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Crítica de lo inaprensible

Es relativamente frecuente encontrarse con un alto dirigente del Gobierno o de su partido que te espete un "¿tú cómo ves las cosas?" La respuesta suele acarrear normalmente por parte del interrogador la siguiente contrarréplica, epitafio final de este tipo de conversaciones: "Te pregunto cómo crees que lo está haciendo el Gobierno, y tú te mueves en el terreno de lo inaprensible". Lo inaprensible es, por ejemplo, no pronunciarse por la bondad o maldad de la reforma de la Administración pública o sobre cualquier otra modificación legislativa y hacerlo sin embargo, y en general de manera crítica, por los niveles de profundización en el sistema democrático conseguidos por los socialistas después de año y medio de detentar el poder.Dieciocho meses es un período corto, muy corto, en la historia de un país, especialmente en el nuestro, por razones y vaivenes históricos de todos conocidos, la prepotencia de la derecha y las escasas franjas de normalidad y estabilidad políticas. Es apresurado e injusto, por tanto, cualquier intento de valoración global. Las legítimas impaciencias deben atemperarse por la fugacidad real de este período de gobierno socialista y por el envolvente océano de todas las herencias, así como de las reformas y cambios que no se hicieron a su debido tiempo. Pero ese reconocimiento no puede servir de tapón para la crítica, ni tampoco, tratándose de un partido de izquierda (algo más que una máquina para gobernar bien, mal o regular), para reducir el esquema a un simple juicio sobre la acción del Ejecutivo y del dominado -como consecuencia del resultado electoral- legislativo. Pronunciarse sobre lo inaprensible es, pues, además de inevitable, imprescindible.

Y dentro de ese terreno, existe un hecho para algunos preocupante: no hay síntomas visibles de que los socialistas estén abordando, ni siquiera teóricamente, la democratización interna de lo que, heterodoxamente, podíamos denominar como "estructuras de poder". Es más, da la impresión de que ni se lo han planteado. Es curioso, pero el PSOE sí intenta esa democratización, por medio de las pertinentes reformas legales, cuando esas estructuras son políticamene independientes (tales como la educación o la Administración de la justicia), pero por el momento está pasando de largo cuando se trata de organismos directamene dependientes del poder político. La línea jerárquica sigue estando exactamente donde estaba con la derecha, y la participación de las bases apenas se contempla. Si algo prueban, por poner un ejemplo conocido por todos, las últimas destituciones de Televisión Española (que casualmente afectaron a un sólido equipo profesional) es que el ordeno y mando y el usted se va porque yo lo digo siguen tan vigentes con el cambio como en las épocas anteriores. Por el momento no se conoce un solo caso (salvo, quizá, el de Pilar Miró con el cine español) donde se esté dando una apreciable participación de los interesados-asalariados dependientes de organismos públicos en tareas que afecten a la dirección o rumbo de sus colectivos.

Posiblemente todo esto sea muy antiguo, y lo que antes se llamaba cogestión, como modelo de una sociedad democratizada en sus raíces, esté pasado de moda. También puede decirse que en tiempos de crisis la participación es conflicto y rechazo a las reformas que, no obstante, deben imponerse por razones de bien común. Pero no deja de ser chocante que la izquierda en el poder muestre similares hábitos de comportamiento que la derecha, y que la rigurosa jerarquización del mando y la sacralización del principio de autoridad, por mucho que ahora ésta dimane de las urnas, sean principios absolutos que se renuncia a enriquecer desde postulados que han formado parte del rico patrimonio ideológico de la izquierda.

Por supuesto: esta es una crítica que puede entrar, aunque no tanto, en el terreno de lo inaprensible. Pero en cualquier caso es una constatación que explica, en parte, por qué algunas de las expectativas levantadas por el PSOE en la oposición se han visto defraudadas y su estancia en el poder no ha aunado ni las voluntades ni las ilusiones colectivas esperadas. En cuestiones muy importantes, el nuevo estilo socialista no ha pasado de ofrecer una versión renovada y moderna de cierto despotismo ilustrado, que aparece, por lo demás, como un hijo espurio de ese concepto mesiánico del poder (sólo desde él se puede transformar la sociedad) convertido en el último reducto del antiguo dogmatismo marxista.

Modernizar el Estado, y como consecuencia la sociedad, parece ser la justificada tarea primordialmente elegida por el PSOE. No está mal que los aviones, los trenes y otras muchas cosas funcionen en este país. La cuestión está en saber si ahí debe agotarse la tarea de una Administración socialista o, por el contrario, incluso para que eso sea posible, no es necesario entrar también en campos menos corporizables. Se comprende que hasta ahora no haya habido tiempo para ello. Es preocupante, sin embargo, que su abordaje no se otee en el horizonte de esta legislatura. Porque, en definitiva, podemos estar en el umbral de un considerable error de cálculo de la izquierda, por primera vez en el poder: confundir la reforma de una sociedad con la mera modernización y el mejor engrase de una máquina a la que no se añade ni una sola pieza nueva.

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