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Alemania, un proyecto de futuro

A poco de acabada la II Guerra Mundial tuvo lugar un congreso científico internacional. Asistía el gran físico y premio Nobel alemán Max Planck. En el congreso, su intervención fue anunciada con las palabras "Max Planck, no country", sin país.Para el mundo, Alemania había sido borrada del mapa; no country.

Muchos alemanes pensaban de la misma manera. La catástrofe provocada por Hitler les había conducido a una depresión vital sin parangón. El futuro nunca había sido tan incierto.

El centro de Europa estaba en ruinas, pero vivían allí 70 millones de personas unidas por un idioma, una historia, una cultura, atormentadas por un sentido de culpabilidad por las atrocidades cometidas en su nombre. Pero los alemanes no se habían quedado sin país. Su territorio había sido amputado. Su Estado había desaparecido. Pero seguían siendo una sociedad, una nación.

Lo que se ha llamado la cuestión alemana, adquiriría con el tiempo nuevos perfiles. El motivo es simple: Alemania está en el centro de Europa y al centro no se le puede marginar. La historia alemana ha seguido después de Hitler. La cuestión alemana sigue abierta hasta hoy, como acaso siempre haya sido desde que el 14 de febrero de 1842 los reyes francos Carlos el Calvo y Luis el Germánico se juramentaron en una asociación germánica.

Desde entonces nada hay tan perdurable en la organización política de Alemania como la mutación. Su estructura estatal ha sido un continuo tejer y destejer. Su devenir fluido está caracterizado por la imprevisibilidad.

Nunca ha habido una respuesta definitiva a la cuestión alemana: ni en la Edad Media, ni después de la Guerra de los Treinta Años en el siglo XVII, ni hasta las últimas décadas del siglo XIX. No fue la última palabra el Reich de Bismarck de 1871. Resultaron vanos los esfuerzos de Guillermo II de dar permanencia al Estado alemán alterando el equilibrio europeo a su favor. Finalmente, el intento megalómano de Hitler de obtener la categoría de potencia mundial para Alemania abocó en la división actual del país y dejó sembrado el mundo de cadáveres.

Pero Europa ño se puede agotar en estar escindida en su parte central por una línea divisoria entre dos sistemas antagónicos con una ciudad de dos millones y medio de habitantes, Berlín occidental, en situación de isla.

La cuestión alemana, se quiera o no, es la clave del futuro de Europa. Podremos darle la espalda, ignorarla algún tiempo; no por ello dejará de atraparnos a la vuelta de la próxima esquina histórica.

Lo que caracteriza la situación alemana es que, comparada con la de otros pueblos, ofrece más diferencias específicas que género próximo. Contrariamente a lo que sucede en los demás, en Alemania la nación no se ha hecho desde el Estado, sino que ha existido antes y después del Estado.

La cuna de la Alemania de nuestros días es la provisionalidad. Una provisionalidad definida por acuerdos de la posguerra entre las potencias vencedoras. No hay tratado de paz.

Este régimen de provisionalidad contiene en sí gérmenes de limitación de soberanía de los dos Estados que han surgido en suelo alemán después de 1945. Al mismo tiempo, estos derechos residuales de los vencedores son la garantía de la libertad de Berlín occidental.

Se estableció un consenso entre las grandes potencias sobre la situación en el centro de Europa. Los cambios territoriales de la posguerra fueron confirmados indirectamente por vía de declaraciones de renuncia a la violencia.

La situación se pudo consolidar por una serie de acuerdos: los acuerdos de Moscú, de Varsovia y de Praga de 1970, el Convenio Cuatripartito sobre Berlín de 1971 y el Acuerdo Básico entre la República Democrática Alemana y la República Federal de Alemania de 1972.

Los derechos aliados, que aparentemente limitan la soberanía alemana, han impulsado por razones de oportunidad política la autogestión de ambos Estados alemanes. Cada una de las Alemanias es hoy en día el número dos dentro de su alianza y muestra una creciente voluntad de poética autónoma. La larga duración de la partición de Alemania no ha opebrado el sentido de identidad nacional, las dos partes del país no se ven de forma irreconciliablemente diferentes, recuerdan su ayer y esperan algo en común para su mañana.

Ninguno de los dos Estados cierra la puerta a una posible futura unión alemana. Las dos Alemanias parten de un contenido antagónico en cuanto a dicha posible unión. La República Democrática Alemana la ve bajo signo comunista; la República Federal de Alemania bajo el signo de la democracia liberal, pero ambas consideran la unidad posible, aunque en un futuro lejano.

En 1983 casi dos millones y medio de alemanes de la República Federal han visitado la República Democrática. A la inversa, casi un millón de la República Democrática, generalmente mayores de 65 años, han visitado Alemania Occidental. Por las carreteras de tránsito hacia Berlín pasan anualmente más de 20 millones de personas alemanas y extranjeras. ¿Qué han visto estos viajeros, qué les ha parecido distinto o idéntico?

Reduzcamos primero los fenómenos de mimetismo con respecto a las superpotencias ocupantes a su justa proporción. En Alemania Oriental, la rusificación de la posguerra se ha ido diluyendo aceleradamente. Las ciudades, la gente, las instituciones vuelven a ser más alemanas.

Una primera ojeada a Alemania Occidental no suele conducir a los extranjeros a la misma conclusión respecto a la influencia norteamericana. Ven en el ritmo de vida, en la apariencia de la gente, en los gustos de consumo y en la organización del trabajo una fuerte americanización. Se trata de un error de apreciación. Confunden modernización con americanización. La moderna sociedad tecnológica fue desarrollada primero en Estados Unidos. Quienquiera que comparta este tipo de vida está aparentemente americanizado. Lo mismo se afirmaría hoy en día de Japón.

La República Federal de Alemania está abierta al mundo y vive de un constante movimiento de bienes y servicios, de personas y capitales. Es una de las sociedades más abiertas al mundo. Esto acarrea una permeabilidad muy superior a la de la República Democrática Alemana.

Pero también hay que matizar este aspecto. La población de Alemania Oriental participa indirectamente de todas las transformaciones de la sociedad alemana occidental a través de la televisión de la República Federal, que ve diariamente.

Así, pues, la sociedad de la República Democrática es, también gracias a esta televisión, el país más occidental de Europa del Este. Por su orientación, en virtud de la red densa de relaciones familiares, culturales, económicas, humanas y espirituales con Alemania Occidental, Alemania Oriental mira hacia Occidente. Por trabajo propio, capacidad técnica y ayuda de la República Federal -sólo este año se ha concedido un crédito de 60.000 millones de pesetas- es el país con el nivel de vida más elevado de Europa Oriental.

Es un país que no está separado por tarifas aduaneras de la República Federal de Alemania. Queda así integrado en la tarifa aduanera del Mercado Común. Es, indirectamente, el miembro número 11 de la Comunidad Económica Europea.

Los alemanes del Este y del Oeste comprenden que su problema nacional está inmerso en el problema histórico de la recuperación de la personalidad europea y en el de las relaciones de fuerzas entre las dos superpontencias. Saben que sus padres y abuelos han sido los causantes de una situación dolorosa en Europa. De ahí nace entre ellos, en el Este y el Oeste, una noción nueva, la noción de la "comunidad de responsabilidad" de los alemanes.

Tienen que tener paciencia. Sólo enmarcando la cuestión alemana dentro de las alianzas existentes, sólo utilizándola como punto de partida para una política de distensión entre los dos bloques, se podrá devolver a Europa su personalidad y a Europa Central su papel de puente entre Occidente y Oriente.

Hay que distender la cuestión alemana, quitarle rigidez. Hay que darle otra calidad, la de una cuestión que afecta a los intereses de todos. No se trata de hacer pangermanismo sino de hacer paneuropeísmo. Lo que hagamos para mejorar la situación de las dos Alemanias lo hacemos también para las dos Europas. El movimiento de unidad europea que tiene su piedra angular en el Tratado de Roma obtiene de allí una legitimación adicional. Quien quiere la Europa unida tiene que querer el puente entre Este y Oeste.

La nación alemana se ha sobrepuesto en el curso de su historia a divisiones más profundas que la actual. Ha sobrevivido a la partición en distintas confesiones religiosas y la fragmentación estatal de la nación alemana en el pasado: 194 principados, cincuenta y tantas aduanas, treinta y tantas monedas hasta principios del siglo XIX.

Una sociedad que ofrece esta capacidad de transformación puede aportar algo importante si se le otorga confianza. Encuadrada en un ámbito de tolerancia, ligada al equilibrio de fuerzas globales existente, pueden nacer de este pueblo impulsos que disminuyan el choque de los sistemas ideológicos y la carrera armamentística. No basta con controlar e inspeccionar mutuamente cohetes y ojivas nucleares. Para estabilizar la paz mundial hacen falta contactos humanos, intercambios culturales, comercio, cooperación industrial, ayuda a los países en desarrollo, esfuerzos para preservar el acervo ecológico. En suma, hay que potenciar lo que nos une.

En el mundo de las ideas y de la psicología Europa no puede terminar en el muro de Berlín. Europa y Alemania tendrán que dar un salto mental hacia el futuro.

Las soluciones federales que Alemania Occidental ha desarrollado y ha integrado en la utopía política de la unidad europea es una simiente fructífera. Puede contribuir a mitigar la participación de Europa. En la medida en que la República Democrática Alemana, por su parte, siga acercándose al principio de autodeterminación de sus ciudadanos, surgirán, en conjunción con el fe-

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deralismo de Alemania Occidental, nuevas bases para una libre y legítima relación especial con la República Federal de Alemania.

Sería atrevido dar a esta asociación, ya desde ahora, el nombre de confederación, y es aún más improbable que se logre una federación de Estados. Acaso el término indefinido pero elástico de "unión", tal como lo venimos utilizando cuando hablamos de la unión de Europa, nos pueda servir de punto de orientación.

Una relación especial entre los dos Estados alemanes, tolerada y fomentada por las superpotencias y sus vecinos, asentada sobre un desarrollo ulterior de tratados que ya existen y con ciertos perfiles de personalidad internacional en un futuro lejano no me parece una utopía.

La viabilidad. de nuestros proyectos comunes para Alemania se verá mucho más inhibida por la cuestión de la relación de fuerzas que por las diferencias sustanciales de las ideologías. Las ideologías que nos separan datan del siglo XIX.

No pueden ofrecer respuestas exhaustivas a nuestras dificultades- de hoy ni a nuestros quebraderos de cabeza de mañana, se desgastan. Nos lleva a la cuestión de la voluntad política imperante en cada uno de los dos grandes centros decisorios que hay en el mundo.

Esta voluntad política sólo puede ser influenciada en sentido positivo si se crea confianza. Esto no puede signifivar otra cosa que una política de distensión.

Si alcanzáramos -aunque fuera después de décadas- la situación de la "Unión alemana" dentro de una nueva configuración de relaciones Este-Oeste y sin alterar la pertenencia de cada una de las partes a su alianza, sobraría la pregunta de si existe una o si existen dos Alemanias y habríamos completado la idea de Europa, de la que espiritualmente forma parte España desde siempre y próximamente también en términos políticos y legales. El resto, si así lo quiere, lo hará el tiempo. "Nunca hice historia", decía Bismarck. "Sólo esperé a que la historia se realizará".

(Versión abreviada de la conferencia pronunciada por el embajador de la República Federal de Alemania, doctor Guido Brimner, en el Club Siglo XXI el 26 de noviembre de 1984).

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