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Conmoción en el mundo por el asesinato de la primera ministra india

La madre guerrera

Rosa Montero

Era un día de febrero de 1981 e Indira estaba allí, sentada tras su mesa de despacho: una pizca de mujer, una menudencia erguida y regia. Si la impasibilidad ha sido el atributo legendario de los emperadores orientales, de los Ciros, de los Jerjes, Indira Gandhi conservaba el aroma de este legado histórico, y tenía algo de emperatriz olímpica, como una antigua majaraní que despreciara los oropeles y el boato, una majaraní que hubiera cambiado los elefantes de gualdrapas de oro y los eunucos de ébano por este despacho espartano del Palacio de Gobierno de Nueva Delhi, por estas sillas de chupatintas, por este ambiente un poco tristón y ejecutivo. Indira prefería ser la reina de la burocracia. Era la Madamji, la Señora.La primera sorpresa fue su tamaño. Era tan breve, tan insólitamente pequeña esta mujer capaz de colmar las fotografías con su rostro afilado, que tenías que mirarla dos veces para rectificar la imagen previa. Pero lo más chocante era la puesta en escena de la entrevista. Los despachos oficiales de la India poseen todos una peculiar característica: al otro lado del escritorio se alinea un disparatado número de sillas, una fila ordenada y colegial de asientos, como si todos los asuntos tuvieran que tratarse ante un tropel de interlocutores, como si en Oriente, en donde prima lo colectivo, hasta las audiencias privadas fueran en masa. Y la nuestra fue desde luego una entrevista particularmente masiva, porque, cuando el fotógrafo y yo entramos en el despacho con puntualidad británica, nos acompañaba una tropilla de funcionarios, urracones vestidos de negro, temblorosos subalternos: uno era el asesor de Prensa, otro el encargado de grabar la entrevista, un tercero tomaba la entrevista taquigráficamente, por si la mecánica fallaba. Empecé diciéndole que le tenía cierto miedo, porque había oído que era una mujer muy seca. Sonrió amablemente. Cuando sonreía asomaba algo maternal en ella, una condescendencia amorosa y protectora de madre de antes, de matrona que se sabe más fuerte que sus niños y que está dispuesta a ofrecer el refugio de su regazo colosal. Y sonreía mucho, suavemente, un pequeño gesto algo marchito. Pero esta Indira/madre era en realidad una Indira/guerrera, una mujer que había participado desde muy pequeña en la lucha contra la dominación británica, una niña cuyo juego preferido consistía en mimetizar los discursos políticos de los mayores ante los criados: "Es que yo no estaba interesada en jugar. Hice todo lo que realmente deseé: monté a caballo, trepé a los árboles... Pero nunca estuve interesada en juegos ni en fiestas".

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Su interés era la lucha, la guerrilla, en la que participó a los 13 años, formando la brigada del mono, un cuerpo infantil de resistencia: "Tratamos de encargarnos de los trabajos prácticos y enojosos del movimiento de liberación, para que los adultos tuvieran tiempo de dedicarse a cosas más importantes: cocinábamos, cosíamos banderas, escribíamos sobres...". Más tarde, en la adolescencia, se incorporó plenamente a la batalla, la Gran Batalla, la única razón para vivir: "No nos cuestionábamos nuestro futuro: estábamos inmersos en la lucha por la liberación y no podíamos pensar en nada más. Además, creíamos que no alcanzaríamos a ver la liberación de la India, pensábamos que íbamos a pasar la vida en la cárcel". Como un látigo. Vivió en una época que permitía la heroicidad, y ella se asumió como heroína. Como esa Juana de Arco con quien la comparaba su padre, Jawaharlal Nehru. Hasta el punto de que, cuando fue enviada a prisión durante todo un año, se sintió, casi, casi, satisfecha: "Estaba... no voy a decir contenta. Contenta no es la palabra, pero no estaba descontenta de estar en prisión. Es muy difícil describir estas experiencias a la gente. Si has estado en una guerra, sólo puedes hablar de las experiencias de esa guerra con personas que también hayan pasado por trances semejantes, porque, de otra manera, no puedes imaginarte lo que es. En esas circunstancias tu mente no se encuentra en un estado normal, sino que está arrebatada en la atmósfera. Para nosotros, ir a la cárcel era un honor. Si no ibas a la cárcel, te decías: hay algo equivocado en mí porque no me detienen, será que no estoy haciendo lo suficiente".

Mientras contestaba, jugueteaba con dos anillos de plata,las únicas joyas que llevaba. Quizá fueran los anillos de su boda, de ese matrimonio con Feroze Gandhi que causó tanto escándalo, porque Feroze no era hindú, sino parsi, porque Indira se casó por amor y con alguien que no pertenecía a su clase, dos cosas muy mal vistas en la India de entonces. Luego se separaron: ella escogió la política y se trasladó a Delhi con Nehru.

Cuando le hablé de su ruptura matrimonial, sus ojos relampaguearon, ojos de mercurio, resbaladizos, fríos y enigmáticos: "Ésa es una de las cosas que la Prensa ha construido, un bulo. Tuvimos discusiones, como todas las parejas tienen, supongo, pero nunca hubo una ruptura".

Mujer en blanco y negro

Era una mujer en blanco y ne gro, blancas y negras las sedas de su sari, blanca y negra su cabeza imponente. El mechón de su pelo, antaño prematuro, estaba a punto de conquistar la totalidad de sus cabellos, cubriéndolos de canas. En aquel mes de febrero Indira tenía 63 años y había perdido recientemente a su querido hijo Sanjay. Dicen que Indira lloró su muerte en un duelo de paseos nocturnos por el jardín de su casa, en un vér tigo de insomnios. A veces, te pa recía intuir una Indira anciana y frágil, agotada y rodeada de enemigos, tan sola en la cumbre de su poder: "Pero no me importa estar rodeada de enemigos, no me mo lestan los enemigos. Yo voy a hacer algo, y voy a hacerlo sin tene en cuenta a los amigos o a los ene migos. Y cuando estás absorta en algo, no puedes sentirte sola en absoluto. En la vida no importa lo que tienes, a menos que tengas algo dentro de ti. Lo del exterior no significa nada. Yo tengo algo dentro de mí, y la filosofía hindú nos enseña a tenerlo". Y diciendo esto volvía a ser la Indira mítica en todo su esplendor, pura serenidad y voluntad ciclópea.

Fue ministra de Información, y primera ministra por dos veces, y nacionalizó bancos, e impuso un estado de emergencia, y cerró periódicos, y esterilizó por mandato obligatorio a dos millones de indios, y fue detenida por la oposición, y se la acusó de fraude electoral y nepotismo, y fue socialista y revolucionaria y al mismo tiempo autoritaria y dictatorial. Una historia azarosa y contradictoria. Pero la India es un país vasto y lejano, un territorio con 700 millones de habitantes, un reto difícil de entender para los occidentales. "¿Por qué no hay otro país en vías de desarrollo que sea una democracia, como el nuestro? ¿Se lo ha preguntado alguna vez?", me dijo entonces, casi amargamente. Ella sabía muy bien lo que quería hacer y se aplicaba a ello con una entrega inquebrantable, como quien asume un sacerdocio. Padecía la mayor clase de soberbia posible: la de someterse modestamente a un destino histórico. "Yo no quiero conseguir nada. Ni tan siquiera me importa el fracaso. Mi filosofia es: debo hacer el máximo, debo dar el máximo y más allá de mi máximo. Y esto es suficiente. Yo siento que esto es lo que queremos para la India, sé que no podremos alcanzarlo en lo que me quede de vida, sé que lo único que puedo hacer es intentar esforzarme en dirección hacia ello. Es igual que cuando escalas una montaña: no todos van a poder llegar a la cumbre, pero todos trabajan juntos. Y alguna vez alguien alcanzará la cumbre". Ahora Indira ha abandonado la escalada y ya no podrá seguir ofreciendo el cobijo de su regazo inmenso.

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