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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Drogas en España

LA AVASALLADORA irrupción de los traficantes de heroína en nuestro territorio, tanto para ampliar el consumo interno de la droga como para organizar su redistribución en el mercado internacional, y la elevada correlación entre el incremento de delitos contra la propiedad y el aumento del número de jóvenes atrapados por la toxicomanía han suscitado una justificada alarma en nuestra sociedad. La detención en Madrid, a comienzos de la primavera pasada del capomafioso Badalamenti y el escándalo originado por la libertad bajo fianza concedida a Antonio Bardellino (asunto por el que fueron incriminados los magistrados Varón Cobos y Rodríguez Hermida) pusieron de manifiesto las conexiones españolas de una importante red mundial de traficantes de heroína. El informe anual del ministerio fiscal, por su parte, ha subrayado los nexos entre las nuevas formas de la delincuencia juvenil, el desempleo y el consumo de drogas. Finalmente, la adulteración de la heroína está ocasionando numerosas muertes y lesiones, imputadas en ocasiones a las sobredosis, pero debidas en realidad a otras sustancias.Partiendo de esas premisas indiscutibles, la tendencia a confundir los síntomas con las causas y a englobar en una misma condena los efectos nocivos para la salud de la heroína y de los derivados del cannabis está sumiendo a la opinión pública en el desconcierto. Es cierto que la palabra droga remite hoy obligadamente a un horizonte de muertes, robos, atracos y enfermedades, conjunto de horrores y de miserias muy alejados de esa cultura de la transgresión mitificada durante la década de los sesenta por una generación que reclamaba para sí una nueva ética, posteriormente convertida en estética comercializable. Sin embargo, los jóvenes sin empleo de nuestros núcleos urbanos, arrojados a la marginación por la crisis económica, no transgreden, al pincharse con la jeringuilla, un orden que les niegue la esperanza, sino que alimentan un negocio siniestro. De la droga como placer se ha pasado a la droga como ritual suicida; y la búsqueda de paraísos artificiales ha sido sustituida por el chute, que ayuda simplemente a levantarse de la cama. Mientras tanto, los beneficiarios de esos fabulosos negocios -organizaciones amparadas por poderosos padrinos- rara vez terminan en las cárceles donde se hacinan sus más fieles clientes.

Ni la sociedad española ni los poderes públicos han reaccionado todavía con la debida cordura y la necesaria eficacia ante esa amenaza. Las disquisiciones sobre la textura de las drogas y la estéril discusión sobre su dureza o blandura amenazan con ocultar los términos reales que plantea la organizada penetración de la Mafia internacional en nuestro territorio. A veces se habla de las drogas como los inquisidores mentaban al diablo, olvidando que la presencia entre los hombres de esas sustancias tóxicas se remonta casi al origen de su historia, y que el alcohol, el tabaco, los fármacos sedantes y los productos estimulantes se venden legalmente y dejan pingües beneficios a la Hacienda pública. Pero esas jeremiacas voces, en cambio, simplifican hasta la caricaturas reducen a dimensiones represivas las formas de afrontar ese doloroso problema. Porque, parafraseando a Concepción Arenal, la compasión y la ayuda al heroinómano y el odio hacia las poderosas organizaciones internacionales que trafican con el dolor y la muerte deberían ser los únicos principios orientadores de la lucha contra la droga.

Varios centenares de españoles, en su inmensa mayoría menores de 25 años, son recogidos, cada año, de aceras o retretes públicos de nuestras ciudades. Otros mueren discreta, dramáticamente, en hospitales y clínicas, sin que su fallecimiento engrose la lista de víctimas de este auténtico cáncer social. En lo que respecta a los consumidores, las soluciones no pasan tanto por las comisarías y los juzgados como por los planes de ayuda y de rehabilitación que el Ministerio de Sanidad, las comunidades autónomas, los ayuntamientos y las organizaciones privadas deberían desplegar o reforzar. De nada vale encarcelar a las víctimas de la heroína, prisioneras de una dependencia de la que sólo los socorros terapéuticos podrán liberarlas, ni endurecer el Código Penal para castigar a los angustiados clientes de los traficantes. En el terreno de la comercialización, la política represiva suele golpear al modesto camello que actúa como simple eslabón para poder pagarse su propia dosis. Pero es más arriba donde se ha de investigar para desarticular estas tramas negras que causan un número mayor de muertos que el terrorismo. En unas recientes declaraciones publicadas en EL PAIS, Antonio Jiménez Villarejo, fiscal especial para coordinar la lucha contra la droga, exponía las trabas y las dificultades que su labor encuentra en las autoridades gubernativas. La experiencia de otros países, entre ellos Italia, muestra, sin embargo, que sólo la judicialización del combate contra el tráfico de la heroína puede permitir albergar esperanzas sobre su éxito final. En manos del Gobierno está la decisión de ordenar a la Brigada Central de Estupefacientes y al Servicio Fiscal de la Guardia Civil que se pongan a la entera disposición del fiscal especial para hacer posible su tarea.

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