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Reportaje:LA SALVACIÓN DE LOS ADICTOS AL CASINO

De penitencia, no jugar

Muchas personas se acogen a una lista que les impide la entrada al bingo

Amelia Castilla

Manuela Belmonte, un ama de casa de 36 años, vecina de la localidad madrileña de Aranjuez, se demostró a sí misma que le había abandonado la suerte la noche en que perdió en un bingo más de los que podía soportar su ya maltrecha economía familiar. Arruinada moralmente e incapaz de controlar su adicción al bingo, se dirigió a la Comisión Nacional del Juego para pedir su inclusión en la lista de prohibidos. Un número reducido de personas ha tomado la misma decisión. Unos 90 jugadores de bingo tienen prohibida la entrada en estos locales en la región de Madrid a petición propia o de sus familiares directos, frente a los casi 2.000 que han solicitado se les excluya de todos los casinos del territorio nacional, según informó la Comisión Nacional del Juego.

Manuela se encontraba en el bingo de su ciudad cuando llegó la orden del Ministerio del Interior que comunicaba a la sala la inclusión de su nombre en la lista de prohibidos. Manuela, una mujer rellenita que no le hace demasiadas concesiones a la estética, pidió al joven que le invitó a salir del local que le dejara jugar el último cartón y se marchó.Seis meses después confiesa abiertamente que "el juego no es para la gente obrera. Una mala racha no hay quien la aguante con un sueldo de funcionario". Lo que empezó como afición acabó siendo una obligación: "No podía pararme", asegura. Han sido muchas, las veces en tres años, según recuerda ahora, que llegaba a la puerta del bingo antes de que lo abrieran y abandonaba el local de madrugada.

Miguel, su marido, un modesto empleado de correos, sigue jugando. Para él el juego es simplemente una diversión que puede controlar: "Cuando me canso, me salgo", afirma rotundo. "Voy de: cuando en cuando y me juego 1.000 pesetas". Ella le espera en la puerta.

Tabaco y nervios

Todos los días se prometía no volver, pero después de comer y recoger la cocina "me entraba una cosa en el cuerpo que no lo podía controlar". En la sala de bingo, rodeada de mujeres a las que, como a ella, les atrae este juego, cumplía casi con una jornada laboral. "Pasaba la tarde", afirma ahora, "pero no paraba de fumar y vivía en un mar de nervios. Cuando volvía a casa sólo veía números", afirma Algunas noches Manuela llegó a pedirle a su marido, después de estar acostados, lo que ella define como "un presentimiento", y convencía a su esposo para levantarse e ir a jugar otro binguito. Todas las salidas de la pareja acababan en el mismo sitio: "Hemos probado suerte en casi todas las salas de la provincia", afirman con orgullo.

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Como jugadora practicaba todos los ritos y liturgias del bingo: cambios de mesa continuos para desechar el gafe, tirar el cartón al suelo cuando sólo queda un número para cantar y lustrarlo contra el pecho. Ahora que han podido hacer frente a las letras impagadas y a las deudas, Manuela se reafirma en su intención de no volver. Los primeros meses, cuando le entraba el mono logró entrar, pese a la prohibición, en algunas salas. "En las que no tienen ordenadores para controlar la entrada de clientes es más fácil colarse y jugar unos cartones".

Para combatir el ocio, Manuela va a misa todos los días y da enormes paseos; sólo a veces, cuando va de visita a casa de su madre, que está muy próxima al bingo, siente un poco de envidia al ver a las mujeres que entran y salen de la sala, pero su decisión de no volver es firme por ahora. "Yo le aconsejo a todas las personas a las que aprecio que hagan lo mismo, y es que hay una señora que entra a jugar y deja a los niños en la puerta esperándola".

Casi 2.000 personas han pedido voluntariamente o han sido excluidas obligatoriamente de los casi-

De penitencia, no jugar

nos del país desde que fue legalizado el juego en 1977. Uno de ellos es R. C., de 38 años, experto en informática. La afición al casino empezó, en plena prohibición, en Biarritz hace al menos 13 años. "Viajes al sur de Francia con los amigos para ver películas y de paso unas manitas de black-jack", afirma. En esa época, recuerda, consiguió su mejor jugada. En la ruleta, a base de plenos con el 28, consiguió 450.000 pesetas, "¡de las de entonces!". En tres horas lo perdió todo.Una afición peligrosa

R. C. es un hombre todavía joven y de buen pelo. Viste de forma clásica: pantalones de franela gris y camisa de cuello amplio, ligeramente desabrochado. El próximo mes de enero cumple "la condena que me impuse", asegura sin excesivo entusiasmo, aunque la posibifidad de volver a jugar le alegra la mirada. "Tengo curiosidad por ver lo que pasa cuando vuelva, pero no estoy preocupado con eso. El casino como hobby es perfecto, pero muy peligroso".

En tono de broma, reconoce que lo peor son las malas compañías. Al acabar la jornada laboral se reunía con sus amigos, entre los que se cuentan numerosos periodistas y algún político, y al menos dos días por semana aparcaban en el casino. Nunca llevaba más de 20.000 pesetas en el bolsillo, pero si le limpiaban, siempre le podían hacer un préstamo. En el casino se encontraba, entre otros, con gran parte del equipo directivo de su empresa, artistas y cargos públicos.

En estos meses, que él define como "de tranquilidad", R. C. ha tenido muchas oportunidades de picar, pero ni siquiera lo ha intentado. La última vez que visitó San Sebastián se tuvo que quedar en la puerta del casino mientras sus amigos entraban ajugar y no le importó lo más mínimo. "Ni rastro del mono", asegura.

Su afición al juego no le provocaba problemas familiares. Tomó la decisión de "no entrar" después de solicitar un crédito para pagar las deudas que había contraído y que ahora está prácticamente pagado. Se enteró de que existía una lista de prohibidos por un amigo que trabaja en el Ministerio del Interior y decidió apuntarse.

Además de perder dinero, el casino le ocasionaba otros problemas: "A nivel profesional no rendía bien, llegaba cansado y rendido psíquicamente; ahora vivo tranquilo y sin preocupaciones".

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