que hablo sabían perfectamente que en la misma época se pronunciaban au delà des Pyrénées discursos políticos que, en cuanto a retóricos (en un sentido peyorativo), no les cedían a los denunciados y que, para colmo, no tenían ni siquiera la excusa de ser inofensivos. Eran los discursos que una considerable variedad de dirigientes, o aspirantes a dirigentes, totalitarios vomitaban sin cesar sobre océanos de encamisados de todos los colores y que sirvieron de modelo para discursos que oportunamente se lanzaron sobre descamisados. Pero esto se explicaba como una aberración en la que habían caído o iban cayendo países en otros respectos "muy adelantados", de modo que podía esperarse que sería oportunamente corregida. Sabían asimismo que en el propio país -y no había razón para que ello no ocurriera asimismo en otros de la misma lengua- había gentes capaces de pronunciar discursos que podían no contener cifras o estadísticas. pero que no podían aducirse ni por casualidad como paradigmas de oratoria vacía. En una ocasión hablaron en las Cortes el mismo día José Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno y Manuel Azaña (acaso también, pero no tengo datos a mano, Indalecio Prieto). Uno de los (justificadamente) más respetados dirarios -"órganos de prensa", como se les llamaba- de la época, El Sol, dio cuenta de la sesión de Cortes donde se habían pronunciado los discursos indicados con un titular, en grandes letras, que rezaba: Tarde de ases. Bien, aunque los españoles poco amigos de retóricas no pudieron negar la alta calidad de lo que se llamaron (el lector puede adivinarlo) "justas oratorias", sintieron, de todos modos, cierta incomodidad por lo que consideraban excesiva importancia otorgada a "discursos", aun siendo éstos sólidos, bien repletos de ideas y perfectamente trabados. Parecía como si los discursos, la oratoria y, en general, la "retórica" fuesen algo así como obstáculos para el progreso. El hablar, incluyendo el buen hablar, parecía ser un modo de evitar actuar o hacer.
Aunque lo último ocurre algunas veces, no es absolutamente indispensable. Y además, y como reza el título del libro de un filósofo contemporáneo nada oratórico o retórico, se puede "hacer algo con palabras". Superados los temores que he reseñado, se ha ido viendo que la oratoria cumple una función política importante. Desde Pericles hasta Winston Churchill o Charles de Gaulle, pasando por Lincoln, la
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