Las manos sucias
Los casos de Manuel Vázquez Montalbán, aceptando el puesto de consejero cultural de la Generalitat, y el de Julio Caro Baroja, dimitiendo del Consejo de Administración de Euskal Telebista, ponen sobre el tapete, una vez más, el complejo teorema del compromiso del intelectual, tópico sociológico equivalente al artístico de la forma y el contenido, entendiendo por tópico al problema sin resolver. Ambos casos forman un binomio positivo de conductas, puesto que los comportamientos de los protagonistas se corresponden con sus caracteres vitales; el primero es un luchador correoso, casi me atrevería a decir que barriobajero, fajador nato; y el segundo es un pensador solitario que presume de viejo, casi me atrevería a decir que desde niño: no en vano sus amigos les llaman, respectivamente, Manolo y don Julio. La sorpresa, el punto negativo, lo hubiera constituido la dimisión de Manolo y la aceptación de don Julio, y es que hoy el compromiso, complejo y paradójico como nunca, gira esencialmente alrededor del silencio; no hay que guardarlo, por más que se pase por maleducado (haga el favor de callar cuando yo interrumpo), en contra de la tendencia aristocratizante de no mancharse las manos y destacar a través de clamorosas ausencias. A uno le gusta denunciar a pie de obra y a otro desde su estudio; esa es la diferencia en los dos casos expuestos.Desde hace tiempo sostengo que la muerte del intelectual, al menos en nuestro país, su falta de credibilidad, el poco peso específico de sus opiniones, de su firma al pie de un manifiesto, proviene de su falta de compromiso. El tiempo de Sartre y su inolvidable Las manos sucias ha pasado, por fortuna, en cuanto a la renuncia de la conciencia individual, a favor de una acción general promotora de un beneficio superior; la famosa supeditación al intelectual orgánico ya no funciona, muy pocos aceptan ya eso de más vale equivocarse dentro del partido, claustro materno, que acertar fuera de su seno nutricio; pero, por desgracia, también son muy pocos los que hoy se arriesgan a comprometerse con una situación sociopolítica que les desconcierta, pues en cierta medida conduce a la insólita circunstancia de tener que colaborar (a veces) con el poder establecido.
Los intelectuales se autodefinen como de izquierdas y su hábitat natural ha sido la oposición al poder de la dictadura, un ejer-
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cicio peligroso, pero tranquilizador de conciencias; hoy, con un Gobierno socialista, el compromiso debería ser el de una colaboración crítica, ejercicio nada espectacular y encima desasosegante. Como en el circo, se trata de un más dificil todavía, y así, cuando por primera vez son invitados a la Zarzuela, se les ve deambular bajo los toldos del jardín palaciego como en el filme de Alexander Kluge Los artistas bajo la carpa del circo: perplejos.
La postura de izquierdas atenaza a muchos honestos; es duro el colaboracionismo, por más crítico que lo intentemos, y máxime cuando la derechización del Gobierno es obvia con relación a la ideología del partido que lo sostiene; pero hay que recurrir a la historia para soslayar el prejuicio y disculpar la praxis. El actual Gobierno tiene que bailar con la más fea (y pobre) después de cinco siglos de otros Gobiernos bailar con la más guapa (es un decir). En vez del papel heroico de matamoros, le corresponde hacer el ramplón papelillo del chupatintas, el de echar las cuentas de cinco siglos de historia y conseguir el inverosímil empate del debe-haber de toda contabilidad que se precie y sobre la que se quiera edificar algo serio. Sagunto, ¡ay Sagunto! Más heroico que reconvertirte sería continuar con el verso..., Cádiz, Numancia, Zaragoza y San Marcial; pero ¿qué sería más práctico? Los intelectuales de izquierdas deben asumir el que sean las izquierdas las que en España realicen la revolución burguesa, la racionalización del caos, que las fábricas fabriquen y los funcionarios funcionen, porque alguien tiene que hacerla; la naturaleza no da saltos, y si no se pasa por la horca caudina de la revolución del management, nos quedaremos eternamente en su estadio previo. Los milagros, como la generación espontánea, no existen. El cambio es el paso de lo irracional a lo lógico; triste cambio, pero imprescindible. Quien no lo comprenda, que no se queje después de incomprendido.
El compromiso crítico no es el mosqueteril lema de "estoy con los míos con razón o sin ella", sino el de "estoy con la razón y les haré razonar a los míos". Puede que no sea algo tan complejo, que tan sólo sea el compromiso del intelectual con su conciencia, una actitud que manifieste en sus obras, pero también en sus intervenciones públicas. En definirse sobre puntos concretos sin perder la vista panorámica está la clave. No hay que renunciar a este segundo papel publicitario, pues los que nunca cambian la chaqueta, los que tienen la tremenda habilidad de lucir siempre la chaqueta del que manda, siguen de voceros. Hay algunos, más de los que parece, y los que no han conseguido micrófono velan armas en el patio de la Fundación Cánovas del Castillo. Quizá los ejemplos, tan contrarios, de Vázquez Montalbán y Caro Baroja sirvan de pauta para el nuevo compromiso. Los dos tan ajenos a los Gobiernos central y autonómicos. Demuestran que el mancharse las manos sigue siendo algo honroso, salvo cuando la suciedad proviene del soborno o de la sangre, y que lo deshonesto es pedir que sólo se las manchen los mecánicos.
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