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Duelo entre el carbón y la 'dama de hierro'

La huelga de la minería, en su séptimo mes, coloca al Reino Unido al borde de la parálisis nacional

Soledad Gallego-Díaz

S. GALLEGO-DIAZ Los mineros británicos han sido siempre la envidia de todos los obreros europeos: cuando se enfadaban, los Gobiernos se plegaban o caían irremediablemente. "Gran Bretaña hizo su imperio gracias a nuestras minas", afirman orgullosos sus líderes. Ciertamente, la calidad y abundancia del carbón inglés, galés y escocés ayudó a convertir al país en una gran potencia. Pero todo cambió a partir de los años sesenta. Al aparecer el petróleo del mar del Norte y las centrales nucleares, el carbón se hizo caro y demasiado abundante. La terrible crisis queda bien retratada en las estadísticas: en 1947 había 704.000 mineros y se producían más de 200 millones de toneladas anuales. Hoy no pasan de 175.000 mineros de 105 millones de toneladas. En 1947 había 980 minas; en 1968 sólo quedaban en activo 266. La reestructuración se hizo penosamente, entre huelgas y enfrentamientos, pero en 1974 pareció que llegaba la calma: el Gobierno, la patronal (National Goal Board, NCB) y el sindicato (National Union of Mineworkers, NUM) llegaron a un acuerdo sobre el plan para el carbón. Las minas se cerrarían cuando estuvieran exhaustas (término suficientemente ambiguo), el Gobierno se comprometía a seguir usando carbón en industrias básicas tales como la siderurgia, y las centrales eléctricas y la patronal negociarían los despidos obligados. El plan obligaba a fuertes subsidios estatales, pero ni tan siquiera la dama de hierro se atrevió a exigir mayor ritmo en el cierre de pozos. Lo intentó en 1981, reduciendo las subvenciones, pero echó rápidamente marcha atrás cuando llegó la amenaza de una huelga nacional.

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Pese a todo, la patronal, dirigida por un hombre hábil, sir Norman Siddall, logró cerrar unas 20 minas y despedir -pagando y tras una dura negociación- a más de 20.000 mineros. La cifra no era suficiente a ojos de Margaret Thatpher, que preparó cuidadosamente un nuevo plan. Norman Siddall dejó su plaza a un fichaje llegado de Norteamérica, un duro llamado Ian Mac Gregor, amigo personal de la primera ministra. Los mineros interpretaron la llegada de Mac Gregor como una auténtica declaración de guerra. El nuevo presidente de la patronal anunció rápidamente sus planes: disminuir la producción en cuatro millones de toneladas; es decir, cerrar entre 20 y 25 minas más y despedir a otros 20.000 trabajadores. "Todo estaba preparado", explican los portavoces del NUM, "la prueba, es que se habían preocupado de reunir unas fuertes reservas de carbón para poder aguantar una huelga prolongada". Al iniciarse el conflicto, el 9 de marzo pasado, las centrales eléctricas anunciaron que tenían 24 millones de toneladas de carbón, más del doble de las reservas que poseían antes de la huelga de 1974. Resulta imposible calcular, sin embargo, cuánto, tiempo pueden soportar la siderurgia y la industria eléctrica sin nuevos suministros, porque habría que tener en cuenta una mayor utilización de energía procedente del petróleo y de las centrales nucleares (aunque resulte más cara). "Podemos resistir sin necesidad de restricciones hasta 1985", alIrman los responsables de la NCB. "Para noviembre habrá cortes de suministro", asegura el NUM.

Concentración policial

Todo parece indicar que el Gobierno, sabía cuáles eran las consecuencias del plan, pero que calculó mal la reacción de los mineros. En principio, el NUM estaba moralmente obligado a convocar un referéndum entre todos sus afilliados para saber si querían ir a la huelga, o no. Thatcher pensaba que los mineros responderían negativamente, como ya habían hecho en 1979, 1982 y 1983. Pero esta vez Arthur Scargill, presidente del NUM y portavoz del ala más radical del sindicalismo británico, renunció a la votación. Fue la ejecutiva, que él controla, la que convocó una huelga oficial. La ley recién aprobada por el Parlamento, que obligaba a someter las convocatorias de huelga a referéndum, todavía no había entrado en vigor y no podía, por tanto, ser sancionado con la retención de los fondos del sindicato.

Pese a todo, el Gobierno creyó que un sector importante de mineros ignoraría las recomendaciones del NUM y seguiría trabajando. Para animarlos a ello y ayudarles se organizó la mayor operación policial que recordaba el Reino Unido desde la segunda guerra mundial. Miles de agentes fueron transportados a las zonas mineras para proteger a los trabajadores que estaban dispuestos a cruzar los piquetes. Los cálculos resultaron ciertos en la región de Nottinghamshire, donde varios pozos continúan en producción, pero fracasó en el resto del país, donde miles de policías se encontraron protegiendo a uno, dos o siete mineros dispuestos a ir a la mina, aunque sea un mero acto simbólico.

De las 175 minas de carbón británicas en explotación, sólo 40 mantienen alguna producción, en algunos casos insignificante, y de los 175.000 mineros sólo los del condado de Namshire desafiaron al sindicato.

Según pasaban las semanas, la exasperación de los huelguistas aumentaba, como aumentaba también la violencia. Todos los días, desde hace varios meses, los británicos se desayunan con la noticia de que durante la madrugada cientos de mineros han sido detenidos y con las violentas imágenes de coches destruidos y brazos rotos. El propio Scargill resultó levemente herido en un encontronazo con la policía, al igual que un diputado laborista. Los policías, por su parte, se ven atacados con piedras y cuentan, como los mineros, a sus heridos por docenas. Sorprende. ver la imagen de cientos de bobys con pertrechos antidisturbios golpeando los escudos con las porras y gritando rítmicamente como los propios piquetes. El nerviosismo

Duelo entre el carbón y la 'dama de hierro'

Viene de la página anteriorha llegado a tal grado que el presidente de la Federación de Policía, indignado por una resolución del Congreso laborista condenando la actuación de las fuerzas del orden, se atrevió a decir: "Si los laboristas no cambian de actitud pueden encontrarse un día, cuando lleguen al Gobierno, con que la policía no puede trabajar con ellos". El líder socialista Neil Kinnock aplacó los ánimos, y el policía solicitó disculpas públicamente a los pocos días: "Trabajaremos con cualquier Gobierno democráticamente elegido, como es nuestra obligación".

El clima de enfrentamiento social aumenta día a día y ya casi no resulta extraño oír que Scargill está amenazado con ir a la cárcel si no comparece ante un tribunal que ha declarado que la huelga es ilegal o escuchar al líder radical gritar ante el congreso laborista: "Entre la cárcel y traicionar a mi clase, prefiero la cárcel". La oposición, algunos obispos e incluso algunos antiguos líderes conservadores, como el ex ministro Edward Heath o el ex ministro de Asuntos Exteriores Francis Pym, presionan para que el Gobierno medie en la disputa, tranquilice los ánimos y ayude a encontrar soluciones, pero la primera ministra se sigue negando en redondo. "Hay que cerrar las minas que no son productivas, y es la National Coalboard la que tiene que negociar", explica una y otra vez.

Dispuesto a ir a la cárcel

Cueste lo que cueste la huelga, el Gobierno parece decidido a mantenerse en sus trece, con la esperanza de que el NUM, agotado y obligado por la deserción de sus propios afiliados, dé su brazo a torcer. El sindicato, por su parte" asegura que está más unido y fuerte que nunca y que puede resistir muchos meses más. Sin embargo, el panorama no es tan satisfactorio como Scargill quiere hacer creer. El sindicato de trabajadores de la electricidad no está dispuesto a darle su solidaridad, como tampoco el de la siderurgia. La violencia de los piquetes le enajena la simpatía de la opinión pública y su imagen de marxista radical se presta a todo tipo de ataques en la prensa popular. Además se encuentra cada día más cercado por los tribunales, y aunque esté dispuesto a ir a la cárcel y niegue la autoridad de los jueces para interferir en las relaciones laborales, sabe que oponerse a la acción de la justicia tiene un elevado coste en el Reino Unido.

La dama de hierro parece mantener la sangre fría, porque sabe que aunque muchas conservadoras le reprochen su falta de sensibilidad y la acusen de provocación, al final se tienen que unir a ella para impedir la victoria de un sindicato marxista. Como escribía, allá en el mes de abril, el comentarista Brian Waldem: "Hay que olvidar cualquier idea de que Margaret Thatcher se rinda ante Scargill. Antes preferiría morirse. Sabe perfectamente que ceder ante el líder minero destruiría su credibilidad. Ese pensamiento ni se le pasa por la cabeza. Va a luchar hasta el final y a ganar". Gane o no, la batalla de los mineros ya no es sólo un conflicto laboral. Todo el Reino Unido se encuentra involucrado en ello.

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