Música celestial para un museo difunto
LA HISTORIA del Museo Español de Arte Contemporáneo, cuyo director acaba de ser destituido con un retraso que los contribuyentes no merecían, y cuyo patronato ha iniciado desde cero su nueva actividad, está sembrada por una larga letanía de soluciones aplazadas que ha adquirido ya el soniquete indolente de una salmodia en honor de la fatalidad. Aunque para disimular su inmovilismo patético cambie periódicamente de nombre e incluso de emplazamiento, se llame Museo de Arte Moderno como antaño o MEAC como en la actualidad, esté de prestado en la Biblioteca Nacional o en su emplazamiento de la Universitaria, su patética realidad queda por igual siempre al descubierto: antes y ahora, con ligeras variaciones, su colección de obras dista mucho de representar ni tan siquiera lo más elemental del desarrollo del arte español contemporáneo. Y en lo que se refiere a la creación internacional, sus carencias son tan absolutas que agobia incluso mencionarlas. El mal viene de lejos, y se hizo crónico durante el franquismo.Si un museo destinado a albergar los testimonios artísticos del presente era necesariamente una paradoja insalvable para un régimen cimentado en la perpetuación del pasado, parecía en cambio que debería convertirse en plataforma predilecta para la acción cultural de una democracia avanzada, como por lo visto es la nuestra. Desdichadamente, no ha sido así. Es cierto que, de un tiempo a esta parte, el MEAC se ha convertido en el apeadero ocasional de alguna gran exposición cuya envergadura ha obligado a desalojar la exhibición de sus fondos permanentes. Pero el museo carece de una política de exposiciones. Es cierto, asimismo, que en los últimos tiempos ha visto alguna dotación económica espectacular para compras. Pero enmohecida tal práctica y dictada con las urgencias del oportunismo, el remedio resultó peor que la enfermedad, y las nuevas adquisiciones un fiasco tachado de las más negras sospechas.
¿Qué hacer? Lo primero es reconocer la situación lamentable en que se halla la institución. Falla por su emplazamiento, alejado del centro urbano; por la inadecuación del edificio respecto a los fines que se le supone asignados; por su anacrónico organigrama, que le lleva a ignorar aspectos esenciales de la creación contemporánea, como la fotografía, el vídeo, el diseño; por la ridiculez y el carácter obsoleto de sus servicios culturales de prestación pública permanente; por su nula capacidad en la articulación de un programa de actividades temporales, que no debe circunscribirse a las exposiciones, aunque éstas, naturalmente, deban ocupar un lugar prioritario; por su total desconexión con otros centros internacionales similares, que se benefician de intercambios fluidos; por su arrogante distanciamiento de los problemas que vive el mundo del arte actual en nuestro país, ya ignorando a los artistas, críticos, galerías o a cualquier otro elemento relacionado con él; por su falta de iniciativa para interesar a la sociedad en los problemas que le aquejan como institución, problemas que no puede resolver sólo el Estado y que podrían ser aliviados con el concurso de asociaciones de amigos, tal y como hoy ocurre en los mejores museos del mundo, el del Prado incluido; por la penuria de sus fondos permanentes, que se agrava día a día al no cubrir las graves ausencias del pasado y no atender tampoco a las compras más asequibles del presente.
Sería una injusticia culpar de todas estas desdichas a los responsables directos del MEAC en el pasado, en el presente, y, de seguir las cosas así, en el futuro. Han carecido de medios, de estímulos, y, lo que es peor, de una orientación global en la que encuadrar su acción. Esto no está dicho con voluntad de descargo, sino de legítima complicación en el entuerto moral de quienes tenían sobre ellos responsabilidades superiores. Siguiendo esa curiosa y detestable -por antidemocrática- costumbre que el Gobierno socialista tiene de no hacer las cosas cuando las solicita la opinión pública, la dirección del MEAC ha sido descabezada nueve meses después de graves escándalos sobre la gestión del museo. El ministro de Cultura quería aprovechar una ocasión propicia para actuar en contra de esos desafueros sin que pareciera que eran las denuncias de los ciudadanos las que le provocaran su gesto. Un despilfarro de millones y una política de favoritismos no fueron razón suficiente para expulsar al director. Sí lo fue el que éste no saludara cortésmente y a su tiempo al ministro. Mientras tanto la política de bellas artes ha llegado a la total decrepitud, y los que llegan tienen ahora la tarea mucho más dificil. Eso sí, el señor ministro ha demostrado quién manda aquí.
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