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FESTIVAL DE OTOÑO

'La noche transfigurada', entre la poesía y la música

Después del triunfo alcanzado con Tango, Óscar Araiz y el Ballet del Gran Teatro de Ginebra presentaron en su segundo programa en el Festival de Otoño de Madrid las realizaciones coreográficas de El mar, de Debussy; Noche transfigurada, de Schönberg, y Matias, el pintor, de Paul Hindemith. Es característica de Araiz -que asume a su modo las actitudes de Dore Hoyer, Mary Wigman y Marie Tambert más que el iluminismo pintoresquista de José Limón- hacer su danza, no sólo a partir de la música, sino tratando de interiorizar cada partitura hasta llegar a su razón de ser. Lo que, a mi juicio, consigue plenamente en el tríptico debussyano, un ejemplo de cómo puede lograrse la unión de unas concepciones abstractas con la presencia casi física del mar y su misterio. Como un impresionismo oscurecido, más lineal que puntual, el ballet de Araiz, con trajes y escena de Cytrynowsky, fue encarnado a la perfeccion por toda la compañía.

Kim Cassiman e Ivan Michaud danzaron La noche transfigurada, de Arnold Schönberg, según la coreografia de Araiz, tan atenta a los pentagramas como a Ios versos que los provocaron, originales de Richard Delimel, seleccionados del libro Mujer y mundo, 1986. La pareja, envuelta en la soledad de la noche, camina por el bosque desolado. Schönberg, en su temprano sexteto, prolonga el mundo wagneriano y lo interna en las galerías del expresionismo. La exaltación lírica de un melodismo no recortado, sino continuado y erraburido, posee un extraño poder de penetración. Araiz analiza la obra de tal modo que, al final, no sabemos bien si le ha importado más la música o la poesía, o, lo que es más siguro, las ha integrado en la danza.

Lo plástico y lo musical

En fin, Matías, el pintor fusión de lo plástico y lo musical, del retablo de Mathis Grunewald en Isenheim y los pentagramas, ayer disonantes, de Hindemith-, aun siendo algo bien planteado, me pareció menos conseguido en su realización, si lo comparamos con el resto del repertorio. Bonnie Wyckoff, Robert Thomas y los bailarines que encarnaron ángeles y tentaciones trabajaron bien, pero con cierta inseguridad, como si se tratara de una obra no danzada desde hace algún tiempo. Tal es la impresión, para decir laverdad, en medio de la magnífica actuación de la troupe ginebrina, -cada día más esfejo del singularísimo talento de Oscar Araiz.

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