_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Peregrinajes

Uno de los principales logros de nuestro siglo ha sido el estrechamiento del mundo por medio de sistemas de transporte cada vez más rápidos. Teóricamente, cualquier hombre o mujer puede volar de París a Nueva York en tres horas, atravesar Italia en un día en coche o recorrer Europa por ferrocarril. Lo que no se suele destacar tanto es que son pocas las personas que pueden permitirse comerse el atlas de tal manera. El Concorde es para funcionarios gubernamentales, estrellas pop o las queridas de los parlamentarios europeos. Incluso los peajes de las autopistas, por no citar el coste de la gasolina, impiden que los europeos descubran Europa. Los precios del tren aumentan constantemente. La gente normal está ahora más atada a su tierra que nunca.Naturalmente, y teóricamente de nuevo, podemos caminar por las carreteras, pero los coches y los camiones nos niegan este antiguo derecho. No estamos en la feliz situación de los peregrinos de la Edad Media, que recorrían a pie los enlodados caminos hacia los santos sepulcros o que trotaban tranquilamente a caballo en alegre compañía.

Al releer los Cuentos de Canterbury de Chaucer (tan profanados en la película del desaparecido Pasolini que los italianos quizá los consideren demasiado sucios para su gusto), me sorprendió la admirable sensatez de los peregrinos medievales camino de Jerusalén, Canterbury o Compostela. Visitar un santuario no era simplemente un acto de adoración por el cual el adorador ganaba una indulgencia eclesiástica; era una excusa para viajar. Viajar es un acto inútil si no se persigue un fin u objetivo determinado, y el deseo de visitar esta o aquella ciudad para ver (o paladear) es un deseo demasiado baladí para echarse a la carretera o a los aires o a las vías. Para los peregrinos de Chalacer lo principal era el viaje. No llegan nunca a Canterbury, o al menos Chaucer perdió todo interés por llevarlos hasta el dorado santuario de Santo Tomás Becket. Viajan contándose historias y, según la promesa de Harry Bailey, el posadero de la Tabard Inn de Southwark, quien cuente: la mejor historia tendrá la cena gratis. Celebran así mismo un fenómeno puramente pagano: la llegada de la primavera tras el largo invierno, el suave sol de abril, los cantos de los pájaros.

Van a caballo. Los caballos siguen siendo más baratos que los coches: consumen heno, no petróleo refinado, y su paso está de acuerdo con el ritmo pausado de la naturaleza. Pueden ponerse enfermos, pero no se averían de repente. El viaje es pausado, y es el lento paso de los peregrinos lo que oprime al lector moderno, volcado en la velocidad. Estos caballeros medievales, mercaderes, abadesas, y sencillos hombres y mujeres no tenían una larga vida, y sin embargo aquí los tenemos, desperdiciándola en un viaje artríticamente lento. Lo anómalo es que somos nosotros, no ellos, quienes desperdiciamos nuestras vidas viajando, pues nuestras modernas autopistas no constituyen un aspecto de vida, mientras que las antiguas carreteras sí. Cuando nos metemos en una autopista entramos en una negación, una máquina veloz aislada de la naturaleza. Es una especie de sueño activo en el que la mente y los sentidos, oprimidos por un simple proceso, el de trasladarse de un sitio a otro, no pueden entretenerse en contar historias, en hacer el amor o en cualquier otro acto que realce la vida.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

En cuanto al viaje por avión, cuanto más rápido, más negativo es. En el Concorde sólo da tiempo a realizar una comida o una cena profusa, que se hace pegado a un compañero al que no se ha elegido. El tiempo se retuerce a medida que aumentan los machs: se vive en un paréntesis. Sólo el viaje por tren permite, o al menos permitía, la tranquilidad para contar una historia o componer una sinfonía. Pero nadie hasta ahora ha escrito unos Cuentos de Canterbury ambientados en un viaje en tren.

¿Volveremos a viajar a caballo, sea a Canterbury, a Roma, a Compostela o a Jerusalén? Es bastante posible que se vuelva al transporte a caballo, pero no irá ligado al peregrinaje a un lugar sagrado.

Si se observa la historia del transporte se ve que la época de los vehículos mecánicos constituye un pequeño segmento de excentricidad en la larga saga del caballo. Estamos esperando a que el petróleo se agote y a que los árabes sean tan pobres como nosotros. Entonces seguramente volveremos al caballo (deberíamos empezar a criarlos ahora; pero no caballos árabes de carreras, tremendamente excitables, sino rocines fuertes, lentos y tranquilos). Haríamos bien también en pensar en volver a nuestros pies.

El santo patrón de los caminantes es el padre José, la eminencia gris del cardenal Richelieu. Viajaba con frecuencia a pie entre París y Roma. No perdía el tiempo durante estas caminatas; en sus viajes compuso un poema épico en hexámetros latinos. No he leído el poema y supongo que no debe ser muy bueno, pero no hay duda de que escribir en la página de la mente un poema en latín puede considerarse como una actividad legítimamente humana. Cambiar de marchas y pasar del carril rápido al lento no lo es. El padre José podía marcar el ritmo de sus hexámetros con los pies; el motor de combustión interna no evoca ningún metro poético. Yo también he caminado en mis días, aunque no tan lejos como el padre José. He ido y vuelto de Zeebrugge a Berlín, y he compuesto en mi cabeza la

Pasa a la página 16

Peregrinajes

Viene de la página 15

partitura orquestal entera de una obertura titulada De Zeebrugge a Berlín. No se ha interpretado jamás, pero eso no importa. Fue una actividad legítimamente humana, y eso basta.

Volvamos a nuestros peregrinos medievales. La Iglesia acertó al montar sus santos sepulcros, con sus indulgencias y todo, y acertó por razones de tipo secular. El viajar, como la composición de sinfonías o de poemas épicos en latín, es un bien humano, pero únicamente si tiene un objetivo. Si el objetivo se hace lo suficientemente sagrado o mágico, el proceso de alcanzarlo se torna excitante y, consecuentemente, saludable. Como el lector ya sabrá, el santuario de Santo Tomás Becket, en Canterbury, fue una astuta institución del rey de Inglaterra que hizo matar a Becket. Pidió rápidamente su canonización, y Roma la concedió gratamente, considerándola un golpe a favor de la autoridad eclesiástica contra un asesino seglar, si bien de sangre real. El asesinado Becket se convirtió en una buena inversión. Mantenía abiertos los caminos y fomentaba el turismo. Sólo cuando Enrique VIII, imbuido de fervor protestante, despojó el sepulcro de sus tesoros y detuvo el tráfico de peregrinos, la antigua y saludable práctica del peregrinaje inglés en primavera cayó en desuso. La secularización de la Europa católica convirtió los viajes de la gente sencilla en vagabundeos, cargados de bultos, de las personas desplazadas. Las carreteras se convirtieron en las arterias del tráfico mercantil y de los ejércitos. Se habían acabado las peregrinaciones.

Y, sin embargo, esa línea del poema de Chaucer, Foks long to go on pilgrimages ("La gente tiene deseos de ir en peregrinación"), estaba llena de una nostalgia tan fuerte que algunas personas, especialmente los jóvenes, querían recuperar esa práctica, si bien no en los términos de los bienes espirituales que solían conceder. Liverpool, en la costa noroeste de Inglaterra, se convirtió en un centro de peregrinación para los jóvenes adoradores de los Beatles. Eran muchos los que viajaban hasta allí de una forma poco adecuada, por vuelos charter o haciendo autostop, y todos ellos se sentían desilusionados al comprobar que no se llenaban de gracia. Pero acudían por gratitud (amaban a los Beatles) y no, a diferencia de los peregrinos que acuden a Lourdes, por un deseo de frustrar la naturaleza y sanar un miembro roto por la simple inmersión en agua sucia. El arte se ha convertido en un sustituto de la fe en nuestra época. Si los jóvenes van en busca del lugar de nacimiento de los Rolling Stones (arte inferior), sus educados mayores van a Trieste, Dublín y Zurich a beber cerveza o vino, donde solía hacerlo James Joyce. O van a Stratford-on-Avon, donde comerciantes que en su vida jamas han leído a Shakespeare les venden bustos de plástico del Bardo. Son pobres peregrinos comparados con los de Chaucer, pero en ellos se mantiene el instinto de peregrinación.

John Bunyan, un calderero inglés con poca educación, escribió un libro titulado The pilgrim's progress, que trata de un hombre, de nombre Christian, que emprende un viaje a la Ciudad Eterna. Aunque el libro trata realmente de los pecadores a los que se encuentra a lo largo del camino: es la picaresca elevada a un nivel sagrado. Y, sin embargo, nuestras más sagradas narraciones de peregrinajes son, en cierto sentido, novelas picarescas: Dante conducido por Virgilio hacia Beatriz; Parsifal en busca del Santo Grial. Nuestra mejor literatura secular gira en torno a aventuras en un viaje: Gil Blas, Tom Jones, Don Quijote, Lolita. El hombre se realiza poniéndose en movimiento hacia una meta sagrada o caprichosa. Pero tiene que sentir que está en movimiento. Las autopistas y los reactores le impiden esa sensación: vivimos en una era muy estática. Y ganamos pocas indulgencias.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_