'Las Vegas' de Tierno
Sí, señor, también tenemos Las Vegas ... ; esta vez un poco separadas del centro, eso sí, pero, ¿qué son unos cuantos kilómetros en nuestros veloces coches? (aparte que lo cercano es lo próximo cuando el concepto de la distancia vial choca con el de la abundancia automovilística. Cuando el tiempo se multiplica por la masa metálica que nos separa de nuestro objetivo, léase embotellamiento, se llega antes desde el final de Princesa a Puerta de Hierro que a Colón, aun siendo menos kilómetros).... La prueba es que en el nuestro Las Vegas particular todos los coches llevan la matrícula de Madrid y no la de Segovia, pongo por caso, de ciudad más próxima por el otro lado, coches que al llegar se entregan al mozo de turno para que los guarde hasta que queramos irnos. Buena idea de la gerencia; cuanto menos tiempo se pierde en maniobras de estacionamiento más tiempo le quedaría a uno para pasarlo ante el tapete verde. Hay que dar toda clase de facilidades...
Todas no. Hay una revisión policiaca ante el mostrador; ¿documento de identidad? Veamos: nombre, dirección; y otra económica, ese pequeño óbolo (400 pesetas), que sólo sirve como cantidad simbólica para que demos más importancia al hecho de entrar.
Y tras los obstáculos policial y crematístico, el sanatorial. El norteamericano con su hijo no podía creer que no le dejasen entrar porque iba de chándal, como para hacer jogging. "¡Pero si es un chándal carísimo! Me lo compré en Francia; vale...". "No, mire usted", el encargado multiplicaba sus explicaciones, "no se trata del precio, ¿comprende? Si contáramos así, bastaría llevar una túnica de seda natural. No es eso, es que las normas de la casa...".
Problema complicado éste, que en la sociedad moderna, iconoclasta y pasota, se plantea continuamente en los lugares públicos; es la lucha entre la comodidad y la dignidad. Por la primera, en el casino se autoriza, sólo excepcionalmente y durante el verano, entrar sin chaqueta. Por la segunda, esa libertad termina ahí, sin una concesión más.
- No, mire usted; no puede pasar con pantalón vaquero ni deportivo como el que lleva. Compréndalo, hay que mantener un tono, una clase.
El norteamericano vacila, duda, propone una solución: entrará con el pantalón normal de su hijo y éste se quedará fuera. La gerencia acepta. Van a los servicios del exterior, se cambian; el empleado agradece el gesto, acompaña al yanqui, vuelve a su trabajo y de pronto encuentra al hijo en la sala con pantalón impecable.
-¿Y eso?
- Pues nada. He visto pasar a un chico más o menos de mi talla, le he ofrecido 100 dólares y mi pantalón por el suyo, y aquí estoy".
(Es una muestra más de la típica ingenuity de la que tan orgullosos están los americanos, palabra que, contra de lo que cree la inmensa mayoría de traductores de libros y en el cine no viene de ingenuo, sino de ingenio).
Pasado el examen de quién es uno; pasado el examen de cómo viste uno, estarnos ya dentro. Un promedio de 1.800 personas diarias visitan estas, salas acuciadas por los mismos móviles: a) curiosidad, b) apetencia de lucro, c) intento de demostrar que el hombre es más listo que la máquina y d) (lo digo tristemente porque me parece el motivo más increíble) obligados por esa blasfemia que se llama matar el tiempo. Ahí están todos..., han pagado lo mismo, tienen unos gustos parecidos; es, pues, una masa homogénea...
Monedas y palancas
De eso nada. Desde la puerta principal el grupo se ha escindido en dos sectores totalmente distintos. Nadie les ha dirigido, nadie les ha animado a entrar en una de las salas; tampoco se lo ha prohibido nadie. Pero de una manera química, como unos líquidos de distinta densidad, unos, la mayoría, gravitan hacia la derecha al entrar; y otros, la minoría, hacia el salón de la izquierda. Es como una selección natural, producida aquí por factores de tipo económico y cultural, desgraciadamente paralelos en muchos casos. La masa que va a la derecha va sobre todo a las máquinas tragaperras, esos primeros escalones en la fastuosa escalera del mundo de Las Vegas. Porque son: a) sencillas; basta con echar una moneda y bajar una palanca (en los EE UU les llaman por ello ladrones de un solo brazo); b) son baratas, sólo cuesta 50 pesetas la tirada, mientras en la ruleta hay que arriesgar 200; también las hay de 25, pero hay que irse al otro lado de la batería, al pasillo oscuro, como si se tratara de un pecado nefasto (para la administración de un casino querer gastar poco lo es).Detengo a un empleado que pasa.
- Oiga, me niego a creer que puedan salir monedas de esa máquina hasta llegar a 999.999 como dice el reclamo.
- No, claro; en monedas sólo salen los premios pequeños. Pero si le toca el millón....
- El millón menos una peseta; no trate de engañarme.
- Efectivamente, el millón menos una peseta. La dirección le da inmediatamente un talón bancario.
-¿Ah sí?", -digo receloso- ¿Cómo sabe el director que ha tocado el gordo?
- Porque la máquina toca fanfarria de trompetas, silbidos y lo que usted quiera oír; no es que se entere el director, se enteran todos los presentes aquí, y al día siguiente todo el país. Para cualquier casino es un negocio rotundo que alguien gane el primer premio, el jackpot. Puede multiplicar ese dinero en publicidad gratuita. A la gente le encanta que alguien le haya podido a la máquina y se apresura a venir para tratar de intentarlo. Y como, además, en este caso es verdad...".
-¿Cómo en este caso? ¿Es que no lo es otras veces? ¿Cuándo fue la última vez que alguien hizo saltar la banca?
El empleado mira a su alrededor. Susurra.
-Amigo mío, le voy a contar un secreto.
Nadie ha hecho saltar la banca nunca en ningún casino del mundo. ¿Ve esas mesas de laruleta? Cuando abrimos pongo 10 millones de pesetas en las que admiten puestas de 300 pesetas, cinco a la que apuesta sólo 200. A las pocas horas, si hace falta llevamos otros 10 millones, y así continuamente durante todo el tiempo que está abierto el casino. Podría darse el caso de saltar la banca si se tratase de una mesa autónoma, que viviera de sus rentas, pero no cuando es sólo una de las muchas en funcionamiento, donde las ganadoras, la mayoría, apoyan a las perdedoras, la minoría. Y por otra parte, no olvide que hay un tope de puestas en la ruleta, que es donde se puede ganar más; 15.000 pesetas. No, no hay manera de que alguen pueda hacer saltar la banca.
Me entristezco.
-Y lo de que hay quien se suicida y que está previsto un transporte del cadáver de forma discreta...
Mueve la cabeza.
Un tipo en mangas de camisa está ante un gran montón de fichas, que aumenta a cada jugada. Es la mesa con mayor número de millones de todo el salón. De entre ellos se destacan algunos que echan sus fichas en las cercanías del ganador.
-¿Ve? Cada uno de esos vencedores es un imán para atraer a otros perdedores.
Miro el volumen de fichas.
-Pero ése está ganando mucho...
Se ríe.
Debilidades humanas
-Ya lo perderá. El negocio del juego, como tantos otros, está basado en el conocimiento del ser humano. Si cada uno de los clientes fuera capaz de hacer su puesta, ganar, cobrar y marcharse, acabaríamos cerrando. Pero al hombre (o a la mujer) se les calienta fácilmente la boca. Cuando ven la fácil ganancia, ¿cómo?, arriesgo cinco y me dan cincuenta, insisten, y para convercerse a sí mismos hablan de aprovechar la racha. Cuando empiezan a perder su otra consigna es tengo que recuperarme. Y así pierden ellos y gana el casino (y el Estado, claro, que se lleva casi la mitad de las ganancias). Perdone, me llaman.El empleado me deja y yo intento ratificar o rectificar otros mitos del juego. "Las mujeres son peores que los hombres...". Aquí, al parecer, no. Juegan igual, fuman igual, beben igual y están lo mismo de tranquilas o de nerviosas... El jugador nato es un hombre delgado, comido por la fiebre, de largas y finas manos, que agita constantemente". Esto se aprendió seguramente en Stefan Zweig. La verdad es que los grandes jugadores que he visto aquí son gruesos, fornidos, con aspecto de estar mucho tiempo al aire libre.
La verdad es que todo el aspecto de las salas tiene un carácter muy poco novelesco, por decirlo así; hay demasiada luz, hay demasiada humanidad en los escotes de esas señoras y en los michelines de esos caballeros para pensar en un rito diabólico y misterioso. Las mujeres croupiers que podrían dar un poco de sal al ambiente, van vestidas de largo, en tonos rojiazules, de poca gracia y ningún sex appeal. Lo que falta en este casino me parece que es el morbo. Así no hay manera de hacer literatura...
Hasta que, de pronto... Es una pareja de mediana edad, vestidos sencillamente. Ella tiene los ojos clavados en el tapete verde; delante no hay una sola ficha. Él tiene unas cuantas en la mano, pero no las coloca encima de la mesa. Las retiene entre los dedos como si quisiera evitar que tocaran la superficie donde seguramente se perderían corno tantas otras hermanas suyas que ya fueron arrastradas por la fina garra de la raqueta. Se les nota el pasado inmediato, el pasado perdedor en el silencio tenso, en la fijación de la mirada. De pronto, ella sonríe forzadamante el croupier.
-Si viene alguien le dejaré el sitio, claro...
El empleado, fácilmente comprensivo -la mesa no tiene en este momento demasiados novios hace un gesto vago de aquiescencia, y la mujer vuelve a mirar fijamente los números, el par, el impar, las letras, los colores... Ahora se vuelve a él:
-Me quedan las 20.000, ¿las jugarnos?
Ha dicho las 20.000, ese artículo que delata el destino de ese dinero; son probablemente las que tienen para abonar la letra par ya vencida, la cuenta pendiente de la modista...
-Eh, ¿qué dices?
Recuperar lo perdido
Él no la mira; como si no la oyera. Es evidente que en su interior hay la misma batalla que en el de su mujer, y la alternativa le hace vacilar. Intentar recuperar lo perdido o salvar lo único que les queda. Con su silencio elige el camino cobarde, el de la abstención. Si ella de pronto echase el dinero sobre la mesa pidiendo fichas no la detendría. Si lo perdiera, en cambio... "Yo no te he dicho que estuviera de acuerdo".-Dime, ¿qué te parece?
Observo los cuadros electrónicos, que además de informar al público de los últimos números salidos importante para quienes creen en el sistema de la tendencia-, advierte a la dirección de las alternativas económicas de cada mesa. Aun así, el casino tiene un jefe de mesa desde un silloncito alto vigilando a los croupier. Y a un inspector que pasa de cuando en cuando vigilándole a él. Debe de haber alguien que, a su vez, vigile a los inspectores, pero no le he visto.
Doy la vuelta por la sección gastronómica en las dos salas. Y hasta aquí se nota la diferencia de clases. En la salafina (la de la ruleta francesa, naturellement) hay un restaurante elegante, donde el cliente, sentado, es atendido por solícitos (qué bonito adjetivo antiguo), solícitos camareros y un elegante maitre. En la salaproletaria, en cambio, la de la ruleta americana y la de las máquinas tragaperras, hay un buffet colmadísimo de viandas, al que se tiene acceso pagando una suma global.
Vuelvo a la otra sala, ahora más silenciosa, discreta y elegante por el contraste. Noto que los jugadores se clasifican también según su movilidad. El fijo, siempre sentado, y el mariposón, que va de un lado a otro, como la chica de alterne, con las fichas en la mano; llega, mira, juega, y tanto si gana como si no, se marcha a otra mesa. Son los que calculan que a mayor abanico de ruletas más posibilidades de dar coh el premio.
Y, de pronto, pasan a mi lado un hombre y una mujer. Es la pareja a la que he estado observando antes. Van serios, derechos corno un huso, sin mirar a los lados; sólo buscan la salida para escapar de un lugar al que llegaron plenos de esperanza.
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