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Tribuna:'La arboleda perdida'
Tribuna
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De Buenos Aires al Trastevere

Yo nunca creí que volvería a Europa, después de 19 años sin pasaporte, durante los cuales sólo pude viajar de Argentina a Paraguay, bien en avión, no más de media hora, o en un barco que atravesaba el río de la Plata durante la noche, dejándonos, algo pasado el amanecer, en el puerto de Montevideo. Pero un día, alguien me comunicó que había aparecido la noticia de que el consulado franquista concedía pasaporte a los exiliados, pero únicamente a aquellos españoles "que no tuviesen las manos manchadas de sangre". Yo, que como era natural pasaba siempre por ser un poeta rojo, me contemplé al punto las mías, y no considerándomelas en absoluto culpables, ya que el color de aquellas manchas eran tan sólo natural en las manos de ellos, recibí, de las del propio cónsul, un flamante pasaporte, que no servía, eso sí, para entrar en España y, menos, en aquellos países donde los oblicuos ojos de Lenin y las níveas barbas de Marx habían inaugurado una era nueva. Así que, instantáneamente, menos España, con aquel pasaporte corrí a visitar todas aquellas naciones que prohibía: Bulgaria, Rumania, Checoslovaquia, Polonia, la Unión Soviética, China... ¡Qué maravilla poder salir a respirar, después de tantos años, forzosamente prisionero, paralizado en el río de la Plata, en la República Argentina, amada de verdad, pero cada vez más estrecha y preocupante después del peronismo, de aquellos cohibidos Gobiernos democráticos, amenazados, hasta su extinción, por las "engalonadas panteras" militares!, después de allanada mi casa, varias veces y de noche, por la policía; después de encarcelados, entre otros, escritores como el gran novelista guatemalteco Miguel Ángel Asturias, cundiendo el pánico en las editoriales, en las universidades, en el teatro, cerrada hasta la posibilidad de viajar a Uruguay, decidimos regresar a Europa para esperar, desde más cerca -¡alguna vez sería!- el posible derrumbe del régimen franquista. Y fue el día 28 de mayo de 1963 cuando, por fin, con mucho más pesar que alegría en el corazón, dejamos Argentina, después de haber permanecido en ella casi más de 24 años, descendiendo del cielo una mañana sobre la ciudad de Milán, pocos días antes de la muerte del venerado Papa contadino Juan XXIII. ¡Adiós, Buenos Aires, en donde publiqué más de 20 volúmenes de poesía, estrené obras teatrales, volví a ser pintor, celebrando innumerables exposiciones, recorrí toda la república recitando mis versos, dictando conferencias! ¡Adiós, Uruguay, casa luminosa de Punta del Este, playas de Cantegril, espejeantes de lobos marinos! ¡Bañados del Paraná, pampas inmensas de trigos y caballos! ¡Cielos de pájaros floridos, de cóndores y negros caranchos acechadores de la muerte! Era muy triste e inquietante partir de Argentina, perdidos ya la tranquilidad y el gusto entusiasta por el trabajo, tantos años de creación literaria, de nostalgía española, de luchar por aquellos que aún continuaban en las cárceles del régimen, de ilusionada incorporación al proceso democrático argentino, después de los últimos años de descalabro peronista, de corrupción de un régimen, desaparecida la esperanzada estrella de Evita Perón, que supo establecerse dentro de los pantalones de su nada valiente general, dejándoselos vacíos con su temprana muerte.¿Por qué Italia y no Francia, en donde habíamos vivido tantas veces?, nos preguntaban muchos amigos. Porque ya, en realidad, teníamos algo agotado París, y Picasso, un gran señuelo sobre todo, vivía en la Costa Azul, y yo pensaba en Roma, en la que había pasado, en 1935, 15 días inolvidables con Valle-Inclán, sintiéndome en Italia más cerca, más bañado de la claridad mediterránea, más próximo en espíritu a los litorales españoles, a las costas andaluzas. Después, la explayadora simpatía de gran parte del pueblo italiano y, sobre todo, aquel Alberti, mi apellido, tan ligado a las familias florentinas, al gran orgullo de saber que de ellas habían salido mis abuelos. Y después... ¡Qué sé yo! Una nueva experiencia, una nueva vida, más clara y popular, que se me iba a prolongar -esto lo supe luego- por casi 15 años a las dos orillas del Tevere, el río de tantos misterios, sucio y cruzado de los más bellos puentes, desagües de cloacas, reflejado de centenarios árboles, de cúpulas, de torres, de estatuas y picoteado de voraces gaviotas hambrientas del vecino y contaminado mar Tirreno. Pero... A pesar de Italia, en la que ya me encontraba, mucho había dejado allí, en aquella América, tanto, como para desear, a cada hora, en los primeros meses de lejanía, un posible retorno, una segunda vida que me hiciera compartir con aquellos pueblos tan castigados y oprimidos el logro final de sus esperanzas. Y a Roma le pedí, desde el comienzo de mi permanencia en ella, que, a pesar de su maravilla, fuese capaz de darme tanto como había dejado entre aquellas orillas de cielos inalcanzables, cosechas y caballos.

"Dame tú, Roma, a cambio de mis penas, / tanto como dejé para tenerte".

Pero ya vivía en el Trastevere, la verdadera capital de Roma. Ya había descubierto yo a Giuseppe Gioachino Belli, el inmenso poeta sonetista, de originalísima gracia popular y burla casi quevediana. Ya había,pasado yo de la otra orilla, Via Monserrato, 20, a la Via Garibaldi, 88, que baja de lo alto del Gianicolo hasta el arco de la Porta Settimiana. Sí, ya vivía en aquel ilustrísimo barrio, resurgimiento de todas las basuras, todas las ratas, todos los gatos, todas las más largas y libres meadas del mundo. Barrio de ladrones, con su Piazza y todo, de pequeños y graciosos rateros, a pie o en motocicleta, bellos como escapados de algún mural del Pinturichio, capaces de robar, huyendo a todo escape, un luminoso pectoral de diamantes a un bien obeso monseñor en el momento de alzar su bendición a una pareja de recién casados, ante el pórtico de la iglesia de Santa María.

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Sólo he conocido a dos queridísimas personas de mi mismo gremio -Pablo Neruda y Federico García Lorca- que tuvieran tanto o más miedo que yo a los automóviles. (Luego, más tarde, se nos sumó Jorge Guillén, escribiendo un poema, que me dedicó, contra el peligrosísimo tráfico romano.) Puedo confesar que en mi amado barrio tuve que volverme torero, adiestrándome en ceñirme, en adelgazarme contra los muros, en salir por pies, corriendo veloz como ante un toro, al ver llegar aquellas exhalaciones interplanetarias, ciegas y sin aviso, por tan estrechas calles y retorcidos callejones. De ahí nació, a poco más de un año de vida romanesca valerosa, mi libro, titulado con astronómica exactitud: Roma, peligro para caminantes. Ahora espero que algún día, en alguna fecha de aniversario, el Comune de la Ciudad Eterna estampe en algún vicolo, no lejano de mi Via Garibaldi, una placa que diga: "Vicolo di Rafael Alberti (antes del Cinque, del Cedro, etcétera)", porque yo me instalé aquí, me convertí en vecino de este barrio para cantarlo humildemente, graciosamente, rehuyendo la Roma monumental, amando sólo la antioficial, la más antigoethiana que pueda imaginarse: la Roma tras teverina de los artesanos, los muros rotos, pintarrajeados de inscripciones políticas o amorosas, la secreta, estática, nocturna y, de improviso, muda y solitaria.

"Ah! cchi nun vede sta parte de monno / Nun za nnemmanco pe cche ccosa é nnato" ("¡Ah!, quien no ha visto esta parte del mundo / no sabrá nunca para qué ha nacido"), escribió Giuseppe Gioachino Belli con orgullo.

Copyright Rafael Alberti. 1984.

Rafael Alberti amplía sus memorias tituladas La arboleda perdida, con los artículos que EL PAÍS ofrecerá periódicamente a partir de hoy, y que han comenzado a publicarse en el diario italiano Il Corriere della Sera.

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