El hedor de la ciudad y sus aguas
El agua de la ciudad actual atraviesa continuamente los límites de la ciudad: entra como producto de consumo y sale como residuos. En contraste, en todos los mitos indogermánicos el agua misma es el límite. Separa este mundo del otro; divide el mundo de los vivos del anterior y del próximo. En la gran familia de mitos indogermánicos, el otro mundo no tiene un lugar determinado en el mapa de la mente: puede encontrarse en el interior de la tierra, en la cima de una montaña, en una isla, en el cielo o en el interior de una cueva. No obstante, este otro mundo constituye un reino que se encuentra al otro lado de un cuerpo de agua: al otro lado del océano, en la otra orilla de una bahía. Para llegar a él, normalmente hay que cruzar un río: en unos hay un barquero; en otros hay que cruzarlo a pie. Pero en todos los mitos el camino que nos conduce por las aguas lleva, en el otro lado, a un manantial, y el río atravesado alimenta este pozo ultraterrenal.La ciudad clásica de Grecia y, sobre todo, Roma se construyen en torno a acueductos que llevan el agua a las fuentes. No es un pozo que alimenta un estanque ni el bardo épico, sino chorros de agua conducidos por artilugios de ingeniería y textos escritos limitados a libros lo que da forma al fluir del agua y de palabras de estos pueblos.
Del pozo al chorro, del estanque del recuerdo a la fuente esculpida, de los cantos épicos a la memoria de referencias, el agua como metáfora social sufre una primera transformación profunda. Las aguas de la cultura oral que corrían más allá de las orillas de este mundo se convierten en un elemento apreciadísimo con el que los gobiernos pueden abastecer las ciudades. En este punto comenzaría la historia del cambio de forma y significado que la cambiante percepción del agua da a la ciudad. En tal historia, las fuentes de Roma o las cisternas de Ispahan y los canales de Venecia y de Tenochtitlan aparecerían como criaturas extremas y poco comunes. La ciudad levantada junto a un río, la ciudad construida en torno al pozo, como si fuera su ombligo, la ciudad que depende del agua de lluvia que cae de sus tejados, se convertirían en los tipos ideales entre muchos otros. No obstante, con pocas excepciones, todas las ciudades en las que el agua se trae de manera deliberada de lejos han tenido hasta hace poco algo en común: lo que el acueducto trae dentro de los límites de la ciudad es absorbido por, su suelo. La idea de que el agua que se lleva por medio de tuberías hasta la ciudad debe salir de ella a través de sus alcantarillas no se convirtió en regla de oro del diseño urbano hasta una época en la que la máquina de vapor era ya algo común. Entre tanto, esta idea ha ido adquiriendo la apariencia de inevitabilidad (incluso ahora que la alcantarilla suele conducir a una planta de tratamiento de residuos). Lo que tales plantas producen y generan está mucho más alejado que nunca del agua de los sueños. La continua necesidad de lavabos de las ciudades ha reforzado el dominio que ejercen sobre la imaginación de los planificadores urbanos.
Lugares sucios
La queja de que las ciudades son lugares sucios proviene ya de la antigüedad. Incluso en Roma, con sus 900 fuentes, resultaba peligroso andar por las calles. Un tipo especial de magistrados de baja categoría se situaban en un rincón del foro, protegidos por un paraguas, y escuchaban y resolvían las protestas de la gente, alcanzados por los excrementos arrojados desde las ventanas. Las ciudades medievales las limpiaban los cerdos. Existen docenas de decretos que regulan el derecho de los habitantes de los burgos a tener cerdos y alimentarlos con los desperdicios públicos. El olor de los talleres de curtidos era una puerta al infierno. Sin embargo, la idea de la ciudad como lugar que tiene que ser continuamente desodorizado por medio del agua tiene un origen claramente marcado en la historia.
Aparece a comienzos de la era de la Ilustración. La nueva preocupación por fregar y limpiar es básicamente una preocupación por eliminar ciertos rasgos que no son tanto visualmente desagradables como molestos para el olfato. La ciudad entera se percibe por primera vez como un lugar de terribles olores. Y por primera vez se propone la utopía de una ciudad inodora. En mi opinión, la nueva preocupación por los oleres urbanos refleja básicamente una transformación de la percepción sensorial, y no un aumento de la saturación del aire con gases con un olor característico.
Tan sólo durante el último año del reinado de Luis XVI se aprobó un decreto que convertía en una labor semanal la retirada de excrementos de los pasillos del palacio de Versalles. Bajo las ventanas del ministro de Economía se estuvieron matando cerdos durante años y los muros del palacio estaban completamente impregnados con capas de sangre. Incluso los talleres de curtidos seguían operando en la ciudad, si bien ya a las orillas del Sena. La gente se aliviaba de manera totalmente natural contra los muros de cualquier vivienda o iglesia. El olor de las tumbas poco profundas formaba parte de la presencia de los cadáveres dentro de las murallas.
El olor de las heces
La intolerancia contra el olor de las heces surgió mucho después, aunque las primeras protestas contra su intensidad se pueden oír ya en 1740. Al principio llamaron la atención los científicos que estudiaban los aires, lo que hoy denominaríamos gases. En aquella época, los instrumentos para el estudio de las sustancias volátiles eran aún rudímentaríos; todavía se desconocía la existencia del oxígeno y su importancia en la combustión. Los investigadores tenían que confiar para sus análisis en sus narices. Pero esto no les impedía publicar tratados sobre el tema de las exhalaciones urbanas; se conocen docena y media de ensayos y libros sobre este tema, publicados entre mediados del siglo XVIII y la era de Napoleón. Tales tratados versan sobre los siete puntos olorosos del cuerpo humano, que van desde la parte superior de la cabeza a los' intersticios de entre los dedos de los pies. Clasifican los siete olores de descomposicion que se pueden observar en etapas sucesivas en el cuerpo de un animal en putrefacción. Dividen los olores desagradables entre los que son saludables, como el estiércol y los excrementos humanos, y los que son pútridos y perjudiciales; enseñan a embotellar olores para su posterior comparación y estudio de su evolución. Calculan asimismo el peso de sudores por persona entre los habitantes de las ciudades y el efecto de su depósito en el aire, en la vecindad de la ciudad. La nueva preocupación por los miasmas malolientes la expresa, en su mayor parte, un pequeño grupo de médicos, filósofos y escritores de la época. En casi todos los casos, los autores se quejan de la insensibilidad del público en general por la necesidad de eliminar estos malos aires de la ciudad.
A finales del siglo XVIII esta vanguardia de desodorantes comienza a contar con el apoyo de una pequeña aunque importante minoría dentro de la ciudad. En varios aspectos empiezan a cambiar las actitudes sociales respecto a los residuos corporales. La audiencia del rey con éste sentado en la taza del retrete ya había sido abandonada hacía dos generaciones. A mediados del siglo tenemos el primer informe de que en un gran baile había tocadores separados pala las mujeres. Y, finalmente, María Antonieta hizo que instalaran una puerta en su lavabo a fin de realizar su defecación en reservado, convirtiendo así el hecho en una función privada.
Primero fue el procedimiento, pero más tarde también el producto fue puesto fuera del alcance del ojo y de la nariz. Se puso de moda la: ropa interior que podía lavarse con frecuencia, además del bidé. Dormir entre sábanas en su propia cama era una idea llena de significado moral y médico. Pronto se proscribieron las sábanas pesadas, porque acumulaban aura corporal y producían sueños eróticos. Los médicos descubrieron que el olor de un enfermo podía infectar a los sanos, y la cama sencilla de hospital se convirtió en una exigencia higiénica, aunque no aún en práctica habitual. El 15 de noviembre de 1793 la Convención Revolucionaria declaró solemnemente el derecho de todo hombre a su propia cama como parte de los derechos del hombre.
De la mano de la nueva educación higiénica de la burguesía, el lavabo social de la ciudad se convirtió en el problema urbano predominante. La ciudad se comparaba al cuerpo humano, teniendo igualmente sus puntos de olor. El olor comenzó a ser una cuestión de clases. Los pobres son los que huelen, y con frecuencia no se dancuenta de ello. La osmología (el estudio de los olores) intentaba establecerse como ciencia independiente. Supuestos experimentos demostraron que los salvajes huelen diferente de los europeos. Los samoyedos, los negros y los hotentotes pueden ser reconocidos por el olor de su raza, que no tiene nada que ver con su tipo de alimentación o con sus prácticas higiénicas.
Aceptar el olor de la ciudad
Ser de buena cuna significaba ser limpio: no oler y no tener olor alguno pegado a su aura personal o en su casa. A comienzos del siglo XIX se educaba a las mujeres para que cultivaran su propia fragancia individual. Este ideal comenzó a aparecer por vez primera a finales de la época del Antiguo Régimen francés, en una época en que los, fuertes perfumes animales tradicionales, el ámbar gris, el almizcle y la algalia se abandonaron en favor de aguas de lavabo y aceites vegetales. La preferencia, típica de un advenedizo, de Napoleón por la antigua tradición llevó a una breve vuelta al empleo de la grasa animal de los genitales de roedores. Pero ya en época de Napoleón III su empleo era señal de libertinaje. La dama bien adornaba ahora su encanto personal con fragancias vegetales, que son mucho más volátiles, tienen que aplicarse con más frecuencia, permanecen en el ambiente doméstico y pueden resultar un signo de consumo evidente.
En 1860 se enfrentaban a ambos lados del canal de la Mancha dos ideologías nacionales a propósito del valor del alcantarillado. Víctor Hugo proporcionó la suprema expresión literaria a la postura francesa: La merde, puesto que la exclamación de Cambrionne debe considerarse como muy francesa y de un gran potencial comercial. En Los miserables alimenta "I'intestin du Léviathan". No hay duda, afirma, de que el alcantarillado de París en los últimos 10 siglos ha sido la enfermedad de la ciudad, pero "I'egout es le vice que la ville a dans son sang" ("la alcantarilla es el vicio que la ciudad lleva en su sangre"). Cualquier intento de meter los contenidos de las bacinillas por las tuberías sólo lograría aumentar los ya inimaginables horrores de las cloacas de la ciudad. Vivir en la ciudad exige aceptar su olor.
AIcantarillas
El punto de vista contrario sobre el valor del alcantarillado y la falta de valor de los excremento, fue el adoptado en 1871 por el príncipe de Gales, antes de convertirse en el rey Eduardo VIII. Si no fuera príncipe, dijo, le gustaría ser fontanero. El sudor de las clases trabajadoras era peligroso siempre que oliera.
Hasta comienzos del siglo XIX todas las ciudades norteamericanas venían obteniendo el agua de fuentes locales: de pozos, cisternas y manantiales. El agua se empleaba principalmente para beber y lavar: entre 4 y 10 litros por persona y día. A comienzos del siglo XIX los grandes incendios de las ciudades construidas con madera provocaron la demanda de agua para combatirlos. En 1860 ya se habían construido 136 centrales depuradoras en ciudades de Estados Unidos, que traían el agua dentro de los límites de la ciudad. Siempre que los grifos se introducían directamente en las casas, el consumo de agua aumentaba entre 20 y 70 veces: las cifras normales oscilaban entre 100 y 400 litros por persona. En los 20 años siguientes, por primera vez en la historia y a escala masiva, los hogares empezaron a depender del agua para la recogida de sus desperdicios. El agua residual iba en un principio a pozos negocios y cámaras subterráneas. Muy pronto la capacidad de los pozos negros de permitir que el agua residual se filtrara en el terreno se vio sobrepasada en todas partes. En 1880, el Gobierno de Rhode Island señaló como problema sanitario grave el hecho de que los residentes que habían metido el agua en sus casas no tenían forma de librarse de: ella. El coste del desagüe aumentó aún más debido a la decisión, en la mayoría de, las grandes ciudades norteamericanas, en el período 1880-1900, de construir alcantarillas conjuntas para las aguas residuales y la lluvia. La ciudad empezaba a descargar por sus alcantarillas una mayor cantidad de agua d e la que sus tuberías habían traído. Los ingenieros confiaban en la disolución y dispersión de los residuos en cuerpos naturales de agua como solución final para la eliminación de las heces. La nueva ideología urbana orientada al lavabo no sólo producía de esta manera nuevas zonas pantanosas artificiales en torno a los pozos negros de las zonas pobres, sino que dejaba que los ríos contaminados llevasen los recuerdos de la ciudad a los grifos situados río abajo. A finales del siglo XIX las infecciones producidas por las heces empezaron a filtrarse en el agua de los grifos. Los ingenieros se vieron obligados a elegir entre la aplicación de unos recursos económicos e institucionales limitados al tratamiento de las aguas residuales antes de su eliminación o el tratamiento de los abastecimientos de agua.
Durante la primera mitad de este siglo se puso el énfasis en la esterilización de las reservas. Tan sólo hace poco se ha sustituido la bacteriología -la antigua teoría de la suciedad de los miasmas corruptores- por la nueva teoría de la enfermedad producida por gérmenes que están continuamente amenazando al cuerpo con invasiones de microbios. Los ciudadanos exigían ante todo el abastecimiento de "agua potable libre de gérmenes" en sus casas.
Anestesia del fracaso
Posteriormente, hacia mediados de siglo, lo que salía de los grifos era algo inodoro y se había convertido en un líquido que mucha gente ya no se atrevía a beber. La transformación del H 2 O en un fluido de aseo era ya total. El énfasis público podía ahora dirigirse hacia la purificación de las aguas residuales y a la limpieza de los lagos. El coste del tratamiento y recogida de las aguas residuales era ya en 1980 el gasto mayor de las autoridades locales.
Sólo las escuelas cuestan más. Para los antiguos griegos, supongo, las lustraciones rituales alejaban en la mayoría de los casos a los miasmas. El esfuerzo por limpiar la ciudad de sus diabólicos olores ha fracasado claramente. En un elegante club de Dallas donde pasé la noche, unas peque ñas botellas con lengüetas de algodón emiten un potente anestésico que paraliza la mucosa nasal con el fin de enmascarar el fracaso del sistema de fontanería más costoso que se pueda comprar. El desodorante paraliza las percepciones nasales. Nuestras ciudades se han convertido en lugares de un hedor históricamente sin precedentes. Y nosotros nos hemos vuelto tan insensibles a esta contaminación como los ciudadanos del París de principios del siglo XVIII lo eran hacia sus cadáveres y excrementos.
Volviendo la vista al curso de la historia del agua en la ciudad occidental, podemos ahora distinguir ciertos puntos:
1. Es necesario que los sueños reflejen su época en el agua cosmológica correspondiente si queremos que enriquezcan la ciudad.
2. Tan importante como son las aguas de la ciudad para el lenguaje de los sueños, el H 2 O como sustancia no puede convertirse en el agua de la ciudad histórica a menos que se le infundan los sueños de los ciudadanos. A diferencia del "H 2 O, desde el punto de vista técnico", el agua como elemento cósmico es un producto social e histórico: una creación vernácula, única en cada lugar y época. Y a diferencia de las aguas prehistóricas del recuerdo y del olvido que se hallaban en el fin del mundo y que están siempre fuera de nuestro alcance, la ciudad se apropia del agua urbana y el genio del lugar le infunde la vida de la ciudad. La vida de una ciudad depende del nexo entre sus aguas y el curso de sus sueños.
3. En lo que hemos podido apreciar, una de las características esenciales de la ciudad moderna es su capacidad de degradar el elemento cosmológico metafísicamente, convertirlo en H 2 O y extinguir con ello su capacidad para reflejar el agua de los sueños.
4. La opacidad y la amenaza al Leteo que constituye el control del agua no es más que uno de los muchos ejemplos de la amenaza que una ciudad moderna supone para los sueños de sus habitantes.
Cuando los sueños se hacen mudos porque la materia que forma la ciudad se disuelve y arrastra los hilos que forman los sueños, la ciudad se torna en algo peor que la pesadilla: se convierte en la solución final a los sueños. La tarea del poeta se hace tan difícil como la de Orfeo en su viaje al Hades.
Este viaje tras el agua no ha sido agradable, pero en él se encuentra la única esperanza de encontrar unas gotas de agua para nuestros sedientos sueños. Si se quiere crear una belleza inspirada por el agua no queda otra solución que empezar con la pregunta: ¿existe aún el agua? ¿Podría ser más curativo para los sueños de vuestros hijos que lamenten, en lugar de glorificar, la pérdida del agua, sustituida por el H 2 O?
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