El rostro de Indira.
De cerca, el sari ceniciento de la primera ministra tiembla al recibir el aire del gran aparato refrigerador colocado junto al catafalco. Y el gesto demacrado de Indira Gandhi, con la boca ligeramente torcida y una extraña crispación sobre los párpados, también parece querer vencer a la muerte. Su cuerpo está totalmente cubierto de flores. Su propio hijo, Rajiv, deposita una sobre el túmulo. Las colas son interminables, agotadoras. Un día entero sin moverse apenas hasta negar al hueco con doble barrera y excepcionales medidas de seguridad por el que, como en desnivel, aparece la madre de la India. Mujeres y niños desahogan sus nervios en un llanto estrepitoso y enloquecido. Muchos se desvanecen, y un equipo permanente de 14 médicos, puestos en una formación paralela a la cola, acude a atenderlos. De alejadas regiones del país, jóvenes colegialas llegan vestidas con saris blancos y grandes retratos de Indira. Cientos de militares se han puesto firmes ante el cadáver, con sus uniformes almidonados y los bigotes erizados como en los tiempos del Raj. Lucen todas sus condecoraciones. Por la puerta lateral de acceso a la biblioteca de Teen Murti House -la casa que ocupó el Pandit Neliru, padre de Indira, antes de destinarse a museo- acceden autoridades y la Prensa acreditada. La multitud grita con desgarro histérico lo que es, a la vez que un gemido, una letanía de vítores: "Dios salve a la primera ministra", "Indira, inmortal".-
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