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La prosa de Wellington

Durante seis años, el general Arthur Wellesley luchó en el territorio de nuestra Península contra los ejércitos ocupantes de Napoleón. Fue la suya una gesta de dimensión hercúlea y representó la consolidación ascendente de su prestigio militar que iba a ser reconocido en toda Europa. La victoria final de Waterloo que acabó con la aventura bonapartista es la que le hizo entrar por la puerta grande de la historia debido a la trascendencia del acontecimiento. Pero la parte esencial de su carrera profesional se desarrolló en la que los historiadores ingleses llaman la guerra peninsular y nosotros la guerra de la Independencia.Muchas veces me he preguntado cuáles son las razones por las cuales la lucha por la independencia española, que duró de 1808 a 1814 y costó a nuestro pueblo, además de inmensas pérdidas materiales, centenares de miles de muertos, ha quedado desvanecida en la memoria nacional a pesar de su relativa cercanía en el tiempo. Y no se trata en modo alguno del deseo de evocar sentimientos de hostilidad hacia nuestra República limítrofe por aquella agresión y anexión injustificadas, sino por el hecho de que las gestas populares forman parte de la personalidad de un país que, como todos los entes vivos, tiene necesidad de la memoria colectiva para subsistir en su identidad. Acaso fue la ojeriza de Fernando VII, cuya mala conciencia de los años de Valençay le hacía ver con recelo y hostilidad a los caudillos de la insurrección guerrillera, la razón de esa postergación. O quizá las tremendas guerras civiles del siglo XIX oscurecieron el friso de las efemérides de la independencia. El caso es que tampoco de WeIlington -el Velintón de las coplas callejeras y de los campamentos- se tiene excesiva recordación, a pesar de su tenaz, admirable, decisiva intervención para limpiar el territorio español de soldados de Napoleón.

Todos los días, de seis a nueve de la mañana, salvo en las jornadas de batalla, escribía el general en jefe británico, de su puño y letra, despachos, instrucciones, cartas oficiales y particulares a su Gobierno, a sus mandos superiores, a los subalternos y a sus amigos de Londres. Este rico archivo que contiene millares de documentos, fechados en España y en Portugal, constituye una versión personal de la guerra de la Independencia realizada por uno de sus máximos protagonistas. Un notable escritor inglés, Julian Rathbone, novelista de gran éxito especializado en relatos de suspense, que ya se asomó a la España de esa misma época con un volumen de historia novelada titulado Joseph, ha logrado la difícil síntesis de coordinar lo esencial de esos documentos con su propia interpolación explicativa del curso de los hechos. Así ha visto la luz el libro titulado Wellington's war, una lectura de alto interés para los que se asoman con curiosidad a la primera guerra nacional que hizo España junto a sus aliados militares, Inglaterra y Portugal.

La prosa de WeIlington es seca, cortante y precisa. No perdona detalle ni exime responsabilidades. Señala los defectos organizativos, los errores tácticos cometidos, los fallos humanos, la debilidad estructural de muchas unidades de su ejército. Y reconoce el comportamiento adversario con gallarda imparcialidad. Tiene constantemente palabras laudatorias para los aliados españoles y la valerosa audacia que demuestran una y otra vez en la campaña. La silueta tradicional de Wellington como hombre altivo, nada propenso a la sonrisa, duro con sus soldados y ajeno a la cordialidad, se revela a través de estas páginas como lo que verdaderamente era, es decir, un soberbio profesional de la milicia, previsor minucioso, organizador eficaz, cuidadoso de los mil detalles de un gran ejército en campaña en territorio ajeno, prudente en sus decisiones pero implacable en su ejecución. WeIlington vivía las 24 horas del día la misión altísima que se le había encomendado. Estudiaba a la lupa los mapas, los informes que le llegaban del campo enemigo, las confidencias de los espías y los interrogatorios de los prisioneros. Y con ello se creaba cotidianamente una perspectiva de la situación. Los catalejos de campaña eran entonces el instrumento de máximo alcance que aproximaba la imagen del enemigo fuera del alcance del tiro de los fusiles. Es curioso leer su descripción de los generales franceses enemigos, en los momentos iniciales de una batalla, redactando urgentemente unas instrucciones para sus ayudantes que por el gesto trataba Wellington de intuir. Toda esa escena era observada a través del anteojo que le acompañaba siempre en los combates como auxiliar preciosísimo.

Le irritaba sobre todas las cosas la desobediencia de sus jefes y subordinados cuando tomaban por sí mismos iniciativas no previstas. Y más aún la indisciplina de una buena parte de sus hombres, en general reclutas bisoños llegados desde Inglaterra que desertaban y saqueaban a sus anchas los poblados españoles cercanos al campo de los combates. Los papeles relativos a la batalla de Vitoria y al gigantesco convoy que fue tomado al ejército del rey José, repleto de objetos artísticos, joyas, dinero, tapices, alfombras, muebles y ropa que se llevaba el intruso desde su fenecido reino, relatan cómo fue a su vez asaltado y expoliado ese convoy por grupos de soldados ingleses que se repartían el botín en medio de un caos generalizado de bailes, cánticos, pendencias y borracheras. Más de 2.000 soldados británicos desertaron esas noches posteriores a la batalla de las filas de sus regimientos y vagaron durante muchos días por la llanada alavesa y por el cami-

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no de Salvatierra tratando de buscar escondites para el producto de sus despojos.

Fue tan grande la destrucción organizativa causada por esa masiva deserción que hubo que retrasar unos días la persecución de las unidades vencidas en la batalla de Vitoria. Wellington ardía en cólera por lo sucedido y escribió en una célebre carta -en este libro reproducida en su totalidad- aquello de que "en el seno de sus propios ejércitos había algunos soldados que provenían de la hez de la tierra". Frase que, sacada de su contexto, dio lugar a enconadas críticas y ataques en la propia Inglaterra por parte de sus enemigos políticos. Pero era al mismo tiempo Wellesley muy humano y generoso hacia los heridos y enfermos de sus unidades y profundamente emocional al ver caer a su alrededor a muchos de sus mejores compañeros de armas en esta sangrienta e interminable guerra. Rathbone recorrió durante una larga temporada los escenarios de las principales batallas de WeIlington en España, levantando mapas y tomando notas de la topografía de esos lugares que en buena parte apenas se halla modificada desde entonces. El itinerario del gran luchador, que empieza en Portugal desde su inicial desembargo en el Mondego, en agosto de 1808, hasta terminar cinco años después en la batalla de Irún, que nosotros llamamos de San Marcial, en agosto de 1813, es un espectacular relato de avances y de retrocesos, de éxitos y de contratiempos, de ofensivas y de retiradas, hasta que con un ejército de veteranos bien pertrechado y curtido en la guerra comienza el último y definitivo empujón bélico desde Badajoz, Ciudad Rodrigo y los Arapiles hasta Vitoria y los Pirineos.

Es interesante comprobar la extraordinaria importancia que confiere WeIlington a la batalla de Sorauren, junto a Pamplona, último intento del mariscal Soult de rescatar a la guarnición francesa sitiada en la capital navarra y de volver a tomar la iniciativa perdida. Eran ya los años declinantes de la estrella de Napoleón y la retirada de Rusia hacía presagiar la próxima caída del imperio militar francés, militar y moralmente exhausto. Se iniciaron maniobras diplomáticas desde París para dividir a los aliados y ofrecer a Fernando VII una, paz separada que permitiese retirar de España y sus fronteras todas las tropas de ocupación, y entre los proyectos intercambiados se habló en París de hacer la paz de inmediato devolviendo a Fernando VII a Madrid, pero dejando la, frontera franco-española en la línea del Ebro en vez del Pirineo. WeIlington recibió esta confidencia desde Londres, enviada por su Gobierno a primeros de julio de 1813, hallándose en el valle de Baztán, en Irurita, como cuartel general. He aquí su ácida respuesta a lord Bathurst, a la sazón ministro de la Guerra: "Mi recomendación es que no se entregue ni una pulgada de territorio español. Puedo sujetar la línea del Pirineo como asimismo responder de la seguridad de Portugal. Estoy convencido de que soy capaz de mantenerme donde estoy mucho más fácilmente que en el Ebro o en cualquier otro dispositivo dentro de España. Pero voy a ir más allá en mí opinión. Prefiero al rey José como rey de una España independiente, sin cesión alguna a Francia, que tener a Fernando en Madrid con los franceses en el Ebro como frontera. En esta última hipótesis, España caería inevitablemente en la órbita de Francia".

Así opinaba este gran soldado británico a quien respetaron las balas de cañón y de mosquete durante centenares de combates en suelo español. Estaba Wellington convencido de tener una protección especial supranatural que lo mantenía ileso. También tenía la superstición de los truenos, que parecían sonar con especial intensidad en las vísperas de sus grandes victorias, como un presagio celeste.

Muchos años después de terminadas para él las guerras, y convertido en primer ministro inglés, repasó un día estos papeles que ahora se vuelven a utilizar en su más importante contenido y a un amigo suyo le declaró: "Me ha divertido mucho leerlos de nuevo. Son un testimonio de una época que desbordaba energía y acción. Son documentos valiosos. Más que los Comentarios de Julio César, porque César escribió después de los acontecimientos para causar efecto".

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