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El liguero reencantado

La sensualidad disidente, la misma que algún día hizo exclamar a Marcuse ante el estupor de dos conocidas feministas alemanas que revistas como Play Boy podrían convertirse en un peligro para el sistema capitalista, no deja de parecer una etiqueta inocente con un algo de belleza mentirosa después de la ya casi lejana y cacareada Semana del Erotismo, pagada por el erario publico y festejada celosamente por la plebeyez glamurosa del foro.Que la oficialidad homenajee a las maravillosas malas compañías, desde Tiresias hasta Miller pasando por los marqueses que levantaron oleadas de piel en la historia o el Bataille de erotisme traître suena a feliz desmelenamiento del fondo libidinoso del poder que sabíamos en la política occidental de la succión y de la seducción. El sexo del poder lo descubrimos en la carnalidad de las urnas, en la dialéctica deseo-voto asentada en un Eros de sonrisas abrumadas de armonía, sonrisas-támpax (usar y tirar) de políticos-támpax en una política-támpax por exigencias del dichoso funcionalismo político. Después de una política plurisacramentada, la exhibición del actor político supuso la guinda herética del modelo antropológico que también habla con el cuerpo. De la soledad casta del poder (castidad unamuniana), tan falsa como tópica, a la actual ardiente soledad-oscuridad va algo así como un camino de genitalización humanizadora.

¿No dijo Thomas Mann que la soledad, aparte de alumbrar belleza y originalidad, también maduraba la perversión y la monstruosidad? La soledad del poder es en este aspecto la más intrigante de las soledades, y ahí está la historia, plagada de borrascosos o divertidos ejemplos de hasta qué punto el poder se desliza por el camino del exceso como forma de llegar a la comunión de la libertad, que diría Apollinaire.

Foucault, el eterno progre recientemente fallecido, apunta que el sexo es aburrido, mientras el Ayuntamiento de Madrid asimila la reversibilidad de los sexos, se abandona al placer del látigo, al talante táctil-retráctil del instinto, a la dulce esclavitud de los enigmas cóncavos y convexos, se espejea en la pureza libre de Breton, en la tentación de sí mismo de Miller o en los alfileres de Sade. Renovarse o morir, porque Foucault, al fin y al cabo, ya no es más que un ilustre cadáver.

El poder empieza a ser también un ilustre cadáver condenado a gobernar a un pueblo-fantasma. En el mayo-desmayo, entre las barricadas de ironía y los arcángeles pecosos como aquel Rudi el Rojo que nos amó tanto, una cosa estaba clara: todos pasaban de De Gaulle. El viejo podía seguir mandando si quería desde el torreón de la France éternelle; mandar, claro, a una legión de fantasmas. Airear los ligueros no deja de ser una búsqueda simpática o hipócrita de complicidad. Siempre fue más liviano el heretismo exquisito que los adoquines.

Para el abuelo rebelde -Marcuse, claro- la sensualidad liberadora estaba debajo de los adoquines, como para los muchachos de la Sorbona que se lanzaron rezumantes de élan vital a picapedrear la razón burguesa. Ahora dudamos de si la sensualidad disidente no es más que una vieja pasión del intelecto con un fondo casi tóxico de libertad que en ocasiones no se queda más que en un sensualismo postizo. Y es que tanta pose sensualista nos ha hecho creer que darle al látigo como un porno-arriero es un pasaporte hacia ese maridaje superior y profundo con las flores del mal que alguien descubrió enseñoreadas por los parterres del alma. Claro que esto no supone negar el lenguaje diabólico del cuerpo ni otros alfabetos mágicos, ni siquiera la distinción entre una carnalidad que es mecánica rutinaria y otra que resulta algo así como ascesis (mon Dieu!) exprimida al minutero. Ocurre simplemente que uno está harto de sensualizadores sensualizados que le dan al látigo desde la mesa camilla ante un montón de folios y un café con pastas. Incluso el mismo Sade era un poco fantasma, por qué negarlo.

Tiempos aquellos en que la sensualidad estaba bajo los adoquines y en los corazones socializados de la costa oeste norteamericana que desvirgó Jerry Rubin y colmó ese tal Dylan que hace unos días vino por aquí a decirnos que, aunque tiene reservado acomodo a la diestra del Padre, no renuncia a las mezquindades bello- siniestras de este mundo. "La antinomia entre mente y cuerpo, palabra y acto, habla y silencio, superada. Todo es sólo metáfora; sólo hay poesía", dijo Norman Brown erotizado por las musas de la década. Hermosa lírica crecida al lado de las adormideras, parida por los mil whitmans florales de la sensualidad insurgente. Y pensar que la sociedad andrógina de Marcuse casi fue posible...

Hay que ver qué diferencias, porque la sensualidad disidente de los ochenta se alquila en las boutiques de moda y juega al nuevo egotismo del yo quiero ser el que no soy. Esta sensualidad es happening de la sensualidad y esta nueva forma de vida es parábola descarada de la vida.

Uno tiene la impresión de que vivimos las saturnales del milenarismo en las densas máscaras que pueblan la noche, algo así como una antropologización agónica presidida por el disfraz; culto a la persona, en definitiva, que es también ocultación de la persona. Belleza de la pirueta, el gesto y el artificio que retorna la filosofía histórica del deseo, la gratificación no inmediata del deseo después de la inmediatez lúbrica de los sesenta.

El medio urbano ha alumbrado una fauna deliciosamente horrísona, angélicamente rimbaudiana, que va por ahí pavoneando montones de piernas enguantadas en rejilla y todos esos surtidores de mechones kandinskyanos que son algo así como los polos magnéticos del fin de siglo. "No hay palabras, solamente pelos", dice un verso de Joyce Mansour, y ciertamente toda la elocuencia de la noche reside en el éxtasis de los cabellos, en la facundia untuosa de la brillantina; en fin, en todos esos acorazados puntialambrados regados con el más fiero engrudo.

La joven paganidad de cuero negro y carnalidad silbante tiene un sentido tan orgulloso del erotismo que parece rebeldía contra lo cotidiano e incluso contra el destino. Después de la sensualité sur l'herbe de los sesenta, el apocalipsis de la seducción, ese genio maligno de la pasión, como dice Baudrillard en Las estrategias fatales, supone un renacimiento obsesionante y obsesionado de los sentidos bajo la aurora boreal del nuebo Brummel.

No sé qué pensaría Villon de esta deliciosa cruzada de pálidas y mundanas damas comestibles que chupan alfileres con ternura y sorben el amor con pajitas de plástico, de las niñas-arrebato que diseñan la lascivia con los labios, niñas-bruma que pasan envueltas en un hálito de fosforescencias metálicas, niñas-juliette-greco agrietadas de soledad y deseo, niñas-charol con ojos de cicuta, niñas-puercoespín con ramilletes de alambrada en la cabeza, niñas-látigo, montones de niñas que hacen de esta posmodernidad un ardiente mundo imaginario; no sé qué pensaría Villon, digo, él que describió maravillosamente a las francesas de la época, pero un verso suyo vendría ahora como anillo al dedo: "Falsa belleza que me costáis tan cara". Y el caso es que ya no se niegan, como la Nora de Ibsen en Casa de muñecas, a ser eso: muñecas.

El espíritu de los ochenta es este erotismo de la antropologización agónica, y el rito es ahora el mito. Ser feo es casi un pecado y todo se vuelve huida sofisticada y crispada al seno del disfraz, todo bella herejía torvamente materialista que rompe con la tradición hispana del fondo casto. Es, definitivamente, la década del liguero reencantado.

Dijo Cocteau: "El pecado modelo para el espíritu, ¿no consiste en ser espiritual?". Quizá hayamos perdido la oportunidad de hacer del pecado el arte soñado.

Javier Lama es escritor y periodista.

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