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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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Lucubraciones de un cuasi jubilado

El día en que entre en vigor la nueva ley que se está cociendo para ordenar el confuso mundo de los funcionarios se habrá acabado mi breve, animosa y no poco divertida carrera docente universitaria. Nací el día 11 de mayo de 1916 en una noble y vetusta y bien nombrada aldea gallega, según es de dominio público e incluso noción de cultura general, y tal suceso -el de la fecha de nacimiento, que no el de los detalles gentiles- bastará para ponerme de patitas en el montepío por haber sobrepasado la nueva edad de jubilación.Quizá sean demasiadas emociones juntas para tan seniles yerbas, y pienso que el hecho de descubrirse doblemente inútil en la condición de funcionario y jubilado muy bien pudiera ser una pesada carga para quien jamás tuvo un despacho oficial -ni ahora siquiera- y siempre calibró con prudentes y poco confiados ojos y oídos los acechos de la máquina burocrática de este mi país, España, y también de todos los otros. Puede que por tal motivo no me haya parado a meditar sobre las ventajas y las miserias de la jubilación por sorpresa y a bote pronto y, en consecuencia, también puede que mis planes inmediatos ronden la idea de irme al faro de Touriñán a escribir una novela de aventuras, menester que, en mi caso, no debe relacionarse en modo alguno con el ocio forzado.

La tercera acepción que da el diccionario de la Real Academia para la voz jubilar, según la vigésima edición, aparecida hace unos días, dice que, en sentido figurado y familiar, es: desechar por inútil una cosa y no servirse más de ella. La cuarta, por el contrario, señala que vale por alegrarse, regocijarse. Me parece que los tiros van más bien por la inutilidad que por la alegría y el regocijo, y se me hace que puede resultar un tanto sorprendente, al menos para mí, el que uno más de los episodios dé esta verborrea legal con la que se nos amenaza, persigue y acecha desde tiempos inmemoriales venga a decidir de repente que no sirvo para profesor cuando todavía me dedico con plena conciencia a aquellos menesteres que animaron hace unos años a la Universidad de Palma de Mallorca a ofrecerme la cátedra que acepté gozoso. ¿Tanto ha cambiado la Universidad o la literatura, o ambas desde entonces como para que se mude en inservible lo deseado?

Jubilar a los 65 años a un catedrático de Universidad es un disparate: un poco sagaz y muy frívolo disparate análogo, aunque algo mayor, al de darle el cese a los 70. La valía docente de un profesor, de cualquier profesor, no puede medirse en modo alguno de forma tan pedestre, y, en el caso de quienes se dedican a la enseñanza en sus niveles superiores, resulta patente que, o bien no sirvieron nunca, o en ningún caso dejaron de ser útiles a plazo fijo por razón de chocheo. A veces los españoles hemos sacado algún provecho de la torpeza legal administrativa -como, por ejemplo, cuando la Universidad del País Vasco contrató a mi amigo Manuel Tuñón de Lara tras su jubilación francesa-, pero en general el balance es pobre y aun más bien miserable. Se pierden excelentes profesores en el momento de plenitud de sus conocimientos con argumentos y bajo presiones que ni siquiera son muestra de una demagogia subinteligente.

Porque, ¿a qué viene el señalamiento de tal edad de jubilación? ¿A qué el mandar a casa a la gente guiándose no más que por criterios relativos a la fecha de nacimiento? Los afectados protestan airadamente: se les merman -y aun se les raen- posibilidades de investigación, se les aparta de órganos de decisión universitarios y se les condena a un sueldo de miseria, al borde de la mera posibilidad de supervivencia, cosa -esta última- en la que subyace una cierta dosis de inteligente previsión, puesto que, cuanto menos sobreviva el jubilado, más justificada queda la decisión de habérselo sacádo de encima. La Universidad pierde profesores prestigiosos. ¿Quién se beneficia, pues? Quizá tan sólo el funesto y esterilizante escalafón, que puede así ir aliviando sus miserables peldaños. Pero ni siquiera es esa una razón de utilidad suficiente.

Hace muchos años que las administraciones extranjeras han sabido aunar la criba escalafonaria con el prudente ejercicio de la actividad de los catedráticos jubilados, a través de la figura del profesor emérito. Unos años de docencia dan derecho a continuar en activo, con alivio de tareas ingratas y posibilidad absoluta de creación investigadora. El cuerpo de profesores eméritos supondría evidentemente una carga financiera superior a la de su condición actual de jubilados, pero a cambio de todas las ventajas que son patentes en el orden personal e institucional. Que yo sepa, nuestras autoridades ignoran sabiamente tales soluciones, quizá confiadas en el azar, en la casualidad y en la caridad, que ni ceja ni jamás se oculta. Pero no es ese el camino.

El profesor emérito tan sólo supondría un problema cierto: el de la selección. ¿Cómo podría mantenerse,jubilado y bien jubilado al catedrático inútil ya en su juventud docente y, por el camino contrario, conceder la condición de emérito al digno de confianza? Es por supuesto un serio inconveniente, pero ni siquiera atribuible el hecho de la jubilación. Pocas dificultades se asocian en ese sentido con los achaques de la vejez, que no hacen sino acentuar las estulticias sobradamente conocidas y aireadas desde los años mozos. El verdadero problema consiste en saber cómo hay que impedir que lleguen a catedráticos gran número de personajes que llenan el escalafón de postes de teléfonos, dicho sea usando una imagen ya famosa. Pero esa es otra cuestión, y desde luego los que nacieron hace 65 años no son los únicos culpables de que las cosas estén así como están.

Copyright Camilo José Cela. 1984.

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