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Reportaje:

La familia González visitó una misión capuchina en plena selva venezolana

Rosa Montero

Acosados por los mosquitos y los periodistas el presidente del Gobierno, Felipe Gónzález, y su familia, han pasado unas breves vacaciones en la isla venezolana de La Orchila, adonde se trasladaron dispuestos a disfrutar de la pesca y la belleza natural de esta zona. Dos enviados especiales de EL PAIS han seguido los pasos de la familia González por tierras de Venezuela hasta la misión capuchina de Kavanayén, en plena gran sabana, cerca de la frontera con Brasil, última residencia venezolana del presidente español antes de emprender viaje a Colombia donde actualmente se encuentra.

ENVIADA ESPECIAL, Pablo, el hijo mayor de Felipe González, no ha podido pescar todavía ese tiburón con el que tanto soñaba. Claro que aún queda mucho viaje por delante. Porque el comienzo de las vacaciones presidenciales ha estado marcado por dos constantes: la pesca y los mosquitos.

Respecto a la primera, baste con decir que durante su estancia en la isla de La Orchila han pasado casi más tiempo embarcados que en tierra firme. Acostumbraban a salir a navegar a horas atroces, sobre las seis de la mañana, y visitaban las islas cercanas, o admiraban la fantástica arquitectura de los corales, o simplemente echaban el sedal en alta mar. No ha habido tiburones, pero han pescado atunes y picúas, y el quinceañero Felipe, sobrino del presidente, consiguió la mejor pieza: un mero de cinco kilos que fue el pasmo de cuantos viajaban en el barco Misamores, un magnífico yate propiedad del millonario venezolano Gustavo Cisneros.

Felipe González disfrutó de la esplendidez de la nave, por supuesto, pero, padeciendo como padece una oscura debilidad por las barcas de pescadores, abandonaba a menudo el Misamores y utilizaba la barquita de salvamento. Un día apareció por La Orchila un buque escuela de la Armada venezolana. Vieron venir el barco de Felipe González y todos los alumnos se apresuraron a formar en cubierta y a rendirle honores oficiales. Permanecieron los pobres allí, rígidos y decepcionados, mientras el yate pasaba ante ellos, despreciativo y mayestático. No sabían los alumnos que Felipe González venía unos cientos de metros más atrás, en esa barquita tan inadecuada para la marcialidad y el protocolo.

Respecto a los mosquitos, Felipe González no recordaba de sus anteriores visitas a la zona que fueran tan colosales y voraces. Bañados en lociones repelentes, embadurnados de pringues insecticidas, Pablo, David, la pequeña María y el mismo presidente asistían inermes al acoso de legiones de zancudos, sobre todo en Los Roques, en un interesante centro de investigación científica que allí hay y que se llama casualmente Dos Mosquites.

Pero los zancudos no han conseguido empañar el placer de esta primera semana de vacaciones, la intensa paz de La Orchila, rota en ocasiones por los ecos del exterior. De los cinco días que ha pasado Felipe González en la isla, sólo uno transcurrió sin recibir llamada desde España, sin una consulta urgente de la Moncloa.

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Llamadas telefónicas

Carlos Andrés Pérez le telefoneaba casi todos los días, pero sin suerte: no le encontraba. Betancur llamó también mucho, pero con más habilidad o fortuna: le pilló siempre. A Felipe González le propusieron asistir a la toma de posesión del presidente ecuatoriano, en torno a la cuál se ha montado una minicumbre política. Pero el presidente declinó la invitación y, para su alivio, no hubo mayores insistencias.Mientras tanto, en las cataratas de Canaima, enclave selvático al que Felipe González tenía que haber llegado el martes pasado, hacen guardia los periodistas, que a estas alturas deben estar florecidos por la doble influencia de la fecundidad de la selva y la larga espera. Pero cuando dejó la isla, el viernes pasado, Felipe González cambió de planes: en vez de alojarse en Canaima se trasladó 100 kilómetros más al sur, a Kavanayén, una misión capuchina situada en la gran sabana, cerca ya de la frontera con Brasil. Allí, en ese rincón inaccesible conocido por los venezolanos como El mundo perdido, hay una casa presidencial, un modesto y bonito chalé que fue construido hace 10 años, cuando el democristiano Rafel Caldera estaba en el poder. Montañas de formas imposibles, mesetas desoladas, valles conquistados por la selva: Kavanayén es un paraíso remoto en el que sólo existe la misión y un puñado de casas indígenas, la tribu de los pemones.

Un territorio olvidado que vivió un verdadero zafarrancho de combate para preparar la visita presidencial. Desde el día anterior empezaron a llegar las provisiones y unidades del Ejército venezolano. Los misioneros, que mantienen allí un internado de enseñanza primaria, se despepitaban intentando alojar a tanta gente. El padre Tirso, un santanderino de 76 años, que lleva 52 en Venezuela, corría de arriba para abajo, barbudo y estupendo, supervisando todo., El marchoso padre Julio, que tiene 39 años, arrimaba el hombro en las tareas duras, como la de acarrear literas. "¿Qué le parece a usted que me ponga el hábito para recibir al presidente?", preguntaba el padre Tirso, que viste comúnmente con camisa y pantalones.

Ayer domingo fue el último día, cuando salieron hacia Colombia, primero Cartagena de Indias, después la zona de la selva. Pero antes, muy de mañana, Felipe González asistió a la misa de la misión, porque no quería perderse "una misa en un lugar así". En un Iugar tan mágico como Kavanayén, en esta misión de piedra y añil que llevaba desde febrero con la turbina rota y sin electricidad, y que ahora, con la visita presidencial, ha visto llegar a una legión de técnicos que han arreglado la luz de la noche a la mañana. Los padres capuchinos están encantados.

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