Contra el vídeo-bus
Utilizo frecuentemente la línea de autobuses Madrid- Salamanca durante el verano, y el hecho de tener por delante tres horas y media de inactividad forzosa representa para mí -como para muchos viajeros, supongo- la posibilidad de poder leer, escribir, preparar un trabajo o, por qué no, dar una cabezada o charlar con el vecino. Vana ilusión: la empresa propietaria de los autocares, como otras muchas que surcan nuestras carreteras, se ha propuesto organizar el ocio de sus clientes proyectándoles una colección de vídeos totalmente desprovistos de interés y, lo que es peor, a todo volumen, paralizándoles intelectualmente durante más de tres horas. Desfilan, agostados y serenos, los campos de Castilla. Nos miran pasar, inmóviles, pastores y rebaños. Viejas iglesias milenarias van quedando atrás. Nosotros avanzamos impávidos y estridentes, como un símbolo del país más ruidoso del mundo, entre alocadas carreras de vaqueros, tiroteos de buenos y malos, alaridos de Tarzán y Chita, declaraciones de amor y de odio mal traducidas del americano. Imposible leer una línea, echar un sueño. ¿Es absolutamente necesario imponer a todos los viajeros algo que no interesa a muchos de ellos? Ya que el español parece necesitar la pequeña pantalla hasta para viajar, ¿no sería más cortés proporcionar unos auriculares al que quisiera escuchar y dejar vivir en paz a los demás?-
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