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Cualquiera puede dirigir una orquesta

Cierto. Subirse a un podio y darle vida a una orquesta no requiere ninguna pericia especial. Es más difícil ser cobrador de autobús o revisor de tren (en el original inglés, conductor, que reúne las tres acepciones). Al fin y al cabo no es absolutamente necesario que haya un señor moviendo un palito en el podio. Los primeros tiempos de la Unión Soviética estaban llenos de tal espíritu de igualdad que prescindieron del hombre de la batuta que esclavizaba a otros 100 que soplaban, rascaban y golpeaban a su antojo. Las orquestas rusas no tocaban sensiblemente peor, aunque los observadores perspicaces advirtieron que el primer violín o concertino (como le llaman los norteamericanos y los alemanes) se volvió más agresivo y movía el arco en el aire en lugar de aplicarlo a sus cuerdas. De hecho se había producido una vuelta al estado anterior a la aparición de los directores de orquesta. Alguien tenía que mantener unida a la orquesta, pero no alguien encaramado a un podio, moviendo un palito.Los amantes de la música ingenuos aman a los directores por diferentes razones, pocas de las cuales tienen algo que ver con la música. Un director de orquesta proporciona cierto alivio visual a tanto sonido: es una especie de hombre-ballet. Se sabe que es más rico que los simples violinistas o flautistas, y esto le da categoría de estrella, aunque tenga poco talento. Karajan, que dirige la Filarmónica de Berlín, viaja en un reactor privado, y a pesar de sus años tienen un aspecto fascinante, el que podía haber tenido Beethoven de haber tenido éxito. Los admiradores de los directores de orquesta creen que ellos podrían hacer su trabajo moderadamente bien, y hasta cierto punto así es. (Comparen la actitud de los amantes del rock con sus cantantes; el éxito es cuestión de suerte, no de talento; tal actitud resulta reconfortante.) Imagínense, por ejemplo, que una orquesta ha estado tocando el preludio de Maestros cantores durante años. El director cae fulminado de un ataque al corazón; a usted, que está entre el público, le ordenan que suba al podio y que dé el compás de entrada. La orquesta empieza a tocar. Toca bien. Pero toca bien a pesar de usted. Se conoce la maldita pieza de memoria. Si fuera la primera interpretación de una obra nueva de Berio, Boulez o Messiaens la situación sería completamente diferente.

Observen a Pierre Boulez dirigiendo la Consagración de la primavera, de Stravinski. Hace gestos suaves, sin rimbombancia, sin saltar por los aires, sin mesarse los cabellos, sin limpiarse el sudor con un pañuelo impecable. Lo que está haciendo es recordarle a la orquesta lo que le ha enseñado en los ensayos. Durante el concierto no tiene mucho trabajo. El trabajo se ha hecho antes, y ahora es cuestión de los músicos hacer que las notas discurran de la forma que él ha impuesto, ensayo tras ensayo. Pero antes de los ensayos hubo meses de un trabajo tan importante o más en los que el director estaba sólo con la partitura, leyéndola, aprendiéndosela, anotando signos. Tuvo que decidir el tempo, rápido o lento. Decidir la sonoridad de fff o la suavidad de ppp. Los signos del compositor no son nunca muy exactos. ¿Qué significa allegro con fuoco? Rápido y fogoso. Pero ¿hasta qué punto rápido? ¿Y qué tiene que ver el fuego con soplar maderas y rascar tripas de gato?

Cuando un director aficionado se hace cargo de una orquesta, la obra interpretada es siempre algo que los músicos ya conocen bien. Una sinfonía de Beethoven, preferiblemente la quinta. El vuelo del moscardón. Seda el compás de entrada, y como el hombre que dirigió Benvenuto Cellíni, de Berlioz, por primera vez, ya se puede sacar la caja de rape. Si la obra es La siesta de un fauno, de Debussy, ni siquiera hace falta el compás de entrada. Se hace una señal con la cabeza al primer flauta diciéndole "empiece cuando quiera". Lo que un director aficionado no puede hacer, incluso con una obra extremadamente conocida y aburriendo a una orquesta, es organizar el equilibrio, asegurarse de que los instrumentos de viento no sean apagados por los de cuerda y estos dos por los metales. Compositores como Beethoven dieron f a las trompetas y a las flautas en un tutti, asegurándose así que las flautas no se oyeran. El buen director arregla esto, lo arregla en el ensayo. En el concierto, el trompeta recuerda que debe tocar un f y el flautista que tiene que tocar ff o incluso fff.

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Mucha gente cree que el trabajo principal del director es marcar el compás. Hay algo de cierto en ello. Compás hacia abajo, a la izquierda, a la derecha, hacia arriba. Pero muchos directores se equivocan bastante en el tiempo. En cierta ocasión estaba en un ensayo y el director (muy famoso, aunque más vale no mencionar su nombre) reprendía a los músicos despiadadamente. "Los instrumentos de cuerda suenan imperdonablemente ásperos", gritaba. "Y los de viento tan pálidos como manteca. Los metales, fatales. Una vergüenza. Pero mejor me callo o se vengarán ustedes en el concierto". Un hombrecillo de la fila de atrás de los segundos violines dijo: "Sí. Seguiremos su compás". Entonces, ¿qué sacaba la orquesta de este célebre maestro? Principalmente su sentimiento por la música, expresado en sus ojos y en sus gestos, en su lenguaje corporal, en la curiosa ilusión de que era él mismo quien tocaba la música en un teclado humano llamado orquesta. Él se peocupaba, eso era lo importante. A un montón de músicos orquestales les importa todo muy poco. Hacen su trabajo, cobran, se preocupan más de las imposiciones del sindicato que de un Beethoven o un Schubert agonizantes. Mi viejo profesor de violín tocaba en la Hallé Orchestra de Manchester. Odiaba la música, o por lo menos eso me decía, pero lo único que sabía hacer era tocar el violín. Necesitaba un director que le infundiera amor a la música, al menos temporalmente. Todo lo demás era técnica.

Así pues, las orquestas necesitan directores (da igual que muevan una batuta desde lo alto de un podio o que hagan señales con la cabeza desde un piano, o que muevan la cabeza y los hombros desde detrás del atril de un violín). Los necesitan en los ensayos; no necesariamente la noche del concierto. Pero se equivocan los amantes de la música que corren a comprar entradas porque va a dirigir el maestro Stronzo o Pferdscheisse. La música es lo primero, y es mejor oír a un Beethoven mal dirigido que a un Victor Herbert bien dirigido. Beethoven, más o menos, puede cuidarse de sí mismo; lo kitsch tiene que derramar encanto por todas partes, como si fuera mantequilla de cachuete. Usted mismo, con confianza, puede subir a la tarima, coger la batuta, dar la entrada y lanzar a los músicos a interpretar el himno norteamericano.Pero no se puede hacer lo mismo con Stravinski o Schonberg. No se pueden evitar los meses de preparación solitaria ni las horas de arduos ensayos. Dirigir es, finalmente, un arte a puerta cerrada. Lo que se ve en la sala de conciertos apenas merece la pena.

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