Madrid, entre la queja y la satisfacción
Es Madrid ciudad propicia y grata para pasar en ella el verano. La condición que justifica y avala esta afirmación quizá no esté en las diversiones, los entretenimientos o los propios atributos que definen a sus ciudadanos, sino en algo más contradictorio, profundo y, por consiguiente, menos perceptible. Me refiero a la posibilidad de vivir en Madrid gratamente en verano, quejándose a la vez del calor que agobia a la ciudad en los meses estivales.De no ser por el hecho de que los madrileños pueden quejarse del calor, quejarse ininterrumpidamente a lo largo del día, del agobiante bochorno y, al mismo tiempo, gozar de una ciudad grata, limpia, tranquila y, por la noche, fresca y apacible, Madrid sería en verano ciudad de difícil residencia. Pero el hecho de poderse quejar y, al mismo tiempo, gozar de una ciudad que no es ajena a la vida tranquila y grata, ha hecho de Madrid en los veranos una ciudad cada año más atrayente; si se me permite la expresión, "freudianamente más atractiva".
Otras ciudades hay en las que no cabe el pretexto, apenas, para la queja. La proximidad del mar, por ejemplo, hace prácticamente imposible quejarse. La queja en esa circunstancia parece vacía de sentido, pues junto con la queja está la advertencia de que el mar próximo, con la brisa y con las olas gratificantes, dejan sin contenido a la lamentación. En otras ciudades en las que la queja tiene un sentido propio y no posee su contrapeso, el equilibrio se destruye y el displacer, el desagrado, predomina. Pero Madrid es la ciudad en que se logra el equilibrio perfecto en verano entre queja y satisfacción.
Nos quejamos del verano; la expresión a repetir y frecuente es la de ¡qué calor hace! Y el madrileño inicia el día con la búsqueda sistemática y voraz de la temperatura para poder inducir que va a hacer más calor que nunca. Y con ese conocimiento se lanza a la calle dispuesto a repetir hasta la saciedad los comentarios de siempre sobre el insólito e inaguantable calor de la Villa. Pero, a la vez, quien en Madrid habita sabe que llegando relativamente pronto a casa, comiendo en la intimidad cómoda y no exigente, durmiendo la larga siesta de dos horas, distrayéndose después algún tiempo con los quehaceres domésticos, la charla, jugando con los niños o leyendo el periódico que no se ha leído o la revista que espera, llega la caída de la tarde, la hora de la cena, y, bien en casa bien fuera, frugal o copiosa, una vez concluida, se abre el Madrid acogedor, cuyo disfrute puede prolongarse hasta las dos o las tres de la mañana.
Las noches de Madrid son noches plácidas, hoy henchidas de posibilidades de distracción, y el madrileño se queja y a la vez sabe que la queja es una fórmula de encubrir el contento de una ciudad en la que es fácil y gratificador pasar los dos meses de grandes calores. Hubo un tiempo en que Madrid se cerraba. No hace muchos años Madrid quedaba casi abandonado porque nada había abierto; era todo un silencio sólo roto por las detonaciones de las motocicletas. No había fiestas, ni conversaciones a gritos, ni atracciones. Durante un período de unos años, no muchos, el verano suntuoso y grato de Madrid para todos, para los humildes y para los ricos, parecía desaparecer en cuanto la queja iba adquiriendo pleno sentido, al no existir el equilibrio de la satisfacción. Pero ha vuelto el contento y ha vuelto a abrirse Madrid. Están llenos los bares, hay discotecas; en la mayor parte de las plazas o plazuelas, por iniciativa públia o privada, no falta el baile, la tertulia improvisada y generosa en risas, las distracciones teatrales, las músicas que desvelan.
Y así, nuestra ciudad se va convirtiendo en una ciudad de verano que atrae. Cada verano vienen más visitantes y cada año se van menos madrileños. No olvidemos que la condición que está en la naturaleza del hombre de quejarse entraña, cuando el contenido que justifica la queja no es muy grave, una cierta, remota o próxima satisfacción. Y si a esa satisfacción le añadimos la muy real y próxima de la charla, la distracción, la noche grata, la siesta apacible, la conversación permanente sobre el calor y el convencimiento profundo de que es mejor encontrarse con el madrileño en casa que no con el madrileño fuera, el resultado es que los moradores de Madrid comienzan, como hace tiempo, a amar el verano de Madrid.
El verano se ciñe a la noche en la ciudad de Madrid del mismo modo que el otoño se ciñe al anochecer, la primavera al día que comienza o el invierno a la tarde brumosa. El verano se ciñe a la noche. No exige estar en casa, nos obliga al menos a abrir las ventanas para que entren los ruidos, para que sepamos que los demás están como nosotros deseosos de que la calle se convierta en nuestra casa por algún tiempo. Y el pueblo de Madrid sale a los balcones, se pone de pechos a las balaustradas, mira a la calle en silencio, gozando del paso de los demás, recurriendo alguna vez al botijo, que aún se emplea, o sale en la búsqueda del cine, del teatro, de las distracciones que el municipio le ofrece o que el propio vecino con los demás prepara.
Estos veranos de queja y gozo son muy de Madrid. Es tiempo en que los madrileños que aquí nos quedamos, e incluso los que van y vienen, buscamos el momento de estrecharnos la mano, de sentarnos en sillas juntas o en el borde de la acera en ocasiones. Es tiempo de charlar, de conversar, de gozar de la tranquilidad y del sosiego, y al mismo tiempo del espectáculo diverso y repetido.
Que estos veranos de que tanto nos quejamos, sin los cuales Madrid tendría tan poco sentido, sean para los vecinos el espectáculo en el que cada uno se sienta más próximo, más fraternalmente unido a su próximo, esto es, a su vecino.
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