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Por si cuela

Manuela Carmena

A pesar de la reglamentación vigente, los pagos en dinero son algo corriente en la Administración de justicia, y fuente de muchas corruptelas, señala la autora de este trabajo. A continuación describe alguna tasa insólita que se sigue percibiendo a pesar de las últimas reformas, pues, en su opinión, no basta dictar leyes si no se controla su aplicación y si no se conoce lo que pasa en las entrañas de la justicia.

Las tasas judiciales que se pagan cuando se tramitan los pleitos civiles son , hoy por hoy, y mientras la justicia no sea gratuita, el precio que los ciudadanos abonan al Estado por el servicio de esta administración, y como, desde tiempo inmemorial, la Administración de justicia, por no ser gratuita y ser lenta, ha sido proclive a la corrupción, las distintas leyes que han regulado las tasaciones de costas han pretendido siempre establecer garantías claras y precisas que evitaran el fraude, y así, la actualmente vigente de 18 de junio de 1959 estableció que ese precio no se pagaría en dinero, sino, en efectos timbrados, y que en todos los juzgados se pondría en sitio visible una relación de las cantidades que se deberían abonar por unos u otros conceptos. Pues bien, la realidad es muy otra: la utilización del dinero sigue siendo habitual y provoca cuentas corrientes en entidades bancarias privadas, y no creo que haya ningún juzgado que tenga visible el precio de estos servicios públicos, sino que, por el contrario, ni siquiera los profesionales del Derecho -que son los abogados y los procuradores- saben con exactitud lo que cobran los juzgados civiles y por qué en unos se cobran unas cantidades y en otros otras.En este medio, y con estos antecedentes, la inseguridad jurídica de este carácter económico se acepta como algo inevitable, con el humor, el cinismo y la socarronería que ha hecho que se incorporé al anecdotario judicial la historia de un secretario de un juzgado aislado y remoto que, después de incluir las correspondientes tasas añadía una nueva con las iniciales P. S. C., seguida de una cifra discreta que representaba el importe de ese concepto, tan sintéticamente expresado y, al parecer, nadie llegó nunca a indagar sobre ése ni sobre ninguno de los otros conceptos, aunque él mismo, colmado de euforia, confesó a alguien, naturalmente del gremio, que el famoso concepto P. S. C. arancelario no era otra cesa que el de por si cuela, y que, por supuesto, si alguien hubiera protestado habría eliminado del recibo de las tasas ese tan singular concepto.

Puede ser que el cuento no sea cierto, pero sí es, desafortunadamente, que en la mayor parte de los juzgados civiles vienen cobrando los funcionarios de la Administración de Justicia una tasa indebida y casi tan inventada como la que acabo de contar.

Los 'citeros'

Desde hace por lo menos 10 años se viene cobrando, a cargo, de las partes, en los pleitos una cantidad que oscila entre las 800 pesetas y las 2.000 pesetas por cada salida que el funcionario tiene que hacer del juzgado en cumplimiento de su cometido. Así, por ejemplo, el agente judicial que tiene como misión específica el salir a la calle para llevar citaciones, notificaciones, embargos, etcétera, cobra por cada salida 800 ó 900 pesetas, con lo que, además de, su sueldo, que le abona el Ministerio de Justicial y que alcanza unas 65.000 pesetas, tiene a cargo de los particulares nada menos que unas retribuciones que pueden triplicarlo.

Aunque ya el 7 de febrero de 1967 el Ministerio de Justicia dictó una orden en la que, saliendo al paso de consultas variadas, aclaró, que lógicamente ningún funcionario de la Administración de justicia puede percibir ninguna retribución directamente de los particulares, la práctica es tan generalizada y tan aparentemente legal, que los funcionarios, sin duda de buena fe, reclaman esta exacción indebida, dan recibo de ella, con timbre y membrete de los juzgados, y hasta contratan a personas ajenas a la Administración, a quienes se les conoce con el nombre de citeros, para que, por 200 ó 300 pesetas por unidad, realicen las citaciones que personalmente a ellos mismos ya no les compensa económicamente realizar.

Así las cosas, el 6 de agosto pasado se publicó una importante reforma de la ley de Enjuiciamiento, Civil que trata de modernizar el procedimiento, que se ha venido utilizando desde 1881, fecha en la que se promulgó la centenaria ley de Enjuiciamiento Civil. En ella, con economía y lógica, se sustituye el sistema arcaico de comunicación entre los ciudadanos y el juez, que obligaba a desplazarse a los funcionarios para la entrega de cualquier correspondencia, por el general establecido para todos los ciudadanos: el servicio de Correos. Sin embargo, este justo afán renovador del Iegislativo puede quedar en la más absoluta y significativa letra muerta. Los intereses creados han hecho posible que la propia justicia cobre una tasa in debida sin que hasta ahora haya habido sospecha o denuncia que la descubriera, pueden hacer que, por y para seguir cobrándola, no se utilice el correo estatal y se continúe con el sistema que nuestros legisladores del XIX tuvieron que imaginar hace más de 100 años.

La necesidad de la reforma en la Administración de justicia es obvia, pero no hay que olvidar que cualquier legislación positiva y progresista puede ser ineficaz mientras no se aborde la sistemática costumbre de incumplimiento legislativo a la que esta Administración está acostumbrada. El juez, con la disculpa, siempre genérica y nunca cumplidamente comprobada, de que no se puede, de que no hay tiempo, de que no hay estructuras adecuadas, no ve personalmente ni las pruebas ni a las partes, y nada conoce de los precios y dinero que a sus espaldas se estipulan y exigen. Todo esto no es porque la ley no lo haya previsto, pues hasta demasiado amplia es la legislación que ordena y regula cuanto se debería hacer en los juzgados, sino porque los jueces y la justicia nos hemos olvidado en gran parte de la ley.

La emanación del poder que es la ley ha de tener una dúctil celeridad que la proteja de esa muerte de hecho que es su general incumplimiento. Y el legislador, al dictar nuevas leyes ha de saber para qué realidad se construyen y el comportamiento ante disposiciones anteriores de los colectivos a que van dirigidas. Así, sí esas leyes no llegaron a acatarse nunca podrá prever los resortes coactivos que hagan imposible la universal sonrisa socarrona de los que deben cumplirla. En pocas palabras, si el legislador no sabe lo que pasa en las entrañas de la Administración, por mucho que redacte leyes bellas y justas éstas serán olvidadas en las páginas amarillas y aburridas del Aranzadi; sería bueno, por tanto, que toda exposición de motivos recogiera con sincera modestia, y a modo de diagnóstico, el resumen de la aplicación de disposiciones precedentes, a fin de que, cuando se constatara su vulneración generalizada, se articularan resortes coactivos eficaces. Aunque el panorama a vislumbrar de la Administración de justicia sea, sin duda, tan inquietante como para constatar la veracidad de este relato de las exacciones indebidas por salidas judiciales, siempre el conocerlo valdrá para que el legislador sepa, sin excusa, dónde acaban sus leyes y el reto que los poderes fácticos plantean al progreso cuando lesiona sus intereses particulares.

Manuela Carmena Castrillo es magistrada en ,el Juzgado de Primera Instancia número 19 de Madrid.

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