Las salvaciones milagrosas
Queda fuera de toda duda que los tiempos que vivimos son difíciles, aunque éste -bien mirado- resulte un tópico universalmente aplicable a cuantos tiempos hayan tocado vivir a cualquiera y en todo tiempo. Los tiempos y las dificultades cambian su imagen lo bastante como para que siempre consideremos los nuestros y las nuestras como peores -cualquiera tiempo pasado fue mejor, se dice de la mano del poeta- y añoremos los avatares de pasados tiempos calificándolos de frívolos y, en cualquier caso, apetecibles por escueta comparación. Puede que sea una visión errónea, pero de las dificultades pretéritas sí podría sacarse, al menos, una ventaja sustanciosa: la de que nos enseñan a no equivocarnos de nuevo siguiendo los errados pasos de antaño. (Tampoco digo cuanto antecede con mayor convencimiento, porque recuerdo aquello de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, etcétera.)Últimamente corren aires que emanan como una incómoda impresión de dejá vu. Los discursos, las declaraciones políticas y los artículos de fondo entonan de nuevo el canto hermanado de la tecnificación y la utilidad pública, asegurándonos que el mundo está cambiando y nuestra suerte depende de la habilidad que tengamos en unirnos al carro triunfal. Las premisas de partida son indudablemente ciertas, ya que el mundo está cambiando, sí, pero según pautas en las que la tecnificación y el criterio utilitario, ¡vaya por Dios!, imponen su ley. Pero lo que ya no encuentro tan evidente es si semejante cosa resulta deseable y si, en todo caso, es menester que corramos a cerrar filas en torno a tales paraísos.
En España, la posible discusión acerca de ese tipo de prioridades se nos muestra siempre viciada por una seria quiebra de origen: la del retraso, en ciertos casos quizá ya insuperable, que el pensamiento científico -y aun el meramente positivista- lleva entre nosotros. De esa forma se tergiversa el asunto desde su misma raíz porque, tras la indudable necesidad de conseguir un acceso generalizado a la cultura científica en condiciones semejantes a su presencia en cualquier país europeo, se esconden artimañas sobre cuyo último propósito podrían plantearse no pocas dudas. No es lo mismo la proliferación científica que el mantenimiento de criterios políticos capaces de conseguirla, y el confundir los términos nos ha llevado a dos metas no deseables: históricamente, a fracasos tremendos, y metodológicamente, a no pocas amargas descalificaciones. El científico y el político no solamente no tienen por qué ser una y la misma persona, sino que, con frecuencia, es mejor y más saludable y eficaz el que no lo sean.
Pero junto con la pretensión de un acceso a la cultura científica se nos está colando de rondón un rechazo de la cultura humanística y unas propuestas de sustitución no por aquella otra sino por una tercera cultura tecnológica que confunde, una vez más, el fin con el medio. Esta tercera cultura se nutre aparentemente de las bases constituyentes de la ciencia, pero tal apariencia no resiste la más mínima ojeada crítica. Lo que se nos ofrece tiene poco que ver con las principales actividades del menester científico o, al menos, con lo que se tenía por tal antes de la proliferación de epistemologías de corte anárquico. Las tareas de reflexión, crítica y racionalización que resultaban imprescindibles para el ejercicio, al menos teórico, de la ciencia, se nos dejan de lado en las nuevas pretensiones de tecnificación y utilitarismo. No es la ciencia lo que asoma bajo esa avalancha de informática, o como se quiera llamar al fenómeno sin duda patente que se nos ofrece: es la clásica manzana tentadora de una solución mecánica para problemas que van mucho más allá del mecanicismo. Y es además un nuevo advenimiento de la clave masónica de lo diferente, críptico y goloso para los avisados.
La tecnología de ese nuevo mundo introduce una vez más el mito de la salvación milagrosa de las almas: tan sólo los que escuchen la voz del profeta y sigan dócilmente sus pasos tienen asegurado un puesto en el cielo. Y no hay segundas oportunidades, ya que la conversión ha de ser inmediata y completa. Esta vez, la conversión pasa por la necesidad de transformar, entre otras cosas, nuestras universidades. La tecnología debe resplandecer allí donde las humanidades y, si se me aprieta un poco, hasta las ciencias puras impiden el advenimiento de los nuevos tiempos.
España es un país, sin duda, modesto y ajeno a cuantos disparates se oían no hace aún tanto tiempo. Pero ha sido también un país capaz de contar con un Cervantes, un Quevedo, un fray Luis, un Velázquez y un Goya, por limitar al máximo el ejemplario. Hubiera sido bueno y reconfortante el que también tuviéramos que limitar los ejemplos de la otra cultura sin tener que recurrir siempre a Santiago Ramón y Cajal, aunque, por desgracia, no podamos hacerlo. Me pregunto, de todas las maneras, si el reclamo informático va a cambiar algo la situación, como no sea para impedir que vuelvan a escribirse páginas como las de La morada del cielo.
Decía que de las dificultades anteriores cabe, al menos, aprender la lección. Se me ocurre que podríamos aplicarnos el cuento, porque el ambiente de ahora mismo tiene un penoso tufillo que recuerda al que tuvimos ya ocasión de padecer no ha mucho. El canto de la tecnología nos llevó entonces a inaugurar la era de los tecnócratas. Confiemos en que los resultados políticos no han de ser de nuevo los mismos.
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