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La dialéctica de la cruz / 1

Hace algunos días, el cardenal arzobispo de Sâo Paulo, Paulo Evaristo Arns, declaró en Bonn que "nadie habría podido pagar" la publicidad que hizo el Vaticano al teólogo, también brasileño, Leonardo Boff; y es posible que tenga razón. Conocida es la oposición que la teología de la liberación (TL) encuentra en los círculos más conservadores de la Santa Sede, y específicamente en Juan Pablo II; pero pocos esperaban que la más difundida manifestación de ese rechazo fuera tan dura, tan poco persuasiva y, en definitiva, tan decepcionante como el documento en que el cardenal Joseph Ratzinger somete a juicio esa nueva postura, cada vez más extendida entre el sacerdocio de América Latina.Hay quienes piensan que la tácita condena es tan sólo un globo de ensayo, y basan esa creencia en la expresa declaración de que el mencionado texto no es un documento oficial de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, de la cual Ratzinger es nada menos que el cardenal prefecto, sino tan sólo la expresión particular de ese teólogo. Después de todo, el viaje a Roma del franciscano Leonardo Boff, obligado a comparecer ante Ratzinger en una virtual rendición de cuentas, concluyó en una suerte de empate, y ese inesperado desenlace, que conjuró agüeros y desbarató pronósticos, representa, sin duda, un triunfo, en varios niveles, para Boff; ya que en pocos días éste ha visto crecer en todos los ámbitos, religiosos o no, el interés y la consideración por su figura y por la TL. Es posible que en la discreción que imprevistamente siguió al propósito inquisidor del cardenal prefecto haya influido el hecho de que Boff no es un caso aislado, sino simplemente uno de los numerosos teólogos y/o sacerdotes latinoamericanos que han centrado en el pueblo su práctica de Dios ("Hay que practicar a Dios", sostiene el peruano Gustavo Gutiérrez", otro conspicuo mentor de la TL que ha sido convocado a Roma").

La teología de la liberación es una suerte de Galileo colectivo, y, en consecuencia, no es tarea fácil

(tanto Wojtyla como Ratzinger lo saben) borrarla del mapa eclesial. Si Galileo padeció la soledad, y aún así salvó su honor para la historia con el eppur si muove, los teólogos de la liberación disponen en cambio de la solidaridad y no tienen necesidad de acuñar ningún adagio para afirmar que la Iglesia de los pobres se mueve. Como bien ha anotado Gianni Gaget Pozzo, "el conflicto es, sin duda, político, pero no de política laica; es de política eclesiástica". Y también: "El interrogante fundamental tiene que ver no con la TL, sino con la esencia de la Iglesia católica".

Otro teólogo, el brasileño Rubem Alves, al subrayar el compromiso de Cristo con la causa de la libertad, ha destacado "el carácter dialéctico y conflictivo de la cruz". Es justamente en esa dialéctica de la cruz donde se cruzan el verticalismo de la autoridad pontificia y el horizontalismo democrático de la TL. En su libro Iglesia: carisma y poder, Leonardo Boff critica la pirámide jerárquica de la Iglesia y propone reemplazarla por una Iglesia del pueblo de Dios.

Para quienes vemos estas contradicciones desde fuera del ruedo eclesial, todo el proceso posee una extraña fascinación. La revista española Misión Abierta acaba de dedicar al arduo tema su número de septiembre, y la selección de materiales (que incluye, por supuesto, el áspero texto de Ratzinger) permite comprender el enorme atractivo que la TL tiene para América Latina y el Tercer Mundo. En los planteamientos de Jon Sobrino, Pablo Richard, Tamayo Acosta, José Maria Castillo, González Faus, los hermanos Boff, Hugo Assmann, Joseph Comblin, Ignacio Ellacuría, Pedro Casaldáliga, Alberto Iniesta, Giulio Girardi y tantos otros hay un lenguaje nuevo, dinámico, imaginativo, creador. Es verdaderamente estimulante hallar a todo un equipo de teólogos que, en vez de repetir los fatigantes y anacrónicos veredictos contra el aborto, el divorcio y los métodos anticonceptivos, nos dice que "si esta teología habla de opresión y de liberación (...), necesita saber de qué está hablando (...), necesita de los análisis de las ciencias sociales y de todo lo que ilumine la verdad de la realidad concreta", y también que "estar en la verdad de las cosas no se consigue automáticamente, porque también la inteligencia teológica tiene su propia concupiscencia, que inclina a alejarse de y a tergiversar esa verdad" (Jon Sobrino). Es reconfortante hallar en la contribución de Joseph Comblin (nació en Bruselas, pero desde 1958 ejerce la docencia teológica en América Latina) que "no es suficiente que la TL hable en nombre de los pobres, sino que ha de conseguir que los pobres recuperen el uso de la palabra y que el lenguaje de Dios deje de ser propiedad de las castas privilegiadas". González Faus, por su parte, recuerda que el papa Pío XI decía que "el gran escándalo de nuestro tiempo era que la Iglesia hubiera perdido a la clase obrera".

Hasta la aparición de la teolo

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gía de la liberación, el lenguaje de la Iglesia, aun el de las encíclicas, parecía destinado (y acaso lo estaba) fundamentalmente al clero y, en la más amplia de sus opciones, al creyente. Desde la irrupción de los nuevos teólogos latinoamericanos (o estrechamente vinculados a América Latina) se ha creado una franja social, comunitaria, en la que pueden coexistir y trabajar religiosos y

ateos, cristianos y no cristianos. Ya el teólogo y sacerdote uruguayo Juan Luis Segundo (que imaginativamente da vuelta los términos y los enriquece al apuntar hacia una liberación de la teología) había propuesto "dialogar con el ateo potencial" sobre lo que puede significar Jesús de Nazareth para el hombre de hoy.

El documento de Ratzinger, en su rústica y sin embargo turbia arremetida, ataca a aquellos teólogos que "han hecho suya la opción fundamental marxista". Los hermanos Boff responden sensatamente que la TL simplemente se ha servido del marxismo como de un útil instrumento para la comprensión de la realidad social; José María Castillo habla de "una utilización no servil" del análisis marxista, "desvinculándolo de sus presupuestos filosóficos". Curiosamente, el Documento de Puebla dejó constancia de un alerta que Ratzinger no parece tener presente: "El temor del marxismo impide a muchos enfrentar la realidad opresiva del capitalismo liberal". Por otra parte, resulta obvio que la acusación de marxista es usada por Ratzinger como factor descalificante y con un sentido tan satanizador como en el corriente discurso pinocheteano.

Ahora bien, si la infección marxista ha penetrado en la TL, sólo queda un brevísimo paso para la otra (y más temible) acusación implícita: la TL "no cabe en ninguno de los esquemas de herejía conocidos hasta ahora" (cita textual del documento Ratzinger). Tengo la impresión de que en ese párrafo al cardenal prefecto se le fue la mano. Como observan los hermanos Boff, en el juicio a la TL, Ratzinger "no se deja conducir por el principio hermenéutico, que es la presunción de inocencia, sino por el de la presunción de perversidad". Es increíble que en las postrimerías del siglo XX los espectros del Santo Oficio todavía hagan señas desde el fondo de la Historia.

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