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Por una democracia racionalmente egoísta

Félix de Azúa

El desfile de manifestantes católico-derechistas que ocupó Madrid educada y ordenadamente el pasado día 18 no provocaba ya la ira de quienes en otro tiempo fueron sus víctimas; por el contrario, la sonrisa ha sido general. Lo mismo sucederá cuando veamos, dentro de poco, a los colaboradores de Videla desfilando por Buenos Aires para exigir libertad para los torturadores oprimidos. El uso que se hace desde la derecha de la palabra libertad es casi tan esclarecedor como el uso que hace de palabras como materialismo, revolución o subversión. Por lo común, una de las dificultades mayores para comprender el lenguaje reaccionario es que utiliza términos acuñados desde posiciones teóricas bien definidas, pero dándoles un uso completamente caprichoso. Ésta es la causa principal de que aparentemente la derecha pueda mantenerse sin un pensamiento propio.No hay nada tan esclarecedor como el empleo de las palabras agresión o militarización aplicadas, por ejemplo, a Nicaragua desde EE UU. Nada tan esclarecedor como la frase ideología materialista utilizada por los propietarios de la más embrutecedora opresión tecnológico-financiera. Nada tan esclarecedor como la exclamación "¡Viva España (o Chile, o Chihuahua)!" en boca de los vendedores de patrias, verdugos de compatriotas y súbditos del dinero. No hay una sola frase de la retórica así llamada liberal conservadora que no sirva de ejemplo para el esclarecimiento de los verdaderos contenidos de esa retórica.

Pero tal disfraz del contenido es una práctica imprescindible para la voluntad de poder de los grupos dirigentes. Es imposible utilizar términos claros y distintos cuando lo que se propone como solución a las ansiedades presentes es el puro crecimiento de lo que hay: mayor tecnología, mayor control paramilitar, producción esquizoide, colonización económica del débil, embrutecimiento generalizado, etcétera.

No se trata de una mentira, sino de la necesaria ocultación de los contenidos verdaderos para que la democracia (es decir, la democracia industrial) pueda servir a sus verdaderos fines. La derecha -o, lo que es igual, la fuerza- es la verdadera dueña y manipuladora de la democracia desde el siglo XVIII, y es prácticamente inconcebible una gestión de la democracia por parte de la izquierda. Se trata tan sólo de revestir la ideología progresista con disfraces más o menos verdaderos que ocultan al beneficio real de la administración democrática. Así, algunos políticos afirman que Ronald Reagan, por reducir el aparato estatal, se encuentra más cerca de una utopía libertaria que los ejecutivos socialistas, los cuales tienden necesariamente a reforzar el aparato administrativo, que es su mejor aliado. Y lo afirman de buena fe, como si realmente hubiera opción, como si se tratara de una elección libre de los votantes el adoptar una u otra política. Pero ambas responden a la misma necesidad: la de controlar los mecanismos de conservación de lo que ya hay, cuyo deslizamiento, en sociedades tan mineralizadas como las europeas o la americana, puede conducir a una catástrofe. Se vota siempre con resignación meteorológica. En períodos de quiebra no hay otra alternativa que la nacionalización, si uno no quiere quedarse sin clase dirigente; en períodos de despegue, el control puede volver a la iniciativa privada, ya que los riesgos son aceptables. Pero es esencial mantener la ficción de que es posible elegir, por ejemplo, entre socialistas y (así llamados) liberal-conservadores, por motivos de racionalidad y progreso.

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De manera que un desfile de católico-derechistas, tomando el relevo de la resistencia y utilizando iguales armas y palabras (con la diferencia de que ahora no hay represalias), no es otra cosa que la sustancia misma de la democracia, pero no en el sentido que le ha dado algún comentarista que, por así decirlo, le ha concedido a los manifestantes el derecho a manifestarse de un modo insoportablemente paternalista, sino en el sentido más fuerte de que en la democracia las palabras, las nociones, carecen de contenido real y pueden emplearse en sentidos distintos, contradictorios y aun insensatos, exactamente igual que en la publicidad, su aliada estructural. En una democracia es imposible decir nada real y verdadero, porque se hundiría de inmediato el código que permite jugar. Es inimaginable que un diputado diga lo que realmente opina, como es inimaginable que su opositor le responda cuanto sepa acerca del asunto. Ésa es la enorme ventaja de la democracia frente a la dictadura. Un dictador puede decir lo que piensa (el almirante Carrero dijo que prefería la destrucción atómica antes que permitir el pecado mortal, y decía lo que pensaba); un demócrata, jamás. El torero muere realmente en el ruedo; el cantante de ópera arriesga mucho, pero es dudoso que muera de un fracaso. Desde el punto de vista racional y progresista, la ópera es la superación del toreo, por ser una representación que sustituye el contacto físico por el juego simbólico. La democracia es a la ópera lo que la dictadura es al toreo.

Así también, las acusaciones de corrupción por parte de los así llamados liberal-conservadores contra los socialistas no han sido sino otro ejemplo de utilización democrática de palabras sin sentido. ¿Cómo es posible que un técnico de la Administración del Estado como Manuel Fraga acuse a otro de algo que ambos saben médula y fundamento de toda política? Que un partido como Alianza Popular utilice el término corrupción en un sentido peyorativo es de por sí un sinsentido. La palabra corrupción debiera asumirse como lo que es: el pago de servicios por la defensa de egoísmos sectoriales. Y ésa es la razón misma de ser de la democracia. Enconarse en ese tema es necesario para disfrazarlo.

Si la democracia debe estabilizarse en España (deseo que manifiestan de cuando en cuando algunos notables cargos administrativos, financieros o militares, que son justamente los únicos que pueden desestabilizarla), es absolutamente primordial hacer comprender a los súbditos que la democracia es el único sistema que garantiza los egoísmos privados. Que una democracia sólo funciona si el voto es absoluta y radicalmente interesado, y que una votación decidida por motivos estéticos o viscerales contra el beneficio personal es una votación falseada y, por tanto, una votación que pone granos de arena en la maquinaria del reparto. Y eso sí que desestabiliza las democracias: que el reparto no responda exquisitamente a factores de fuerza bruta entre sectores en lucha. Algo así como una función de ópera frente al reparto salvaje de los dictadores-toreros.

Sin embargo, la asunción del egoísmo como imperativo tropieza con nuestras atávicas convicciones cristianas. La memoria de lo que fue el cristianismo: la condena de la usura y la avaricia, la obligación imperativa de la caridad (otro elemento que acaba con la democracia en tres días), el miedo a la soledad completa como resultado de la gerencia estatal del egoísmo, éstas son las creencias que disturban las decisiones de los votantes y producen efectos extraños. Tan extraños, pero tan comprensibles, como la manifestación de católico-derechistas gritando libertad y también enseñanza, como si tales palabras hubieran adquirido para ellos, de pronto, un significado beneficioso.

Por fin comprenden estos poscristianos que la caridad (bien entendida) comienza por el egoísmo, y su egoísmo comienza a percatarse de los beneficios que pueden obtener de la gestión democrática. Han descubierto el valor progresista del disimulo. Debemos regocijarnos por ello.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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