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Mirada de presidente

Juan Cruz

La fotografía en la que se mostraba recientemente al presidente del Gobierno jugando en Túnez con su hija menor tiene un precedente relativamente añejo en la primera página de este periódico. Es otra fotografía de Felipe González, soñoliento tras la victoria electoral del 28 de octubre de 1982, jugando con otra niña en el piso de unos amigos, en un barrio, sin playas, de la capital de España.Lo único que no ha variado de una a otra imagen es la identidad del autor de las dos fotografías: es, en ambos casos, el mismo periodista. Del resto todo es distinto. La niña es, obviamente, otra; el personaje central también es diferente, porque ahora es presidente del Gobierno, y el contexto pasa de ser la cama breve de un piso prestado en un barrio de Madrid a ser el patio, también prestado, de una casa en la costa mediterránea.

También ha cambiado el pie de foto, la leyenda con la que se ilustra, con palabras, lo que es obvio en las imágenes. En la primera ocasión, el periodista que ilustró con su texto la imagen del entonces candidato a la presidencia del Gobierno jugando con una niña al borde mismo de su triunfo electoral creía ver en aquel retrato el símbolo de lo que debía ser una nueva era en el Gobierno de la nación.

La fotografía era, en efecto, pródiga en mensajes, porque allí se veía que el personaje principal era un hombre capaz de compaginar en una sola mirada el cansancio y el triunfo; era un hombre que se despertaba de la victoria con las ganas de ternura que produce la íntima soledad del triunfador. Muchos de los que al día siguiente contemplaron esa imagen pudieron sentir gozo parecido y símbolos semejantes a los que vislumbró el alborozado autor de la leyenda con la que aquel entrañable retrato entró en la historia de las primeras páginas.

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El pie de la foto tunecina ha sido más escueto, como corresponde al curso de la historia: no es la primera ni será la última fotografía presidencial con niño, ni la ocasión se suponía tan histórica como la que sirvió para que aquella imagen poselectoral recibiera el honor de la portada.

Por un lado, el contexto tunecino no era el mismo. Físicamente, es muy difícil conseguir en un piso de Madrid la luz azul del mar Mediterráneo, que blanquea cualquier contorno, y por otro lado, los que vieron esa nueva fotografía de presidente jugando con niño no estaban fijándose sólo en las alpargatas, el ropaje, el bañador, el pavimento o el cielo, o los árboles que podían servir de entorno de la fotografía periodística, porque la actualidad de ese retrato venía en los aledaños del periódico, y no en ese trozo veraniego de imagen, que además se defendía por sí mismo.

Varios aspectos más dan a esa fotografía reciente del presidente una categoría que conviene relatar. La de Túnez debía haber sido la imagen de la lentitud, la sabiduría andaluza parándose sobre el pavimento, junto a la piscina, haciéndose la primera pregunta que se hizo la filosofía del Sur. Pero hay varios elementos -uno de ellos no se ve- que convierten esa fotografía de la quietud en el retrato de la prisa: al presidente le da el sol en la cara, la niña no le permite el reposo y le obliga a bailar al borde de la piscina, y además se sabe que el jefe del Ejecutivo en vacaciones se prepara para interrumpir levemente su descanso y almorzar con un embajador o con un colega. El presidente juega con la niña, pero hace el gesto habitual de los adultos cuando juegan con un semejante infantil y mojado, y lo mantienen a prudente distancia para que la raya del pantalón entre impoluta en la recepción subsiguiente, aunque en esta ocasión el personaje central lleve vaqueros. Y, sobre todo, se sabe que el presidente -lo dicen los periódicos, las revistas, lo adelantan, como en la ficción científica- está muy preocupado con la fabricación de una supuesta crisis gubernamental que sólo él conoce.

¿Cómo mirar, pues, con ojos tranquilos imagen tan intranquilizadora, tan ausente de quietud, tan movida por la actualidad subliminal que vivimos hasta en sueños los lectores de periódicos?

En octubre de 1982, Felipe González posó, fatigado y expectante, feliz, con esa mirada un poco huidiza con la que se dirige a los próximos cuando acaba de regresar de la multitud; y en Túnez, el presidente fue recogido por la cámara con las gafas de sol con las que ahora recibe a sus colegas del mundo.

Las gafas oscuras, en la imagen de Túnez, añaden otro elemento de interés informativo a aquella fotografía aparentemente inocua del presidente en vacaciones: las gafas de sol parecen ser, en la actualidad anímica del jefe del Ejecutivo, el espejo con el que repara veladas menos ansiosas que las de aquella madrugada electoral de otoño. A fuerza de ser oscuras, esas gafas llevan al espectador de los retratos actuales de Felipe González a experimentar la sensación de que bajo ese cristal óptico guarda este hombre la fabricación de una mirada nueva.

El cambio ha de entrar por los ojos y también debe salir por ellos. Los que miran desde las gafas oscuras corren un riesgo que sobre todo padecen los aviadores: la realidad se les transforma, se les acerca al blanco y negro color Hitchcock, y ese conjunto de reflejos atenuados desvía la mirada hacia adentro, la hacen desvaída, concentrada, y la devuelven lejana y sola al interlocutor, sea múltiple o singular. Es probable que ésas sean también las características tradicionales de lo que podría ser internacionalmente la homologada "mirada de presidente". Pero no parece conveniente que en la primera etapa de este tour del cambio ésa deba ser, también aquí, la calidad última de los ojos de los ejecutivos de la política.

En todo caso, ¿qué será la mirada nueva que se construye bajo la sombra de los cristales? Si amanece desvaída y tenue, será muy distinta a aquella huidiza, pero directa, que surgió del otoño electoral. La comparación puede mover a la reflexión presidencial, y aceptar que es preferible exponer la vista, aunque el sol sea el reflejo azul y sin contornos del mar de sudor que nos trae este verano de domingos que ya dura tantos meses.

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