La necesaria operación reformista
La transición pacífica de la autocracia a la democracia fue, en España, una operación política colectiva ejemplar, pero no se supo establecer al mismo tiempo un normal sistema de partidos políticos. Probablemente los propios condicionamientos de la transición lo imposibilitaron, pero ese fallo existió, continúa siendo patente y es preciso corregirlo para el buen funcionamiento de nuestra democracia.UCD fue un partido atípico que agrupó a políticos muy inteligentes (los más preparados de aquel momento) y que cumplió una misión histórica trascendental. Considero un honor el haber pertenecido a esa organización desde 1979, en que fui elegido diputado formando parte de su lista de candidatos al Congreso por Madrid, y el haber pertenecido más tarde, desde febrero de 1981, a su comité ejecutivo nacional. Todo ello me permitió comprobar directamente que esa organización -como tantos habíamos supuesto- llevaba en sí el germen de su disolución al pretender unificar en un solo partido tres fuerzas políticas que normalmente contienden entre sí en las democracias europeas. En efecto, los democristianos, liberales y socialdemócratas no sólo se enfrentan unos a otros en esas democracias, sino que, además, pertenecen a diferentes internacionales.
UCD, que quiso ser tantas cosas a la vez, fue de hecho una organización sin alma política y sin vinculación a internacional alguna. En su seno, las luchas personales por el poder, que son normales en todos los partidos políticos del mundo, pudieron vestirse de supuestos colores ideológicos que les proporcionaron especial gravedad al ser más fácilmente alentadas desde fuera por quienes, por razones diametralmente opuestas, decidieron hacer cuanto estuviera en sus manos para destruir el invento.
Que los socialistas y los comunistas lo hicieran, se comprende: los partidos en la oposición siempre tienden a minar al que está en el poder; pero que lo hiciera la cúpula empresarial sólo se explica por la falta de madurez democrática de un conjunto de hombres valiosos que estaban acostumbrados a un régimen político en el que prácticamente la única libertad que existió fue la de la iniciativa privada en el campo económico, que ellos pudieron ejercitar.
Esos hombres habían vivido los años de crecimiento de la economía occidental, que al trasvasarse a España nos benefició a todos, y estaban habituados a que, cuando creían necesaria la promulgación de alguna disposición oficial que afectara a la economía, les era fácil contactar con el Gobierno y que éste tuviera en cuenta sus puntos de vista como expertos.
Cuando comenzó la transición, la situación económica mundial y española no era ya de vacas gordas, sino de flacas, y quienes formaban parte de los sucesivos Gobiernos democráticos tenían que afrontar no sólo problemas económicos, sino otros de mayor enjundia para lograr el cambio pacífico de régimen político.
Los hombres de la cúpula desconfiaban de Adolfo Suárez porque le consideraban muy ajeno a la vida empresarial en que se desenvuelven los verdaderos creadores de riqueza, pero lo cierto es que el presidente de la transición tuvo el talento de rodearse de ministros que conocían bien el mundo de la empresa y estaban decididos a defenderla.
Claro está que no podían atender a los empresarios con la prontitud a que éstos estaban acostumbrados. Los nuevos gobernantes se debían ya a la voluntad nacional, y ésta marcaba frecuentemente otras prioridades. Ahora bien, de ahí a afirmar que UCD no defendió en todo momento, en medio de tantas dificultades, la libre empresa y la economía de, mercado, va un abismo. Lo cierto es que los dirigentes empresariales dieron en considerarse defraudados, y que esta idea se acentuó inexplicablemente cuando al frente del Gobierno e encontró, desde febrero de 1981, un hombre como Leopoldo Calvo Sotelo, que procedía de su mismo campo económico. No comprendieron que como político tenía que atender también a otros sectores, a otras urgencias, a otros valores. El caso es que la cúpula decidió organizar su propio partido político, y para ello coincidió con el PSOE en un previo objetivo: destruir a UCD.
Una alternativa de gobierno
Fraga, con sus sólo seis diputados de AP y el montón de millones de deudas por anteriores descalabros electorales, era entonces una opción política sin porvenir; pero fue precisamente la que los empresarios eligieron como núcleo inicial de su ambicionado partido, al que facilitaron seguidamente, como es público y notorio, cuantos medios organizativos y económicos fueran necesarios para su desarrollo.
Tomada esa decisión, que conculcaba el buen principio democrático de que la actuación de las asociaciones empresariales o de los sindicatos de trabajadores (que defienden intereses concretos) debe desarrollarse al margen de la de los partidos políticos (que defienden intereses generales), le fue fácil al binomio CEOE-Fraga fomentar las divisiones internas en UCD, las subsiguientes fugas de sus miembros más inestables o con menor sedimentación política y, e n definitiva, el desprestigio del invento. El PSOE y el PCE colaboraron encantados en la operación, y entre todos consiguieron dar al traste con aquel centro benemérito e irracional.
Las elecciones autonómicas gallegas y después las andaluzas fueron los ensayos, exitosos frente a UCD, del partido de los empresarios; pero éste, por su imagen y estrategia, proporcionaría al poco tiempo, el 28-O, al PSOE, su arrolladora victoria. El fracaso de la incursión patronal en el campo político no pudo ser más estrepitoso. Antes, los nueve diputados de CD y los 168 de UCD ocupaban 177 escaños. Ahora, los 106 de la primera, los 12 de la segunda y los 2 del CDS sólo ocupan 120 escaños. Y es que una operación de esa naturaleza jamás podrá triunfar. Hay, por lo menos cinco millones de electores (los que permanecieron fieles a UCD -1.500.000-, los que respaldaron a Suárez -600.000- y los que prestaron su voto al PSOE -3.000.000-) que nunca votarán a un partido que sospechen dirigido por la cúpula patronal (aunque sean muy partidarios de la libre empresa y de la economía de mercado), como tampoco lo harían a un partido socialista que supusieran dominado por la UGT. Muchísimos de los españoles que, confundidos, votaron a Coalición Democrática, no lo volverán a hacer.
Es preciso ofrecer a todos una opción netamente política con la que puedan sentirse identificados: un gran partido reformista -verdadera alternativa de gobierno- que por su ideología liberal progresista esté vinculado, a través de la Internacional Liberal, a sus homólogos del mundo; no un partido personalista aislado en España, sino uno con ideario universal conocido y permanente, que defienda siempre objetivos políticos de modernización de la sociedad, coherentes y responsables.
Miguel Roca Junyent y Antonio Garrigues Walker tienen el gran mérito de haber dado a tiempo los primeros pasos para que ese gran partido reformista sea pronto una realidad y España avance hacia el normal sistema de partidos políticos que no supimos establecer durante la transición. Ese sistema existirá el día en que aquí, como en Europa occidental, los conservadores por un lado y los reformistas liberal-progresistas por otro, cuenten con el partido de su respectiva ideología, vinculado a su correspondiente internacional.
El lector pensará que me olvido de los democristianos y de los comunistas. No es así. Tengo sencillamente en cuenta el grave problema que para los últimos representa el no contar con una internacional comunista democrática a la que poder vincularse. Esa carencia contribuye al fraccionamiento y declive de los partidos marxistas. Y por lo que se refiere a los democristianos, entre los que tan buenos amigos tengo, es notoria la dificultad con que tropiezan. Desde el Vaticano II, la Iglesia en España es reacia a la idea de que algún partido político pueda dar la impresión de ser el que mejor representa la posición de los cristianos.
A la hora de establecer un buen sistema de partidos políticos y al constatar la imposibilidad en que se encuentran los democristianos al día de distinguir entre su ideario y el de los reformistas liberal-progresistas (máxime cuando los partidos democristianos se proclaman ya aconfesionales y acogen respetuosamente a los agnósticos), la idea de, que todos nos integremos en esa gran operación reformista parece imponerse, como la más lógica y plausible.
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