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Tribuna:
Tribuna
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Tres jornadas de reflexión sobre la OTAN / 2ª

Cual si no fuese una experiencia ya de antiguo sobradamente conocida, denunciada y estudiada, la de hasta qué aberrante extremo en toda la creación humana -en las instituciones, en la burocracia, en la política, en la industria, en el progreso- la autónoma hipertrofia de los instrumentos y los me dios tiende a prevalecer sobre los fines hasta subordinarlos e incluso suplantarlos, el militarismo universal en auge se obstina en ignorar irresponsablemente -si es que no en rechazar neuróticamente la evidencia de que tal quid pro quo afecta también al instrumento de la fuerza bruta, o sea, a las armas, que por su índole extrema y privativa de prima y última ratio, con su ciega exigencia de funcionalidad absoluta y de eficacia a ultranza, subordinarán y sacrificarán a los ya sólo nominales fines en magnitud, tanto mayor y prepotente y en cualidad, tanto más imperativa y más aterradora cuanto esa índole misma les permite mostrarse tan paladinamente impunes frente a ellos como para no temer ni tan si quiera invertirlos por completo. Así, el actual militarismo universal se va volviendo sin más ni más sinónimo de descualificación, des¡deologización o desnaturalización de contenidos, como si ya Pericles, en su último discurso, hace ya casi 25 siglos, no hubiese señalado hasta qué punto el puro antagonismo puede volverse su propio contenido, olvidando y sustituyendo por entero los motivos de la querella originaria. ¡Y todavía hay quien tacha de emocionalidad al pacifismo por contraposición a una presunta racionalidad del militarismo! El hecho de que el proceso de des cualificación ideológica o desnaturalización de contenidos incoados y acelerados por la paranoica euforia del militarismo parezca estar más avanzado en los países de ideología comunista sería tan sólo una diferencia temporal, cuantitativa, que no invalida en modo alguno la indiferencia del fenómeno con respecto a la. índole de la idea afectada; y consiguientemente, salvo que se sustente la superchería de un carisma histórico divino, no hay fundamento alguno para confiar en que la militarización, que tan eficaz se ha demostrado en investir -y sea cual fuere el valor que se les dé- las esperanzas comunistas hasta traicionarlas por completo, vaya a perdonar en cambio a la utopía, la idelogía y las esperanzas de las democracias. Pero veámoslo en detalle.La anticipación temporal, la dilatación espacial y la ramificación casuística son magnitudes en constante aumento en la actual militarización universalizada y permanente, dando lugar a que el techo y él alcance de las materias cubiertas o afectadas por la exigencia del secreto, y consiguientemente excluidas del conocimiento y de las competencias de la ciudadanía, sean cada vez mayores. Hace ya tiempo nos hemos despedido de los felices días en que el secreto militar se limitaba a celar únicamente fórmulas químicas de nuevos explosivos o nuevas aleaciones del acero, o bien la fecha y el lugar de una ofensiva a 15 días vista; hoy el secreto se anticipa en años y no afecta a una simple ofensiva decidida, sino a un entero abanico de guerras imaginadas entre lo posible, y así el secreto militar se extiende, como mancha de aceite, desde lo proyectado hacia lo imaginable y va ascendiendo de la tecnología aja logística, a la geoestrategia, a la geopolítica y, finalmente, a la política exterior. El hecho de que recientemente se haya escrito que la ciudadanía española carece de competenc¡as suficientes para decidir de su permanencia o su salida de la Alianza Atlántica, porque los datos que necesitaría para elegir con conocimiento de causa entre esas dos opciones de política exterior están cubiertos por el secreto militar, muestra la forma en que la militarización y la configuración mental militarista hacen que las democracias modernas tiendan cada Vez más a reducir a sus ciudadanías a una condición equivalente a la que la burguesía tradicional reservaba a sus mujeres: señoras y hasta reinas en su propia casa, pero sin voz ni voto en lo que se ventila de puertas para afuera, que es cosa de hombres. Y esto en un mundo cada día más desatadamente internacionalizado.

La nueva diplomacia

En lo que atañe a la esfera diplomática, la militarización se manifiesta en el hecho de que, mientras en otros tiempos las conferencias internacionales tenían por contenido dominante las propias res disputatae -territorios, ducados, sucesiones, derechos, agravios, etcétera-, en tanto que los compromisos sobre los límites y él equilibrio de la correlación de las fuerzas respectivas aparecían todo lo más entre las condiciones accesorias, hoy, inversamente las principales conferencias internacionales entre antagonistas han elevado a contenido exclusivo, o casi exclusivo, de lo hablado el capítulo referente al número, el grosor y la longitud de los garrotes, y el número, el tamaño y el peso de las piedras que cada una de las partes se comprometería a no sobrepasar, quedando los contenidos políticojurídicos adjetivamente subordinados a semejante materia principal y confiados a subcomisiones secundarias. La diplomacia jurídica, la diplomacia de pacto y tratado de paz, va siendo sustituida por una diplomacia militar, por una diplomacia de alto el fuego e intercambio de rehenes. Pero esta diplomacia militarizada -comto es inevitable- en donde juega el agon de la espada y la hybris del guerrero- adolece además de la necesidad de hacer extensivos a las negociaciones mismas los rasgos de la guerra, los signos bélicos de vencido y vencedor, lo que introduce el condícionamiento y la perversión sobreañadidos de tener que salvar las apariencias coram populo, frente a la galería, apariencias de pura propaganda, que se ven precisadas a contar -incrementándolas de paso- con las necesidades narcisistas del orgullo autoafirmativo de los pueblos. Así, como ha recordado recientemente James Reston en el New York Times, para el norteamericano de hoy -y yo creo que no sólo para él- también en las negociaciones es preciso ganar. Pero este ganar, quede bien claro, no significa obtener ventajas efectivas, sino lograr la simbólica apariencia pública de una victoria, la apariencia de que las concesiones han sido arrancadas a la parte: contraria contra su voluntad, sacrificando incluso, a los efectos, siempre que sea preciso, alguna. ventaja real. Hace ya tiempo había, observado yo esto mismo en relación con las negociaciones de París entre Kissinger y Le Duc To, que dieron fin a la guerra de Vietnam. En un momento dado, se había llegado al punto en el que ambos sabían perfectamente in pectore cuál iba a ser el lugar de encuentro exacto en que iban a alcanzarse las mutuas concesiones, el límite preciso en que iba a situarse la paz en el papel (y ambos sabían también hasta qué punto iba a ser papel mojado); pero Kissinger tenía que presentar al pueblo americano aquel tratado no ya como un acuerdo conseguido con los vietnamitas, sino como una victoria diplomática alcanzada sobre los vietnamitas; solamente esta imagen de tratado cobraría ante los ojos del narcisismo colectivo americano la apariencia de una paz honrosa ("paz honorable", como se maltradujo por entonces). Y a esta función simbólica fue a lo que respondieron los feroces bombardeos de Haiphong y de Hanoi: la firma del tratado sobrevino inmediatamente después, y los bombardeos lograron de este modo la apariencia de que el tratado había sido arrancado a los vietnamitas con la fuerza de las armas, y sólo .este sangriento simulacro satisfacía con cierto grado de eficacia las exigencias de "una paz honrosa", dado el degenerado concepto del honor que lo pervierte en pura hybris, en cruda y desnuda soberbia de la fuerza.

El signo de la uve

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Este concepto o sentimiento del honor es lo que está detrás del criterio diplomático indicado por James Reston, y con arreglo al cual también la diplomacia sufre la servidumbre de la necesidad u obligación de tener que apuntarse tantos. Y es difícil sobreestimar los catastróficos efectos de semejante servidumbre, ya sea en su aspecto de condicionamiento electoral para naciones como las democráticas, con sus jefes sujetos a reelección o remoción por el sufragio popular, ya sea en su aspecto de condicionamiento propiamente diplomático, por el terrible grado de agarrotamiento que para el éxito de las negociaciones mismas supone el que ambas partes necesiten el poder hacer aparecer ante su propio público (que el Este también lo tiene) cualquier acuerdo alcanzado como un tanto a su favor y una claudicación del adversario. Huelga poner ejemplos de cómo incluso a veces ya el mero sentarse ante una mesa de negociaciones cobra valor de capitulación. Así es cómo la militarización universal de la política, tiñendo con los colores de la guerra a la misma diplomacia, viene a hacer que esta última vaya a encontrarse, como el fuego con la yesca, con los más arcaicos, irracionales y egolátricos sentimientos nacionalistas de los pueblos. Por grotesco que pueda parecernos, algo como la victoria de Granada alimenta realmente el orgullo patriótico de los norteamericanos o, por decirlo con expresión anglosajona, "los devuelve el respeto hacia sí mismos".

Bien conocida es la correlación entre el aumento de los sentimientos de nulidad y de impotencia pública en individuos y en comunidades y el incremento de las necesidades de satisfacción del narcisisino colectivo, por sustituto o por compensación. Esto es lo que hoy militarismo está explotando sin rebozo y a mansalva entre las democracias de Occidente; y por aquí, no por donde pretende distraer nuestras miradas el panfleto de Revel, es por donde caminan hacia su acabamiento. Las ciudadanías de las democracias, prácticamente. excluidas de un jefectivo ejercicio de la voz y el voto en la política exterior por el cada día más omnicomprensivo secreto militar, relevadas del ejercicio armado de su soberanía en un ejército de ciudadanos por una mesnada de particulares tomados a contrata -voluntarios, mercenarios o jenízaros, según la mejor o peor intención con que queramos designarlos-, reducidas en sus atribuciones y competencias públicas a la estrecha y mezquina esfera de lo privado y lo doméstico, serán terreno abonado para el surgimiento y la entronización de adalides capaces de proporcionarles puras satisfacciones autoafirmativas, a semejanza de un campeón olímpico. El neonacionalismo puede con todo rigor denominarse patriotismo deportivo, por cuanto por fundamento de adhesión y participación tiene los mismos, incondicionados rasgos de amoralidad que presiden la opción de hacerse partisano de un equipo y no de otro cual quiera (ya que; por definición, ningún equipo de fútbol tiene por contenido la defensa de causa externa alguna, sino tan sólo la interna y redundante de su propia victoria). La deportiva agnoralidad del neonacionalismo llegó a expresarse sin equívocos por boca de Margaret Thatcher, a raíz de su victoria en la Malvinas: "Lo único malo de las guerras es perderlas". ¡Al carajo, así pues, la universalidad de la moral cristiana! ¡Al carajo el acrisolado y venerable derecho de gentes! ¡Al carajo también la primitiva virtud de los romanos, cuya cifra fue aquel "poner la justicia por encima de la victoria" que los faliscos elogiaron en Camilo! ¡Al carajo, por fin, hasta el mismísimo sentido del honor guerrero! Todo eso no son ya más que ñoñerías y antiguallas que el principio de funcionalidad y de eficacia a ultra del militarismo no puede ya tolerar por un día más. Pero entonces habrá que preguntarse cuáles serán los tan cacareados valores de la civilización occidental en cuyo nombre nadie jura y perjura tanto, en un ansioso afán de legitimación, como el militarismo. No sé si los ingleses, con la victoria de las Malvinas, "han recobrado el respeto de sí mismos". Puedo decir que desde luego el mío, por muy poco que valga, sólo se lo ha ganado aquel puñado de londinenses que, a raíz del torpedeamiento, del crucero argentino General Belgrano, se echó a la calle con una pancarta que decía: "Estoy avergonzado de ser inglés". En ellos solos sobrevive el sentimiento de las responsabilidades públicas que trascienden los límites de las demarcaciones nacionales; en ellos solos sobrevive la sensibilidad moral que les permite distinguir entre el tirano loco que ordenó la invasión de las Malvinas y los infelices súbditos que pusieron sus vidas en la empresa -primeras víctimas de su propio mandatario-; en ellos solos sobrevive el sentido del honor de la nación", que les hace avergon zarse de su nombre público de ingleses cuando se ven corresponsables de una iniquidad contra terceros perpetrada por el gobierno y el ejército que actúan bajo su bande ra y en su nombre. Pero estos tipos al militarismo no le gustan nada, y lo menos malo que suele decir de ellos es que son gentes demasiado ingenuas y caracteres puramente emocionales.

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