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Tribuna:El éxodo de las vacaciones
Tribuna
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El verano madrileño

Hablando del Madrid estival, escribe el cronista Barrionuevo en sus avisos: "Domingo de Santiago: el río Manzanares lleno de coches y de hombres y mujeres en pelota, convertidos en renacuajos o merendando en las isletas que en él se levantan".Se ve que desde el tiempo de los Austrias los días de verano de Madrid no han cambiado demasiado en los modos de combatir el calor que a partir de junio cae sobre la ciudad, convirtiéndola en pura brasa. Las madrileñas huían de ella hacia el paseo del Prado y, de noche, hacia el río, según su condición o moral particular. El mismo Quevedo las inmortalizó en sus versos cuando dice: "En verano y en estío, las viejas en cueros muertos, las mozas en cueros vivos". En las frondas del Manzanares, la Florida era el lugar favorito de todos, aún más que Leganitos, de donde se volvía siempre al amanecer. Las damas, en cambio, preferían el Prado, donde lucir sus elegantes carrozas entre fuentes y galanes cortesanos, que lo inundaban apenas escondido el sol. Como afirman los cronistas de entonces, la penumbra animaba aún más si cabe el tráfico y las oportunidades: "La que tenía mejor voz se la creía más bonita, y las feas hacían afeite de las sombras de la noche". Había música, y cenas, y búsqueda de pareja con la cual rematar la calurosa jornada. No en balde eruditos posteriores describen al Prado como "un lugar celebrado por España entera, lugar de paseo en verano durante las horas del día y de expansiones licenciosas favorecidas por la noche. Damas de amores, mujeres poco recatadas van a él a pie o en coche, y al son de la vihuela escuchan coplas a la luz de las estrellas".

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Madrid, entre la queja y la satisfacción

Así pasaba el verano en Madrid antes de que la moda, los transportes más fáciles y aquello que se dio en llamar progreso llevaran a los madrileños a imitar a sus reyes en su mudar constante según cada estación o el capricho del tiempo.

Así nacieron otras villas, remedo de la corte a orillas del Mediterráneo o del Cantábrico, aunque la auténtica permaneciera aquí, lejos del mar y de los baños.

Será Baroja quien retrate a Madrid entonces como lugar de cita donde pasar las noches del estío; con un Retiro vecino a la Cibeles, con su teatro, café y música, con sus parejas más recatadas que antes, según la nueva moral burguesa de la época. Por su jardín iluminado cruzaban las mismas miradas ardientes de siglos atrás, pero probablemente con desenlace diferente. Se hacía tertulia, se escuchaba ópera, y antes del éxodo a las costas, los jardines bullían como lugar privilegiado, donde se daban cita políticos, hombres de mundo, periodistas y algún que otro tribuno de los que al no dejar Madrid se decía que estaban arruinados. Los hombres, con su bigote y barba, con sus cuellos de pajarita, sus levitas y sombreros de copa, sudaban como las mujeres, enfajadas lo mismo que en invierno, con el único alivio del abanico y algún que otro refresco azucarado. A la gente venida del otro lado de los Pirineos, aquel rincón tan del agrado de los madrileños no llegaba a gustar: lo encontraban pobre, provinciano, demasiado cerrado, sobre todo cuando se intentaba de tratar con mujeres. Segurarnente tenían razón. Los tiempos del río Manzanares estaban lejos ya, y su moral, barrida por las aguas de una guerra famosa. Ahora Madrid se conform aba con escuchar la Donna è mobile, pasear, beber limonada y bailar en la verbena sin preocuparse mucho de un porvenir cada vez más, cercano. Como añade Baroja: "El madrileño de entonces era incapaz de ocuparse de cosas lejanas aunque ocurriesen en dominios españoles. Durante el verano se corrían las escalas de la sociedad, de la buena y de la mediana, y la burguesía grande y pequeña se acercaba a la aristocracia antigua y modtrna, la de los títulos pomposos, que entonces se creía triunfante y se dejaba ver. La burguesía modesta y con algunas pretensiones, los empleados y los estudiantes conocían, por lo menos de vista, a las damas de la alta sociedad tanto como a las tiples, a los cómicos, a los toreros y a los políticos de fama. Madrid, las playas de moda, París y un poco de Inglaterra era su mundo; lo demás, una geografía inferior que no valía la pena tener en cuenta".

Tal era la gente de Madrid a principios de siglo; tal era, más o menos 30 años después, cuando empezaban para algunos unos meses de vacaciones y para otros el largo y cálido verano del insólito año 1936.

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