La tiara gibelina / y 2
En cuanto al que parece ser tal vez el único elemento no hueramente verbal de la teología de la liberación, he de decir que, por mi personal idiosincrasia, irrecuperablemente anclada en los prejuicios del ancien régime, mi concepción de la religiosidad se resiste de forma denodada a separarse ni un solo milímetro del antiguo buen sentido popular, que con la imagen de como un santo con dos pistolas quería expresar el colmo de los adefesios y el dechado de la discordancia; y así, por cuanto atañe a la incorporación de la espada o metralleta entre los instrumentos evangélicos, nada podría resultarme más chocante que la teología de la liberación. Claro está que rechazo también la presunción de que para la religión puede valer la idea de que hay armas y armas; pero, a despecho de esto, hemos podido ver cómo la misma Roma, que parece no haberse recatado en reprobar la no exclusión del hierro por algunas tendencias de dicha teología, en cambio no ha tenido empacho alguno en mostrarse harto más tolerante y circunspecta ante la descomunal ferretería norteamericana. Para unos y para otros -latinoamericanos y angloamericanos- parece que sí que vale lo de que hay armas y armas, y cada cual sostiene que las suyas son las buenas, pero Roma ha afeado únicamente las de los centroamericanos, mientras que ha sancionado, o al menos tolerado, las de Reagan, ya que urge encarecer y examinar como algo, a mi entender, bastante más importante y turbador que la desautorización romana de la teología de la liberación otro hecho tal vez complementario y que ha pasado en cambio injustamente mucho más desapercibido.Está excluido que nunca lleguemos a saber hasta qué punto han exagerado o se han quedado cortos los que han dicho que, con su encuentro en Fairbanks, Carol Wojtyla le había proporcionado a Ronald Reagan cinco millones de votos de católicos norteamericanos, pero conviene no obstante recordar los antecedentes del asunto. Sabido es que los obispos católicos norteamericanos se pasaron acaso más de un año concibiendo, discutiendo y preparando un largo y circunstanciado documento sobre sus puntos de vista religiosos en torno al tema del armamentismo. Parece ser que la versión definitiva que consiguió el consenso de la entera congregación episcopal resultó lo bastante rigurosa como para inquietar notablemente al presidente Reagan, por contrastar de un modo grave e insoslayable con sus puntos de vista armamentistas. Con todo, antes de darle el último refrendo, aquellos obedientes hijos de la Iglesia resolvieron llevarse el documento a Roma, para que el Padre Santo le otorgara el pláceme final. Pero he aquí que, de forma inesperada, el texto no halló gracia a los ojos del Pontífice, quien, con voz no severa, aunque tampoco exenta de paternal firmeza, fue haciéndoles aquellas pocas, precisas, sugerencias que les permitiesen enmendar y despuntar el peligroso texto hasta raer de su letra todo acento que pudiese sonar como ofensivo a los augustos oídos del anciano jerarca de Ultramar. Reembarcaron de nuevo aquellos buenos y sumisos pastores, con las orejas gachas y el escrito castrado y embotado, mas he aquí que, ya vueltos a su tierra y reintegrados a sus sedes, dieron en reconsiderar atentamente la letra y el espíritu del texto, hallando forma de volver a aguzarlo en algún grado -aunque probablemente osando hacerlo sólo por distintas aristas y, lugares que los que la intervención papal había chafado-, hasta hacerlo otra vez, si es que no ya hiriente, siquiera incómodo para el Emperador.
"Ah, ¿conque esas tenemos?", debió de decirse el Papa para sus adentros. "¡Pues os vais a enterar!" Y en Fairbanks fue donde se vio. Allí, en efecto, el Romano Pontífice quiso dejarse ver por los 50 millones de católicos norteamericanos saltando olímpicamente por encima de las mitradas testas y de otras cualesquiera subalternas cabezas tonsuradas para cumplimentar directamente a Reagan. Poniendo así en directa relación con éste a la totalidad de la comunidad católica, por semejante gesto de autoridad inapelable -que equivaldría a puentear, desautorizar y zancadillear a su propio episcopado, desarmándolo ante los fieles frente a Reagan-, como un soplo capaz de disipar en nada todo posible recelo fermentado por la interferencia de instancias intermedias, el Vicario de Cristo exoneraba de una vez por todas al Emperador de Occidente, ante los ojos y para las conciencias de la catolicidad americana, de la menor sospecha de interdicto que pudiese empaftar el limpidísimo brillo de su espada, restableciéndola en toda su honra y todo su esplendor, desagraviándola, en fin -con la prometedora ofrenda de una sin duda exuberante derrama de pleitesías electorales entre la numerosa grey de confesión romana-, de las malignas sombras de sospecha arrojadas contra ella por la errada, aunque bien intencionada, iniciativ *a pastoral de los obispos norteamericanos. Mas, con todo, esto sí que es algo, ciertamente, que nos quedaba todavía por ver: un episcopado güelfo y un papa gibelino.
Es fácil reconocer de dónde vienen o con qué tradición están emparentadas las representaciones pontificias. Bien parece un retorno de la idea medieval de los dos poderes; idea nunca totalmente lograda y ya, por lo visto, en franca decadencia cuando Dante Alighieri escribió su tratado teológico-político De monarchia, con su doctrina de los dos grandes y únicos poderes universales; el uno, espiritual: la Iglesia, y el otro, temporal: el Infierno. Mas todo ello es sobradamente conocido. El último, y ya muy tardío, coletazo de tales concepciones suele admitirse que fue el que alentó las ínfulas imperiales de Carlos V, el destructor de
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Europa, bajo aquel célebre lema carolino de "Un monarca, un imperio y, una espada".
Por otra parte, hace ya más de 100,años que las armas del risorgimento acabaron con los últimos reductos de la Iglesia güelfa, en el aspecto de un señorío temporal vinculado a la tiara, forzando a ésta a sujetarse a la exigencia dantesca y gibelina de limitarse al solo poder espiritual (expresión que, por lo demás, conlleva una estridente contradictio in terminis, por cuanto espíritu y poder valentan sólo como nociones contrapuestas); y no es casual, tal vez, la estrecha inmediatez con que se produjeron en el tiempo esta obligada renuncia de la tiara a todo señorío territorial y la proclamación del dogma de la infalibilidad pontificia,. consagración del más extremoso absolutismo en los dominios del llamado poder espiritual.
Es como si la tiara, arrinconada por el despojo gibelino en el solo reducto de la helada y pelada cátedra de Pedro, hubiese pretendido resarcirse arrogándose el mayor grado de autoridad posible e imaginable en aquel único campo de poder que le quedaba. O, expresándolo de un modo sumario y como dicho por boca de pontífice: "¿A mí, sólo el poder espiritual? ¡Sea! Pero entonces, todo". La pretensión de infalibilidad parece ser la manifestación en tal caso concreto de algo que se me antoja consecuencia tal vez lógicamente inevitable de toda unicidad: precipitarse hacia el absolutismo. Aquello que se dice sumo y único se está ya proclamando virtualmente absoluto. Sea de ello lo que fuere, el caso es que del programa gibelino tan sólo se había cumplido hasta la fecha la parte del papado.
Hoy, finalmente, no nos faltan indicios para tener por bastante verosímil la posibilidad de que el Pontífice (tal vez, incluso, tras haber leído -si es que aún no ha olvidado los latines- el tratado dantesco) se ha resuelto a cumplir la otra parte del programa, o sea, la del Imperio, apoyando la consolidación, en una estable configuración legitimada, del pendant de una espada hegemónica en el dominio temporal, y entreviendo también hasta qué punto nada podría reforzar tanto su propia unicidad en lo espiritual como ese contrapunto de una homóloga unicidad preponderante en el gobierno de lo secular. Parece incluso tener ya designado in pectore su propio Emperador. ¿Que Reagan no es católico? ¿Que ha dicho tal cosa? ¿Hay algún estadista cristiano o no cristiano que profese como él los dos únicos dogmas exigidos al efecto en las parroquias de Cracovia, que son los que conciernen a la escolaridad y a la obstetricia? Los recaditos al oído que el Romano Pontífice pudo soplarle en Fairbanks ¿no podrían ser precisamente los que han salido a la luz desde la convención de Dallas, que inauguró la actual campaña electoral?
¡Agorero se nos ha puesto el firmamento desde que se insinúa una posible conjunción de estos dos planetas, que con seguras órbitas gemelas van arrimando su luz sobre el celeste velo de Occidente, amenzazando reducir los últimos residuos que le quedan a la pluralidad occidental! Junto a las declaraciones de Wojtyla de Extra Eccleciam nulla salus, coi la connotación particular de un autoritarismo estrechamente absolutista, hallamos el parangón de las de Reagan, formulando e deseo de hacer del GOP el gran partido de América, con grande: probabilidades de un landslide sin precedentes, capaz de convertir las elecciones casi en un plebiscito de hecho, en el camino hacia un partido único, en que por fin se exprese, sin frenos de conciencia, el regresivo orgullo narcisista teológicamente cimenado de nación señalada por la elección divina para una misión universal, junto con la profunda mentalidad reaccionaria norteamericana. (Si bien, justo es reonocerlo, la unicidad no es todavía totalitarismo, y el surgimiento de éste aún tendría que vencer lo mejor -o tal vez lo único bueno- que tiene Norteamérica -por supuesto, heredado del Reino Unido, como éste lo copió, a su vez, de Roma-, es, saber: el más vivo y más sólido sentido del formalismo jurídicoinstitucional; mas esto, por desgracia, no significa la menor garantía en lo internacional, pues sólo rige de puertas para adentro, como muestra el ejemplo de la CIA, la cual, si osa tocarle un pelo de la ropa a un ciudadano norteamericano, ve venírsele encima la nación entera, mientras que con respecto al extranjero opera como una asociación perfectamente criminal.)
Así pues, remachando, la salutación d e Fairbanks, celebrada en las vísperas de esta crucial campaña electoral -por no hablar del aún más reciente dejarse caer por los aledaños del paralelo 48-, bien podría ser nada menos que el anuncio y el comienzo del respaldo romano a un nuevo, grandioso, plan para dar finalmente realidad a la. visión dantesca y gibelina. ¡Oh, qué otros tiempos aquellos en los que la Iglesia excomulgaba la ballesta misma, no según quién la usara, y en los que eran los emperadores los que iban a Canosa y no los, papas los que van a Fairbanks!
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