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Las Olimpiadas mercuriales

Albert Speer, el talentoso arquitecto y luego ministro de la industria bélica de Hitler, hubiera disfrutado mucho en la ceremonia de inauguración de los Juegos de la 23ª Olimpiada en Los Angeles. Se desplegaron en ese acto todas las diabólicas destrezas de delirante nacionalismo, feroz oportunismo y cínico talento escenográfico que definieron a esa pesadilla de horror y necedad que se llamó el III Reich. Los que asistieron al acto y conservan aún una leve huella de memoria histórica esperaban que de un momento a otro luciera en el impoluto cielo estival de California, escrito con humo por los aviones que dibujaban los círculos olímpicos, la consabida leyenda de Sonne und Freude -sol y alegría-, bajo la cual entendió el nazismo su sangrienta voluntad de holocausto, su Götterdammerung de pesadilla.Ya lo hemos dicho en estas páginas en ocasiones anteriores, y lo repetiremos mientras ello nos sea posible: la ausencia de conciencia histórica de los dirigentes estadounidenses, su cerrado provincianismo y su asfixiante cortedad de miras les llevan una y otra vez a cometer irreparables y desaforados errores, en nada proporcionados con la imnensidad de su poder económico y con la vastedad de su influencia en el mundo de nuestros días. Ese desequilibrio, ese foso entre lo que son y lo que tienen es, de seguro, la más trágica circunstancia de su historia y, por ende, de la del resto del planeta.

Con ocasión de la Olimpiada de marras se han puesto en evidencia con descarnada crudeza los pies de barro de la inmensa estatua, del colosal Golem que es Estados Unidos de Norteamérica.

Escojo, entre los muchos ejemplos posibles para ilustrar mis palabras, el siguiente: la Unión Soviética y los países que de ella dependen o con ella simpatizan resolvieron no asistir a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Que las razones fueron políticas y que se trataba de una respuesta a la ausencia de Estados Unidos en la Olimpiada de Moscú es algo tan obvio como inútil de someter a examen alguno. Lo que sí hace meditar y nos lleva a mirar con asombro la inconsecuencia norteamericana es que el tío Sam se haya encargado de obsequiar en bandeja de plata -sea el caso de decirlo- a sus enemigos los rusos una razón valedera para su ausencia. En efecto, al comercializar descaradamente los juegos y al solicitar a la iniciativa privada los fondos para celebrar los mismos se violaban en forma flagrante las reglas impuestas por el bueno del barón de Coubertin, cuyo riguroso cumplimiento ha hecho posible hasta hoy la celebración de 23 citas olímpicas. Pero hay algo más, que muda nuestro asombro en algo que pudiera confundirse con el rubor: países como México, Finlandia e Italia, cuyas economías, por decirlo de alguna forma, no son ni con mucho comparables a la de Estados Unidos, sufragaron los gastos de los Juegos Olímpicos que se celebraron en sus respectivas capitales sin estirar la mano para recibir de la iniciativa privada un apoyo monetario pagadero en una cuota de publicidad que habría de convertir los Juegos en una gigantesca feria pueblerina.

No soy aficionado a los deportes ni veo en los Juegos Olímpicos las maravillas de hermandad humana y solidaridad mundial que algunos se empeñan en alabar en ellos. Esas dos virtudes creo que han desaparecido de la Tierra hace muchos siglos, si es que alguna vez existieron. En mi juventud llegué hasta a escribir una feroz diatriba cuyo título era, como dicen los franceses, todo un programa: La miseria del deporte. Tuvo una cierta difusión en Colombia, mi patria, y en algunos países aledaños, y aún me caen de cuando en cuando sabrosas injurias por haber firmado esas líneas. Mi opinión, por tanto, sobre la descomunal y desfachatada barbaridad que representan para mí las justas olímpicas organizadas en Los Ángeles nace, más que de una preocupación sobre la futura suerte de tales eventos, de mi alarma ante la inconsciencia política, cultural y humana que se ha puesto en evidencia por parte del país del que pende nuestro destino. La precaria delgadez del hilo que nos sostiene se denuncia con horror en casos como éste.

Yo no sé qué habrán pensado los demás asistentes a esta fiesta de pesadilla, pero los grupos de chicanos, de pacifistas, de gays, de lesbianas, de indios de las reservas y de otros muchos inconformes que gritaban fuera del estadio su descontento, su ira y su miseria, bajo la helada protección de una policía a la que sólo le faltaba la cruz gamada para ajustarse al patrón que le corresponde, toda esa frustración acumulada y ferozmente contenida hacía un contraste demasiado elocuente con, el cándido regocijo de los afortunados que aplaudían allí dentro y soltaban globitos de colores con la inconsciencia de los pompeyanos cinco minutos antes de la erupción del Vesubio.

Eso fue al menos lo que yo sentí en ese momento, y como la sorpresa y la indignación aún no se me pasan, pensé que pudiera ser más sano el tratar de expresarlas en estas líneas.

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