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Iglesia y democracia

En un estimulante editorial de EL PAIS del 3 de diciembre de 1984 sobre Los obispos en una sociedad democrática se hacían observaciones y se ofrecían propuestas que creo interesante tenerlas en cuenta para el bien común de la sociedad española.El principal subrayado del editorial era la gran diferencia que existe entre la abundante producción documental de la Conferencia Episcopal y las abortadas contribuciones de unas posibles bases eclesiales en orden a una seria y fecunda confrontación.

En primer lugar, yo creo que la cosa no es tan negra. En el mundo eclesial, que no es la Conferencia Episcopal, se producen multitud de trabajos de alta calidad y de amplio espacio entre los millares de católicos de a pie. Baste hojear las muchas revistas oficial u oficiosamente religiosas, donde se dicen las cosas por su nombre, y que llegan y penetran en todos los ámbitos eclesiásticos y religiosos del país.

Pero sí es verdad que esta voz de la base eclesial española, a pesar de ser potente, dialoga menos con el mundo exterior o, al menos, no se asoma a él, como lo hacen los documentos de la Conferencia Episcopal.

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La razón de ello es una especie de división interna que separa, dentro de la Iglesia, a estas voces oficiales de esotras privadas, por poderosas que sean. Se quiere presentar al mundo una Iglesia uniforme y sin conflicto, cosa que automáticamente quita credibilidad a la misma Iglesia. El jesuita André Godin, experto en psicología religiosa, se atreve a proponer la siguiente hipótesis: ¿Sería posible, entre los cristianos, celebrar (eucarísticamente) el conflicto mismo? Ciertamente, sí. Si los cristianos tuvieran que renunciar a celebraciones estructuradas de esta forma, si la celebración de su esperanza militante no pudiera ya articularse sobre esta tensión y sobre esta lucha, si la Cena del Señor no pudiera ya ser compartida en función de una partida hacia lugares cada vez más lejanos (hacia los paganos) con el riesgo de una Pasión mortífera, entonces no se celebraría jamás según la plenitud de sus símbolos y la diversidad misma de los evangelios que nos han dejado sus huellas hasta nuestro tiempo. Es necesario, pues, intentar hacer una celebración semejante, rehacerla en síntesis cada vez más nuevas. Se trata, sin duda, de la experiencia más profunda que vincula y hace vivir a los grupos de renovación, sociopolíticos, que andan buscando su identidad en su funcionamiento, en sus escollos y en sus dramáticas tensiones.

Ciertamente, la Iglesia no es una democracia por razón de sus orígenes, ya que se trata de una previa convocatoria divina, como ampliamente se expone en la Epístola a los efesios. Pero en su funcionamiento, la actitud democrática es tan esencial que solamente se admite en ella la presencia de un solo Señor. Los demás son servidores o ministros. San Pablo recoge la fábula de Menenio Agrupia sobre los miembros del cuerpo y la sublima añadiendo que en la Iglesia no hay ningún miembro tan eminente que no necesite de los demás, por periféricos y humildes que sean. Así pues un organismo, como la Conferencia Episcopal, que se aísle en su torre de marfil y no se pare a preguntar a los elementos de base por la realidad inmediata que están viviendo, se contrapone al estereotipo eclesial definido claramente en el Nuevo Testamento.

Afortunadamente no siempre es así. Acabo de leer un excelente documento de la Comisión Episcopal de Pastoral Social sobre Crisis económica y responsabilidad moral, donde se nota que los autores han consultado ampliamente con las bases y con los paganos (los de fuera) para hacer una valoración justa y para hacer una seria denuncia profética a los poderes de turno sobre la difícil situación económica por la que pasa el país. Además, está escrito con lenguaje claro y secular, no con ese lenguaje críptico del que habla el citado editorial de EL PAIS refiriéndose al modo de hablar y escribir de los obispos.

En una palabra, la sociedad civil española no está transida de un anticlericalismo apriorístico. Ni mucho menos. Todo lo contrario: está deseando que la Iglesia entre en liza en el ruedo nacional. Pero para ello tiene que tratarse de una Iglesia que en su interior practique la democracia, ya que con ello no se niega a sí misma, sino que, por el contrario, se reencuentra en sus mejores y más primitivos modelos.

Y además, para su mayor eficacia, la Iglesia, una vez celebrado el conflicto interno con toda osadía, debe dirigirse a los demás con un lenguaje claro y abierto. Ha pasado la hora del latín escolástico y estamos en la era de las lenguas vernáculas.

Si las cosas son así, la Iglesia católica tiene un gran papel que cumplir en esta sociedad democrática, aunque lógicamente perderá buena parte de su tranquilidad estática y del apoyo incondicional de cualquier orden establecido.

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