La antesala de la muerte
CON EL carácter de oleada que suele caracterizar en este país a este tipo de sucesos, hemos entrado, al parecer, en una nueva mala racha de accidentes de circulación. Horas después de que una colisión múltiple en carretera, en la provincia de Valladolid, ocasionase 13 muertes y más de una treintena de heridos, un nuevo choque, esta vez de trenes, en esta ocasión en Alicante, vuelve a poner de manifiesto la endeblez del sistema de seguridad y control que rodea a nuestras comunicaciones.En España no existe, en el campo de las comunicaciones terrestres, ni el punto de partida de una infraestructura básica suficiente y segura ni el complemento de un conjunto, eficaz de medidas de seguridad que, unidos, limiten la posibilidad de accidentes a un encadenamiento matemáticamente improbable de azares.
Analicemos la colisión múltiple de Simancas. El escenario del choque de anteayer entre un autocar de transporte de pasajeros y un camión militar, la Nacional 620, ya es conocido popularmente como la carretera de la muerte. En ella han perdido la vida este mismo año unas 90 personas. ¿Puede ser una mera casualidad o un problema de mala suerte? ¿Es correcto adoptar la postura de sentirnos tranquilos atribuyendo la responsabilidad a los errores de los conductores, a sus vulneraciones del Código de Circulación y a unos contados problemas mecánicos, o hemos de planteamos la posibilidad de que el trazado de esta carretera, su estado actual y el conjunto de características que la rodean no sean los adecuados para el tráfico que soporta? Hay, encima, un dato de posible humor negro en la actitud de la Administración respecto a ella. Por sus numerosos accidentes, ha sido seleccionada para dotarla de numerosos teléfonos de auxilio. Después de 90 muertos en un año, que ésa sea la respuesta administrativa parece más bien una idea tomada de un guión cinematográfico de los momentos más cáusticos de Azcona o Berlanga: en vez de adoptar medidas para evitar los accidentes se toman, directamente, para atender a las víctimas.
Estos accidentes son simples indicios de una verdad que conocemos todos: España tiene un problema de fondo con sus comunicaciones. El deficientísimo servicio aéreo de Iberia, plagado de impuntualidades, que no sólo tiene en su catálogo de desprecios el transporte de pasajeros, sino también el de perros, rico en cancelaciones de vuelos y rebosante en fallos de eficacia, a pesar de lo caro que nos cuesta, se complementa con una anticuado tejido ferroviario, también ruinoso. Esos dos elementos recargan la utilización de una red de carreteras y autopistas que, también insuficiente de por sí, poco racional y muy deficiente desde el punto de vista de la seguridad, no tiene alternativa.
Todo lo anterior determina que aquí los desplazamientos por carretera sean literalmente una tortura, pues es imposible efectuarlos con comodidad, rapidez y ausencia de riesgos. Muchas veces hemos tenido que recordar que en este país, ya sea por el exceso de tráfico, ya sea por el trazado de las rutas, viajar en coche o autobús es jugarse la vida o armarse de paciencia. Y no siempre esto último basta para evitar la otra alternativa, pues el éxito de la prudencia propia está siempre condicionado a no cruzarse con los conductores de camiones que, a la vista de todo el mundo y con mil complicidades y laxitudes, pasan al volante muchas más horas de las convenientes y autorizadas. El habitual recordatorio de que en el resto de Europa no se ha debilitado la disciplina en las carreteras no parece ser suficiente para que la Administración replantee de una vez por todas su tibieza en este terreno.
Con este panorama, las malas rachas de accidentes pueden encajarse con más o menos frialdad, pero sin resquicio para ninguna resignación. Tenemos derecho a exigir que el Ministerio de Transporte aborde de una vez por todas una solución sistemática para el problema de todas esas inseguridades y deficiencias. Y es obligación del Congreso de los Diputados dotarle de medios y del respaldo legal adecuado para el cometido.
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