"España, si olvidas..."
Los refugiados españoles que llegaron a nuestras repúblicas al caer la española están estrecha y esencialmente vinculados a los que llamaba Goethe "mis años de aprendizaje". Insisto en llamarlos refugiados y no exiliados, ni trasterrados, ni otros apelativos un tanto vergonzantes que se han propuesto por ahí con cierto tufillo de tartufería. Para mí fueron y se llamaron desde un principio refugiados, y así creo que, a mucho honor para ellos, deberá llamárseles siempre. Se refugiaron en América por no aceptar vivir en una España que no era la que ellos querían. Así de simple, así de terrible, así de español. ¿A qué, entonces, tratar de ponerle velos y disimulos a tan desnuda tragedia? Decía que los refugiados fueron para mí, primero en Colombia, en mis años de juventud, y luego en México, el resto de los años que tengo vividos en tierras del Anáhuac, la más directa, entrañable y aleccionadora compañía. A tal punto, que, casado con refugiada, catalana por más señas, he llegado a vivir la entraña misma de este fenómeno vasto y complejo y, por ende, lleno de fértiles experiencias en la formación de alguien que, como yo, considera España y lo español como uno de los más altos y perdurables logros del espíritu de Occidente. En Colombia tuve la fortuna de aprovechar las lecciones que Luis de Zulueta, José Prat, José María Orts Capdequí y el arquitecto Santiago de la Mora impartían en aulas y periódicos, en revistas y tertulias. En México esta formación pasó al campo de la amistad y la camaradería con españoles, como Juan Rejano, Ramón Xirau, Jomí García Ascot, Luis Rius, Emilio García Riera, José de la Colina, Vicente Rojo y tantos más que acompañaron mis entusiasmos, mis lecturas, mis decepciones y mis atónitos descubrimientos de cada día. En un orden más de maestro a discípulo -aunque él nunca permitió que tal cosa fuera evidente en nuestro siempre febril diálogo cotidiano-, Luis Buñuel ocupa un lugar para mí muy difícil de definir.Este largo preámbulo, un tanto personal, nostálgico y atropellado, sólo tiene como fin explicar a mis lectores que lo que viene está respaldado por un profundo conocimiento del asunto y por un sentimiento de solidaria y ferviente simpatía, que, por fortuna, impide toda objetividad, condición esta última que siempre me ha despertado las mayores sospechas y no poco fastidio. Lo que quisiera apuntar hoy es que pocos años más que dejemos pasar, y la historia de esta emigración, de tan profunda y definitiva influencia en tierras de América y tan importante para completar el mutilado perfil de España en los 40 años que todos sabemos y lloramos, está a punto de quedarse sin escribir. Y cuando digo la historia estoy pensando, inútil está aclararlo, en la ficción, las memorias, los testimonios y, por supuesto, la investigación historiográfica de corte académico. Por las razones que anoté al comienzo, a mí me parece en extremo grave que tal cosa suceda. Todos los pueblos tienen una natural y saludable tendencia al olvido, y éste a veces toma la forma de una retórica y hueca mitificación del pasado que me parece aún peor que el simple y llano olvido. Pero creo que en este caso no podemos llegar a enterrar en el silencio y la nada un episodio que ha sido tan rico en consecuencias y frutos generosos en este lado del océano, y de lágrimas, mutilación y malicioso ocultamiento en la Península.
Los libros que existen sobre este hecho sin antecedentes en la Península -la gesta del descubrimiento tiene otro sentido, aunque hay muchos puntos de contacto con la emigración que nos ocupa-, siendo valiosos y útiles, ni con mucho van al fondo del problema y no pueden ser todo lo que españoles e hispanoamericanos tienen que decir sobre el particular. Los testigos presenciales y quienes vivieron en cuerpo y alma la inmensa ex-
Pasa a la página 12
"España, si olvidas..."
Viene de la página 11
periencia van desapareciendo. Los años se llevan cada vez una cosecha más desoladora de testigos, de protagonistas, fuentes de primera magnitud para escribir esta historia. Si algún día ese silencio se hace definitivo y nada queda de esta odisea de los refugiados españoles, se habrá cometido una irreparable injusticia y un torpe error histórico. Esta clase de olvidos; suelen pagarse a un precio en extremo caro, ya que afectan en su raíz y mutilan para siempre una zona de la identidad que nutre y hace posible la permanencia de los pueblos y del espíritu que los define.
Otros olvidos van haciéndose patentes en España, y por las mismas razones me llenan de sombrío desasosiego. Valga como ejemplo la inexplicable ceguera con relación al más grande de los monarcas españoles y del occidente romano-cristiano, Felipe II. ¿Van a seguir los españoles tomando como buena y defendiendo como propia y verdadera la leyenda negra que sobre el Rey Prudente han tejido con tanta torpeza como mala fe historiadores ingleses y franceses, o prefieren la convencional y pía figura que cierto catolicismo de sacristía fabricó con necedad irremediable? Sería funesto, a la larga, por las mismas razones que nos angustian en el caso de la diáspora que siguió a la guerra civil. No se ha podido, o querido, publicar en España una traducción al castellano de la exhaustiva, ejemplar y vasta obra de Miguel de Ferdinandy sobre Felipe II, editada en Alemania. La razón de uno de los editores a quienes se les ofreció tan espléndida oportunidad es para poner los pelos de punta: "No es un tema que ahora interese a los españoles". Sobra cualquier comentario a semejante enormidad.
He saltado, al parecer, de un tema a otro. Conste que he querido únicamente dar una voz de alarma y dejar una constancia de mi desasosiego. No concibo el porvenir de estas repúblicas con una España que opte por olvidar. Es decir, sí lo concibo, pero me aterra y prefiero no pensar en él.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.