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Reportaje:Dos caras de la heroina

Una granja autosuficiente para derrotar la droga "con amor y comprensión"

Grupos cristianos tratan de vencer la marginación en comunidad

La heroína sólo puede vencerse por el amor y la comprensión. Esta frase sintetiza el método terapéutico que se sigue en el Centro de Rehabilitación de Marginados creado por un grupo de miembros de la Iglesia Evangélica en el barrio de San Blas, donde han transformado dos viejas casas semiderruidas, rodeadas de estercoleros, en una pacífica comunidad granjera en la que los yonquis sustituyen el vacío dejado por el caballo mediante la palabra de Jesús.La granja está situada a la linde de un gran descampado suburbial lleno de escombros, en un altozano conocido como el cerro de la Vaca, de vertientes ennegrecidas por la quema de rastrojos y con abundancia de cascotes de chabolas derruidas que han sido aprovechados por los evangélicos para la reconstrucción de sus edificios. A mediodía, las 40 personas que hay en la granja están todas ocupadas en sus trabajos. Un muchacho barcelonés deambula por las inmediaciones en compañía del pequeño rebaño de cabras de la comunidad. Otros dos esparcen estiércol en una parte de la huerta. Montse, una chica regordeta, sana, morena, prepara la comida. Montse ejerció la prostitución durante dos años en Barcelona para cubrir sus necesidades de heroína, ayudada por algún que otro pequeño robo.

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El 'mono' en la jaula

No existen rostros crispados en la granja. Al contrario, sorprende un poco la unanimidad de caras de sonrisa fácil, bien alimentadas, atentas a la llamada de cualquier miembro que requiera ayuda. Rafa, un vallecano de aspecto aniñado, 20 años, va de un lado a otro cubriendo huecos. Introvertido, Rafa da su opinión sobre el centro con pocas palabras: "Demasiao. Aquí estamos demasiao", dice.

El espíritu austero se refleja en todos los aspectos de la vida de la comunidad. Los hierbajos que se han salvado de la quema están almacenados para pasto de invierno. En dos grandes bidones calentados por una hoguera se cuecen las sobras de la comida, mezcladas con salvado, que alimentarán a 60 gallinas y una veintena de pavos. Los excrementos de éstos, más los de los conejos y la docena de cabras, serán un excelente abono para la huerta. Algunos mayoristas de Mercamadrid les surten gratuitamente de verduras y frutas de desecho. El pan se lo hacen en un horno construido por ellos mismos. Ya que no hay dinero (la comunidad no recibe ninguna subvención oficial), se ahorra todo lo posible.

El trabajo es constante durante casi todo el día. Hay que limpiar las casas, realizar obras de mejora, cuidar a los casi 15 niños que viven en la comunidad, hacer la comida para 40 personas, atender a los toxicómanos que aún necesitan un trato especial. Por las tardes hay más tiempo libre. Los miércoles, viernes y domingos se comenta la Biblia.

Vidas vacías

Manuel Fernández y su esposa, Milagros Rodríguez, ambos de 32 años, con tres hijos, fundaron la comunidad hace cuatro años. Poco después llegaron Pedro Tarquis, médico del hospital Clínico, y su esposa, Asunción Quintana. "Nuestro método terapéutico, si es que se le puede denominar así", afirma Tarquis, "se funda en sanar las relaciones humanas a través de una experiencia personal con Dios, en llegar al corazón de los jóvenes que vienen aquí, en redes cubrirles unos valores a los que puedan agarrarse para vivir de forma serena, valores que han ido perdiendo por heridas producidas en familias desunidas y aburridas. Por esas heridas entró el caballo". Para Tarquis, la relación con los yonquis supera la que debe establecerse entre paciente y médico: "No somos unos profesionales que tratan a unos enfermos. Somos personas que conocemos lo vacía que puede estar la vida si no tienes confianza y amor en algo superior. La caída en la droga es sólo una de las consecuencias de esas vidas vacías. Sólo hemos podido ayudar a otras personas a alcanzar una cierta estabilidad después de que nosotros mismos la hemos conseguido. Nuestro método se basa en la disciplina bien entendida, el amor y la comprensión. El mensaje evangélico sólo es efectivo cuando vives de acuerdo con lo que hablas".

Los jóvenes que acuden al centro lo hacen voluntariamente. Pueden marcharse cuando así lo decidan y pueden volver cuando lo deseen. No se paga nada. La convivencia trata de asemejarse en todo lo posible a una familia ideal, donde cada miembro del grupo encuentra apoyo en los demás. A los centros de rehabilitación regidos por comunidades evangélicas se les ha reprochado en ocasiones su misticismo, el sustituir una relación alienante con la droga por otra con la religión. Otros sostienen que, aunque así fuera, es mejor acabar místico que muerto en un retrete por sobredosis.

"Aquí no se engaña a nadie", rechaza Manuel Fernández. "Somos una comunidad cristiana, como dice el cartel de la entrada, y a los que vienen les decimos desde el principio que nuestra vida se basa en las enseñanzas de Jesús. El amor, contra la violencia y el egoísmo; la serenidad, contra los sentimientos de culpabilidad".

Fernández se rebela contra la idea de sustituir una droga por otra. "Nosotros no inyectamos religión", asegura, "mostramos nuestra forma de vida. Muchos pasan unos días y se van. Otros se quedan, descubren sentimientos que habían desechado y se curan. Cuando cambias tu visión de la vida, la heroína y otros productos utilizados como evasión se hacen innecesarios".

La conversación se impregna de términos bíblicos. La atención a los toxicómanos, y a los marginados en general, es asumida como una especie de apostolado del siglo XX. "El servicio, el darse a los demás", resume uno de los voluntarios, "como máxima expresión del mensaje evangélico".

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