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Yamamoto

Japón es ya más que una potencia o un poder, es un estilo. Los mejores diseñadores están alertados y hacen ejercicios bajo esa luz taimada. La energía de la razón occidental, las fuerzas del rasgo y el color, todo queda anegado por la secuencia líquida de las formas japonesas.En los grandes almacenes Bloomingdale's, de Nueva York, se inaugura esta semana una vasta exposición de productos japoneses. La muestra cruza departamentos desde el mueble a los caldetin es, y en ningún caso el visitante recibe esa antigua impresión de hallarse, por comparación, ante la hostilidad de lo exótico. Aquella cultura viene matizada, para ser entendida, en este abecedario, y con ello le sobra para ofrecerse como un nuevo y persuasivo referente.

Bastaría detenerse en la ropa. En la ropa, puesto que cuando alguien es atraído por un jarrón, tarde o temprano lo somete a su dominio, mientras que si alguien ingresa en una indumentaria es, al cabo, su servidor o su correligionario.

He aquí, pues, el efecto Bloomingdale's. Giorgio Armani o Luciano Soprano, Ungaro, Marithé-Françoise, Girbaud o Williwear-Willismith, reunidos y contrastados con los diseñadores japoneses en un recinto donde sólo hay un campeón solitario y mudo: Yohji Yamamoto. Adolfo Domínguez, que ama esta poesía, lo sabe, y lo sabe también, más o menos oblicuamente el reducido puñado de grandes creadores internacionales. Yamamoto es el imperio del signo.

Frente a la garrulería de los colores o las acrobacias formales, esta ropa blanca, negra o azulada parece que no habla odice una única palabra. Una prenda igual a una palabra. El color está absorto bajo el tacto. O bien: no se trata de una camisa o de un gabán coloreado, es el color lo que se toca. Y de igual modo se recibe la impresión de las formas. No discuten con el deseo, lo siguen. No buscan inmiscuirse en el chafárdero mundo de las sorpresas, sino que son dóciles a la seducción tal como la primera mirada suscita.

Yohji Yamamoto. Hoy todavía es una opción, mañana será un símbolo.

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