_
_
_
_
Reportaje:Dos caras de la heroina

El 'mono' en la jaula

Sin el loro, Guillermo hubiera enloquecido en cualquiera de sus 18 estancias en el Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Carabanchel. Pero el loro, o sea, la radio, le sostiene cuando el mono aprieta y el cuerpo se convierte en un insoportable enemigo que sólo envía mensajes brutales: sudores fríos, retortijones de estómago, temblores incontrolables, vómitos a mansalva y todo eso que la mayoría de adictos a la heroína acaban conociendo un día u otro.En esos momentos, las células del cuerpo de Guillermo están reclamando el baño de la droga, el alivio temporal de un pinchazo de heroína. Pero Guillermo no tiene una dosis a mano, ni puede ir a comprarla. No puede hacer nada. Tiene que superar el síndrome de abstinencia a cuerpo gentil, sin fármacos sustitutorios, saunas, trabajos duros o terapias psicológicas. En esos momentos, Guillermo sólo tiene en su celda un loro, y eso le mantiene unido a la vida. Hay gente ahí fuera, más allá de esas rejas y esos muros de ladrillo visto, y si aguanta, puede que en el futuro Guillermo vuelva a gozar de libertad. Puede.

Más información
Una granja autosuficiente para derrotar la droga "con amor y comprensión"

Guillermo R. G. tiene 20 años, es vecino de Vallecas e hijo de funcionario. Dos de sus seis hermanos son también adictos al caballo. Hace unas semanas, el joven se quedó sin fondos para pagarle su gramo diario de heroína, y, sin pensarlo dos veces, atracó una pastelería. Fue detenido in situ y el juez decretó su ingreso inmediato en el Hospital Psiquiátrico Penitenciario. Los restos doloridos de Guillermo entraron allí de madrugada, esposados y arrastrados por dos guardias civiles.

Estado de choque

Ahora Guillermo acaba de superar el mono en una celda del psiquiátrico por decimoctava vez en los últimos cuatro años, y está pendiente de la decisión judicial. Puede salir en libertad provisional o también puede ser ingresado en la cercana cárcel de Carabanchel. Guillermo está convencido de que merece la primera de las opciones. Es un chaval alto, que tapa su cabeza con una gorra negra donde en letras blancas figura el lema España 82, y que viste con pantalones azules de chándal y una camiseta de color butano con el rostro estampado del negro blanco Michael Jackson. Tiene vendado el brazo derecho, a la altura del codo; su rostro es muy pálido, y sonríe de modo algo burlón y un mucho inescrutable. Como casi todos los heroinómanos no es demasiado locuaz, y cuando habla parece alguien que vuelve de un largo viaje.

-¿Has escuchado la última canción de Michael Jackson?

-¿Esa en que también cantan sus hermanos y Mick Jagger?

-Sí, ésa. Es dabute, colega. Yo la he escuchado en el loro.

State of shock, la canción a la que alude Guillermo, se ha convertido en el himno del verano 84 para Guillermo y los otros ocho jóvenes delincuentes heroinómanos con los que comparte su actual reclusión en la sección de toxicómanos del hospital Psiquiátrico Penintenciario de Carabanchel.

La sección de toxicómanos comienza en un amplio salón dotado de un televisor y unas cuantas sillas, y continúa y termina en un largo pasillo, a cuyos lados están las celdas, que son individuales.

Los suelos están embaldosados; las paredes del salón y del pasillo, pintadas de rosa, y las de las celdas, de verde, y necesitan desde hace años una buena mano de pintura. Gruesas puertas metálicas, de esas que tan sólo pueden abrirse desde fuera, aíslan todas y cada una de las dependencias de la sección.

Las celdas son iguales a los chabolos de la prisión de Carabanchel. Tienen hierros en las ventanas y camas metálicas, cuyos colchones, de goma espuma, están sensible mente hundidos por la mitad. En cada celda hay un lavabo, una taza de retrete y un radiador de calefacción central. Los ceniceros son latas de conserva usadas. La mayoría de los cuartos están decorados con fotos de mujeres desnudas, y en una de ellas hay un graffiti que dice: "Más vida". La literatura de los reclusos está basada casi exclusivamente en revistas pomo y del corazón, y tebeos baratos. Sólo se encuentran dos libros: Gestapo, de Sven Hassel, y El vagabundo de las estrellas, de Jack London.

Hay algo que uniforma a los nueve reclusos de la sección de toxicómanos, todos, menores de 30 años y todos con antecedentes por robos y atracos, y ese algo son los callos y tatuajes que lucen en los brazos. Los callos son recuerdos de cientos de pinchazos intravenosos. Los tatuajes van desde personajes bíblicos hasta dragones orientales, pasando por retratos de chicas y promesas de amor eterno.

-El tatuaje me lo hice a los 13 años, cuando era un inconsciente. Ahora se ha convertido en un cante permanente, se lamenta un recluso.

La queja por el aislamiento es unánime. Los toxicómanos tienen estrictamente prohibido relacionarse con los otros internos del psiquiátrico, porque, según afirma la dirección, "siguen obsesionados buscando droga e intentan usar a los enfermos mentales como recaderos". Así que sólo pueden conversar con los celadores, de los que también pueden escucharse protestas. "Nos hacen limpiar cada dos por tres. Aquí, si no estás sentado, sin hacer nada, es que estás limpiando", dice, en un aparte, otro de los reclusos. Tiempo atrás los toxicómanos se entretenían; y hasta ganaban unos duros, haciendo bolsas con papel usado; pero ahora esa actividad ha sido suspendida en cumplimiento de disposiciones del Ministerio de Sanidad y Consumo.

Una jornada cualquiera en la sección de toxicómanos comienza a las ocho de la mañana. A esa hora hay que levantarse y arreglar la celda. Luego toca desayunar café con leche y un bollo de pan, y estar listo para el primer recuento, el de las 9.30 horas. Tras cada colación habrá nueva comprobación de que están todos. A partir de las diez de la mañana y hasta la una de la tarde, el interno dispone de todo su tiempo libre... para hacer nada. Están prohibidos las partidas de naipes, el alcohol y el café, pero no el tabaco.

En siestas y nuevas limpiezas transcurren las primeras horas de la tarde, y ante el televisor, las últimas. Cuando en la tele suena el himno nacional se decreta el silencio en el centro y viene lo más duro: pasar la noche en el chabolo, solo, con la única compañía del mono y del loro.

Dobles rejas

El Hospital Psiquiátri co Penitenciario -hoy por hoy la única alternativa que el Estado español ofrece al recluso toxicómano, junto con un centro similiar, aunque más nuevo, en Alicante- está en la avenida de los Poblados, al lado de la prisión de Carabanchel. Por la puerta central entran y salen constantemente hombres esposados, que no despegan su mirada del suelo. Al fondo del vestíbulo, la estatua de una Virgen preside el rastrillo que da acceso a la zona de internamiento.

-¿Viene a hacer un reportaje sobre los tóxicos?, pregunta un preso homicida vestido de bata blanca que hace de conserje.

-Sí.

-No me hablé a mí de drogas, que yo las he padecido. La culpa de que esté aquí la tiene mi mujer, que es drogadicta.

Una vez que el recluso conserje cree haber aclarado su situación al recién llegado, le ordena:

-Entre allí y cambie el cartel. El director médico irá en seguida.

Subiendo unas escaleras, a la izquierda del vestíbulo, está la salita de espera, en cuya puerta hay un cartón pendiente de, una cuerda, donde en cada lado alguien ha escrito con bolígrafo Libre y Ocupado. La salita está amueblada y decorada con un tresillo de eskay de color vino tinto, una maceta con geranios, el calendario de una marisquería y dos mediocres bodegones. Se escucha cada dos por tres ruido de cerrojos y huele a desinfectante. Las ventanas están enrejadas.

Entra Miguel Ángel Rodríguez Fernández, jefe de los servicios clínicos del centro, y explica que esta sala es usada también para las comunicaciones íntimas o bis a bis, permitidas para todos los internos, incluidos toxicómanos. Los funcionarios descubren drogas en la mayoría de los registros previos a las visitas a yonquis, y por ese motivo no está autorizado -que reciban paquetes.

-Mire: éste es un centro con dobles rejas, las de un manicomio y las de una cárcel, explica Rodríguez Fernández, un conquense cordial, grueso, con un corto bigotito que le da aire antiguo.

El edificio del psiquiátrico penitenciario es de 1952 y en la actualidad hay internados allí unos 240 hombres. La mayoría son personas que han delinquido en manifiesta situación de enfermedad mental y a las que el juez no ha considerado responsables de sus actos. Permanecen encerrados allí "hasta su curación total". El vasco Sabino lleva 25 años en el manicomio de Carabanchel porque violó y mató a un niño en su aldea. Otro interno convencido de que, marcando en cualquier teléfono el 091 y luego un 3, él habla con Dios.

La semana crítica

Desde hace unos cinco años, los delincuentes que presentan en las dependencias policiales o judiciales síntomas de atravesar el síndrome de abstinencia de la heroína son remitidos a ese centro. Al director del psiquiátrico le dijeron entonces que la medida era provisional, pero los años han pasado y se ha convertido en crónica. En ocasiones hay hasta unos 20 yonquis con el mono en la sección de toxicómanos. Ni a la dirección administrativa del centro ni a la médica les gusta un pelo esta situación.

La duración de un mono es de unos siete días. En el Psiquiátrico Penitenciario el tratamiento que se aplica al yonqui en esa semana crítica consiste en una desintoxicación por el procedimiento de privarle - absolutamente de la droga. El interno recibe algunos analgésicos contra el dolor, algunos ansiolíticos para enfrentar la angustia y algunos inductores del sueño para combatir el insomnio. Todos los fármacos se consumen por vía oral. La terapia del psiquiátrico, el choque de la deprivación, está acabada a las dos o tres semanas.

- ¿Usted cree que de aquí puede salir alguien desenganchado para siempre?

-Deshabituados psíquicamente no salen, no. En un medio cerrado es imposible practicar una terapia para la vida en libertad. Aquí sólo los desintoxicamos físicamente, responde el director de los servicios clínicos.

Y añade el psiquiatra:

-Muchas madres no quieren que sus hijos se vayan de aquí. Es el único lugar de España donde no pueden conseguir ni un miligramo de droga.

Bueno, no tienen caballo, pero sí loro. Y eso, bien lo sabe Guillermo, ayuda mucho en las noches en que uno no puede hacer otra cosa que subirse por las paredes de la celda.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_