Dalí y el hombre que sobra
Inaudito, pero cierto: tras el incendio en el castillo de Púbol, toda la Prensa española, desde la más ultra hasta la más progresista o independiente, compartió la misma opinión y la mantuvo con los mismos argumentos durante cierto tiempo. Pues bien, este hecho inaudito lo consiguió Dalí. Pero Dalí puede cosas que la mayoría ni sueña con hacer.La cuestión es que, ya sea por ignorancia, ya sea por mala uva, todos los periodistas que se ocuparon del caso en los distintos medios de comunicación opinaron, como un solo hombre, que Dalí había sido poco menos que secuestrado, hecho prisionero, mal alimentado, quemado y prácticamente rematado. Por toda prueba aportaron las declaraciones más o menos sensacionalistas de oscuros personajes y/o de individuos pintorescos, exhibiendo, tristemente, su total desconocimiento, no sólo ya de los hechos, sino, lo que es peor, del personaje central de la historia: Dalí. Convirtieron la compleja trajedia de un artista genial en un melodrama fotonovelesco en el que, por de pronto, tenían a la víctima, un anciano desvalido, a la que, por supuesto, había que buscar inmediatamente uno o más verdugos: los chacales, dispuestos a todo: Miguel Doménech, Antonio Pitxot y, sobre todo, el francés, ese extranjero, Robert Descharnes.
Un melodrama previsible
Y, como era lamentablemente de prever, el melodrama sedujo hasta al más sensato. Pocos fueron los que se inquietaron ante tan sospechosa unanimidad. Casi todo el mundo se tragó el dramón. ¿Qué hemos hecho de la facultad de cuestionar lo que dicen todos los demás? ¿Dónde está esa capacidad de pensar por cuenta propia? ¿Habremos perdido el don de hacer preguntas, hasta las más obvias? La verdad es que a nadie se le ha ocurrido pensar, aunque sólo sea un segundo, cómo podía una personalidad como Salvador Dalí, blanco de atención mundial en todo momento -como bien pudo comprobarse- ser prisionero durante tanto tiempo. Por si este argumento aún pareciera demasiado débil, cabría añadir que lo tenían secuestrado en una casa donde hay permanentemente un guardia civil (¿estaría acaso la Benemérita comprometida en esa conspiración?), cuatro enfermeras, médicos de varias especialidades y de todo el mundo entrando y saliendo (muy a pesar, por cierto, del paciente, quien, por él, habría prescindido muy a gusto de todos ellos), personal doméstico desde hace 20 años, o más, con Dalí, el carpintero y el albañil (quienes, hace tan sólo un mes trabajaron en el castillo con Dalí en el proyecto de la torre Galatea) y, así, otras personas a quienes nadie ha preguntado, que se sepa, absolutamente nada. No olvidemos a esas autoridades con quienes Dalí hablaba regularmente por teléfono (¿quién sospecharía de la Generalitat, del Estado y del Gobierno españoles?), así como a algunas, muy escasas, personas a quienes sí Dalí quiso recibir, cuando él quiso recibirlas, o sea poco. Porque, veamos: cuando se ha concebido la propia vida como un escenario más, cuando uno se ha movido en él con brillantez y desenvoltura, francamente, ¿acaso cuesta comprender que uno no siente muchas ganas de seguir exhibiéndose ante la gente cuando ya lo único que se quiere es que le dejen a uno vivir / morir en paz y como a uno le apetece?
Morbosa idea sobre el siniestro
En ese mundo nuestro que no-sabe-no-contesta también cundió generosamente la morbosa idea de que el incendio había sido intencionado. Pero, ¡por Dios!, ya no somos niños y ya no podemos caer en la trampa de los buenos buenísimos y de los malos malísimos. Da la casualidad que, de los malos malísimos, sólo uno -Robert Descharnes- estaba en el momento del incendio y fue precisamente él quien, ayudado por un guardia civil, salvó a Dalí de las llamas. Pero ésta es una historia demasiado trivial para ser noticia: un vulgar cortocircuito. Eso le ocurre a todo el mundo, en las mejores familias, incluso, aquella misma semana, nada más nada menos que en Centre de Tavarny, centro neurálgico de toda la defensa francesa, causando un muerto. y un herido. ¡Nada!.
Sin embargo, sí habría sido una apoteósica y hermosa noticia contar fielmente las razones que indujeron a Dalí a negarse a ser ingresado en la clínica tras el incendio y, cuando accedió a hacerlo, a visitar antes su Teatro-Museo en Figueras. Pero, aparte de que ello supondría interrumpir el melodrama que ya había empezado a producirse y que ya se demostraba rentable, también habría supuesto admitir que, en este mundo, aún quedan seres excepcionales, diferentes, ajenos por completo a la uniformidad de nuestros prejuicios. Es alarmante que casi nadie intuyera que alquien que vivió como vivió Dalí, que pintó lo que pintó y que escribió lo que escribió, no podía reaccionar ante la vejez y la muerte que le rondan como cualquier hijo de vecino. Recordemos sus propias palabras: "La única diferencia entre un loco y yo es que yo no estoy loco". Dalí ha elegido siempre, en cada momento, cómo va a ser el siguiente, por mucho que les pese a tantos que quisieran programarle y normalizarle la vida. Nada más natural, por tanto, que un hombre como él se negara a abandonar el lugar donde había decidido quedarse hasta el fin, cerca de Gala, en cuya cama había estado sobreviviendo a ella y que acababa de convertirse en cenizas. Desde que se enfrentó a la muerte y se puso a juguetear con ella, Dalí decidió vivir muriendo a morir en vida o existir entre la vida y la muerte. Por eso, 24 horas después del incendio, expuso al fin sus condiciones: se entregaría a la sagrada institución médica para que dispusiera de él a su antojo tan sólo si, antes, le llevaban a ese lugar donde tal vez jamás vivió con mayor libertad, tan absolutamente suelto en su propia creación: el Teatro-Museo. Y quiso hacerlo, según sus propias palabras, "vestido de
Dalí", sin tubos ni aparatos, en su viejo Cadillac y con su querido gorrito de armiño, que algún periodista incauto tildó de ridículo porque creyó, en su benevolente ignorancia, que se lo habían impuesto los malos de la película. Una vez allí, ante su obra, gozó de ella y de sí mismo, mientras se iluminaban las bóvedas y éstas se llenaban de música wagneriana. ¡Este gesto es, señores, de una belleza sublime!
Y surgieron de la noche de los recuerdos y de los intereses creados esos amigos, parientes o no, llenos de un celo repentino, a quienes Dalí se ha negado a reconocer como tales y, sobre todo, a brindarles el espectáculo siempre indigno de la decrepitud. Sus razones tendría cuando, en 1981, estando Gala todavía con vida, probablemente ya aburrido del caosque él mismo había contribuido a crear a su alrededor y consciente de que había llegado el momento de poner las cosas en su sitio, decidió con quiénes iba a compartir ese trance y quiénes serían los testigos históricos de estos años difíciles. Llamó a su lado a Robert Descharnes -con quien, artista él también, trabajó y conversó durante más de 30 años y quien conoce su vida y su obra mejor que nadie-, Antonio Pitxot -no en vano descendiente de aquella familia de músicos y pintores que tanto habían apoyado al niño Dalí frente a la intransigencia notarial del padre- y, como para sellar y dar fe de este pacto tácito, Miguel Doménech, abogado.
Pero hay amigos obstinados en que la confusión en tomo a Dalí continúe sea como sea. ¿Acaso no cabe preguntarse al menos una vez por qué? ¿A qué vienen los desmanes de ese anciano iracundo que ya en cierta ocasión agredió a Dalí en plena rue de Rivoli, y que la Prensa española ha llamado "el editor de Dalí" sin saber a ciencia cierta de dónde salía ni, sobre todo, qué se proponía con tanta calumnia y tanta saña? ¿A qué vienen las pobres quejas de personajes segundones, dolidos y resentidos, y de parientes a quienes Dalí por una u otra razón, habían ido alejando de su entorno hasta el rechazo histérico? ¿A quién, o a quiénes, beneficia sembrar el desconcierto, desviar la atención hacia chismes de prensa amarilla y, ante todo, confundir a la opinión pública con respecto a la cuestión de fondo, la única y verdadera rázón de tanto ir y venir: los miles de millones que ha generado y aún genera la industria de los falsos de Dalí. Esta máquina incontrolada, es cierto, la permitió antaño el propio Dalí con su consabido horror por todo orden y todo legalismo, y, en particular, por esa fijación paranoica por la idea del oro.
Control de la reproducción
Pero hoy Dalí ha entregado el control de la reproducción de su obra a Spadem (organización no lucrativa que gestiona, desde principios de siglo, la obra de pintores como Renoir, Degas, Rodin, Matisse, Picasso, por ejemplo) y denunció personalmente en varias ocasiones exposiciones y ventas de cuadros y litografias reconocidos por él mismo como falsos. Ahora bien, el contrato de Dalí con Spadem caduca a la muerte de aquél: su renovación dependerá exclusivamente de la voluntad de quienes resulten sus herederos. Así las cosas, y siempre más ineludible la muerte del maestro, no cuesta imaginar por qué, precisamente ahora, ciertos individuos muestran tanto empeño en desacreditar a quien sabe tanto como el propio Dalí qué es falso y qué es verdadero. De modo que, en este momento, el enemigo número uno es Robert Descharnes, sirriplemente porque él es el hombre que sabe, el hombre molesto, el horribre que sobra.
Ahí tienen, señores periodistas, una buena historia policiaca. Una investigación a fondo les espera, cuando aún no han terminado las calumnias y todavía no ha empezado el ataque final.
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